Eliminada la tiranía trujillista que por 31 años mantuvo el control político en el país, vivimos un período de mucha inestabilidad política. Sucesivos gobiernos y un golpe militar contra el gobierno de Juan Bosch, elegido en elecciones democráticas en el 1963, trajo consigo la Guerra de Abril, una nueva intervención de los EE. UU., y la elección de Joaquín Balaguer en 1966.
Desde entonces hemos vivido un período relativamente largo (59 años) sustentado en la democracia como modelo político de gobierno que, con todos los defectos de la “democracia real”, las y los dominicanos nos hemos acostumbrados a ejercer el derecho al voto cada cuatro años, depositando así en las urnas la representación de nuestro poder político ciudadano.
La democracia suele presentarse como el mejor sistema de gobierno conocido, bajo el argumento de que garantiza la libertad, la participación y la justicia. Es un eslogan presente en todos los discursos oficiales de quienes han sustentado el poder político. La realidad, en cambio, es otra, bastante diferente y con excepcionales ejemplos.
Un cáncer silencioso que ha ido corroyendo las bases fundamentales de la sociedad y de las instituciones públicas y privadas, erosionando la confianza ciudadana, ha sido el de la corrupción que, tras su normalización, ha calado en todas las esferas sociales, llevando a nuestros jóvenes de 8º de primaria a justificarla en los dos estudios internacionales de educación cívica y ciudadana, 2009 y 2016. Veamos:
Al mismo tiempo que opinan que votar en las elecciones nacionales es la actividad más importante, también afirman la aceptación de sobornos de parte de los funcionarios públicos si su salario es muy bajo; lo propicio que un funcionario utilice los recursos de la institución para su beneficio personal; que los candidatos les den beneficios personales a sus electores a cambio de su voto; que si los recursos públicos son de todos, está bien que se quede con parte de ellos; entre otras consideraciones.
En el Ministerio de Educación y otros sectores de la población se quiere depositar la esperanza de combate a la corrupción y otros temas, volviendo a incluir la asignatura de Moral y Cívica en las escuelas, mientras en la escuela política nacional la corrupción sigue en auge, haciendo de ella un modelo de vida, y la justicia solo hace amagos ante corruptos preferidos.
Mientras tanto, la corrupción continúa devorando las instituciones cuyas manifestaciones se hace evidentes día por día, devorando los recursos presupuestarios de las instituciones, erosionando de esa manera la confianza y convirtiendo las elecciones en un ritual vacío que deja de tener el sentido para el cual se instituyó.
La corrupción no es tan solo el desvío de fondos públicos o institucionales de personas ambiciosas, sino la instauración de una cultura de la deshonestidad, depravación, envilecimiento, corruptela, perversión, vicios que van corroyendo los cimientos sociales cual cáncer social, constituyéndose en una verdadera traición a la democracia.
La normalización de la corrupción mediante la sospecha de que “todos roban” sin que ello movilice seriamente a todo el poder judicial y policial, nos coloca no solo ante el resquebrajamiento de la economía, los planes económicos y sociales gubernamentales, sino también a la pérdida de la fe en la democracia.
Las consecuencias en el sector público están ahí, a plena luz del día: escuelas y hospitales muy alejados del servicio para lo cual fueron instituidos; servicios básicos de agua y energía en continua crisis; los de seguridad y protección a la ciudadanía en constante cuestionamientos. De esa manera, la corrupción no hace más que alimentar la desigualdad y la exclusión social.
La corrupción como estilo de vida no solo sustrae dinero, roba lo más preciado que puede tener una sociedad, su presente y su futuro de desarrollo y bienestar colectivo. La esperanza de una vida digna centrada en el desarrollo pleno de las personas y de las instituciones llamadas a crear, desarrollar y asegurar que todo eso sea posible.
En cada momento histórico los propios líderes políticos pretenden defenderse del flagelo de la corrupción con frases como “la corrupción se detiene en la puerta de mi despacho”, dicha por Joaquín Balaguer, tras las continuas denuncias hechas desde la oposición durante sus primeros 12 años de gobierno (1966-1978).
O aquella enarbolada durante la campaña electoral del 1982, como eslogan de campaña de Salvador Jorge Blanco: “manos limpias”, terminando en el banquillo por corrupción, luego del gobierno de Antonio Guzmán, quien no concluyó su mandato tras su suicidio y las acusaciones de corrupción por parte de funcionarios de su gobierno muy cercanos a su persona.
Para el 1982, Juan Bosch, habiendo creado la nueva agrupación política el Partido de la Liberación Dominicana, dijo: “Los dominicanos saben muy bien que si tomamos el poder no habrá peledeista que se haga rico con los fondos públicos”. La evidencia apunta a que él vivió siempre una vida austera y comprometida con la moral, mas no algunos de sus colegionarios.
En cada momento, cada líder político se ha hecho eco del tema y proponiendo medidas para el combate y prevención de la corrupción. En el 2017, Luis Abinader propuso un acuerdo nacional contra la corrupción y la impunidad en procura de rescatar la institucionalidad en República Dominicana.
Son todos decires que se han quedado en palabras y en los sueños de quienes los dijeron. La corrupción y su impunidad erosiona la legitimidad del sistema político y la fe en una vida social digna, abriendo las puertas al populismo y la instalación del autoritarismo. Hace de la sociedad una selva donde impera la desfachatez de unos y la desesperanza de la gran mayoría.
En el momento en que los medios de comunicación y la sociedad civil organizada quedan presa de la corrupción, la resistencia social y la regeneración del tejido social democrático se hacen imposibles, haciendo del ideal democrático una simple fachada, un discurso hueco que solo sirve para encubrirla y fortalecerla.
Corruptos preferidos, expedientes judiciales mal o pobremente estructurados, fiscales y jueces banales que caen en las redes mismas de este mal, solo auguran el entierro de la vida democrática, la desilusión social y la instauración de un estilo de vida en que impera el individualismo y el que “cada uno se la busque como pueda”.
El daño va más allá de lo material. La corrupción no solo erosiona la legitimidad del sistema político, sino que genera la creencia de que no sirve ni es útil para resolver los problemas de la vida social, y su ideal se transforma en una fachada, que solo encubre los intereses privados, pero es incapaz de sostener una vida decente y apegada a principios éticos del buen vivir.
Tengámoslo claro, esas pequeñas y grandes traiciones cotidianas a la democracia son ese cáncer que poco a poco la va carcomiendo. Cada soborno, cada impunidad, cada contrato amañado, cada uso injustificado de fondos públicos son una metástasis en el camino de su deterioro. Defenderla no es una consigna vacía, es el compromiso diario de su vigilancia, participación y exigencia de transparencia en el que todos debemos participar.
Termino con dos frases para tu reflexión final, la primera de Adela Cortina, reconocida bioeticista española y la segunda de John Steinbeck, afamado escritor estadounidense:
– “La corrupción desmoraliza y es lo peor que le puede pasar a una sociedad”.
– “El poder no corrompe. El miedo corrompe, tal vez el miedo a perder el poder”.
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