En los últimos años me ha tocado escuchar frases encantadoras como:

—“¿Sabías que el aspartame se convierte en metanol y eso es veneno, verdad?”.
Sí, claro que se convierte en metanol. Pero lo que casi nunca mencionan esos “coach” y “trainers” que repiten la advertencia es que un simple jugo de tomate contiene hasta seis veces más metanol que cinco sobres de edulcorante, según datos de la FAO y la EFSA. Un vaso de jugo de naranja o de uva también lo contiene. ¿Vamos a dejar de comer tomates o frutas? El problema no es la química. El problema es que la hemos convertido en un enemigo imaginario.

Lo irónico es que la química es, en esencia, el arte de transformar la naturaleza de las cosas, y gran parte de esos cambios han sido para beneficio de la humanidad. Tomemos la sal de mesa: está compuesta por sodio —un metal tan reactivo que ardería al contacto con el agua— y cloro, un gas tóxico que en las trincheras de la Primera Guerra Mundial mató a miles. Juntos forman cloruro de sodio, la sal que le ponemos a los fritos verdes y con la que le damos sabor al sancocho. Cada bocado que comemos, cada sorbo que bebemos es química en acción, alterando moléculas y creando sustancias cuyas propiedades pueden diferir radicalmente de las de sus elementos originales, sin importar si provienen de una planta, del petróleo o de cualquier otra fuente. Y, sin embargo, muchos prefieren ver etiquetas largas como si fueran sentencias de muerte.

Pero si queremos comprender el verdadero valor de la ciencia —y de la comida que hoy colocamos sobre nuestra mesa—, retrocedan conmigo al invierno de 1941, en Leningrado —hoy San Petersburgo—. Esta ciudad, completamente sitiada por los nazis, se había convertido en una prisión de hielo. Afuera, el viento helado arrastraba el lamento de miles que morían de hambre. Dentro, en un antiguo edificio del Instituto de Botánica, se escondía un tesoro silencioso: uno de los bancos de semillas más grandes del planeta, fruto de más de sesenta expediciones financiadas por la Unión Soviética y lideradas por un visionario, el genetista Nikolái Vavílov.

Su sueño era tan simple como colosal: domesticar el hambre. Reunió trigos que resistían sequías, arroces que crecían en suelos pobres, legumbres que sobrevivían al frío extremo, y frutas más dulces, más grandes, con menos semillas y mayor resistencia al transporte. Lo hizo pensando en un futuro donde ningún niño muriera por falta de pan.

Vavílov no vivió para ver su sueño germinar. El mismo régimen que le encargó recolectar esas semillas lo encarceló, acusándolo de ideas “contrarias” en un momento donde pensar a largo plazo era casi un delito. Murió en 1943, víctima de inanición causada por las duras condiciones carcelarias, ironía cruel para un hombre que había dedicado su vida a vencer al hambre.

Sus discípulos heredaron no solo su colección, sino también su determinación. Durante el sitio, en los pasillos congelados del instituto, había sacos repletos de trigo, arroz, nueces, maíz y legumbres que podrían haberlos salvado. El aroma del grano fresco debía torturarlos cada día, recordándoles que la vida estaba al alcance de una mano… y aun así, no lo comieron. Eligieron morirse de hambre para que esas semillas vivieran.

Sabían que esas semillas no eran para ellos. Eran para todos los que vendríamos después. Y así, uno a uno, fueron cayendo. Diversos testimonios de la época describen a algunos desplomados sobre sus escritorios con sus lápices en las manos, la cabeza sobre cuadernos abiertos; otros, abrazando los sacos como si incluso después de muertos quisieran protegerlos de la guerra, del saqueo, y peor aún, del olvido.

Cuando el sitio terminó y las puertas se abrieron, quienes entraron encontraron un silencio denso, irrespirable. El aire estaba impregnado de frío, de polvo y de algo más: la certeza de que allí se había librado una batalla invisible pero descomunal. Cuerpos rígidos, dedos entumecidos aferrando lápices, datos de cosechas escritos hasta el último aliento, y alrededor, el alimento intacto, protegido hasta el final.

Años después, esas semillas viajaron, fueron plantadas, multiplicadas y esparcidas por el mundo. Hoy, muchas de las variedades agrícolas que comemos —el pan que parte cada mañana, las frutas que recorren océanos sin pudrirse, el arroz que resiste inundaciones— llevan en su linaje alguna de las que ellos protegieron.

Ellos murieron para que usted viviera. Murieron para que la humanidad dejara de ser famélica y desnutrida como era antes. Y lo hicieron sin discursos ni medallas, con las manos heladas, el estómago vacío y la fe absoluta en que la ciencia podía salvar al mundo.

Y, sin embargo, vivimos en una época donde, con un teléfono de mil dólares en la mano, alguien mira su plato, maldice la ciencia y sentencia: “Esto es veneno”, condenando también a los científicos, a los laboratorios y a todo lo que se les parezca. No saben —o no quieren saber— que sin antibióticos, vacunas, agua potable segura, cirugía, anestesia y agricultura científica, la esperanza de vida mundial sería similar a la de hace poco más de un siglo: entre 30 y 40 años, según estimaciones de la ONU y la OMS. Antes de 1900, más del 40 % de los niños moría antes de cumplir cinco años, víctimas de infecciones, diarreas u otras enfermedades que hoy se tratan de forma rápida y asequible, a veces con medicamentos que cuestan apenas unos pocos pesos. Desde la aparición del Homo sapiens hasta mediados del siglo XIX, la media de vida global apenas aumentó unos cinco años —de aproximadamente 30 a 35—, y fue únicamente gracias a los avances en la agricultura, la medicina y la salud pública del último siglo que logramos añadirnos más de tres décadas a nuestra esperanza de vida, alcanzando hoy un promedio global cercano a los 73 años.

Así que cuando alguien me dice que las vacunas son un plan para controlarnos, no puedo evitar pensar: si tienes más de 40 años, es muy probable que tu vida se haya beneficiado directamente de ellas; si tus padres siguen contigo, dale gracias a la ciencia, a la medicina y, sí, también a la industria farmacéutica. Antes, el mundo era “limpio”, “orgánico” y “natural” … y aun así vivíamos menos de 40 años, famélicos, analfabetos, sin sistema médico, sin higiene y a merced de epidemias que arrasaban pueblos enteros. ¿Controlarnos con vacunas? Por favor… El verdadero control, si quieres llamarlo así, es que hoy puedas vivir décadas más y ver a tus hijos crecer.

Los científicos del laboratorio Vavílov no murieron para que midas tu vida en likes ni para alimentar teorías conspirativas, ni para que conviertas en enemigo al pan o a las papas perfeccionadas por la ciencia. Murieron para que el hambre dejara de dictar el destino de la humanidad, para que ningún padre volviera a presenciar cómo, en un invierno implacable, los ojos de su hijo se apagaban lentamente por el hambre.

Y tal vez lo mínimo que podemos hacer, antes de abrir la boca para despotricar contra la ciencia que nos mantiene vivos, sea recordar que, si hoy tenemos el lujo de ser ingratos, es porque otros, hace no tanto, dieron la vida para que no conociéramos el hambre como ellos la conocieron. El pan que llamas “procesado” es el pan que ellos soñaron que nunca te faltara. La ciencia que criticas es, en buena medida, la razón por la que estás vivo para criticarla. Y esa, nos guste o no, es una de las verdades más incómodas… y más hermosas.

Rafael Antonio Vargas López

Administrador de Empresas y docente

Rafael Antonio Vargas López es docente universitario de grado y posgrado en la Universidad Iberoamericana (UNIBE) y en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Es licenciado en Administración de Empresas y posee una Maestría en Dirección Estratégica por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), así como una Maestría en Gestión Universitaria por la Universidad de Alcalá de Henares (España) y una Especialidad en Entornos Innovadores de Aprendizaje por la Escuela de Organización Industrial (EOI) de España. Es articulista, autor de libros sobre gestión y novelas de corte reflexivo y social. Actualmente es Director de Planificación y Desarrollo Institucional de UNIBE. rvargas_lopez@hotmail.com

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