La Casa de Alofoke opera como un artefacto cultural de alta densidad simbólica, no es solo entretenimiento, es un dispositivo de producción de visibilidad que reorganiza jerarquías, lenguajes y afectos en la esfera pública dominicana. Su poder no proviene únicamente del alcance de la plataforma, sino de la forma en que convierte la vida cotidiana en acontecimiento y el conflicto en mercancía semiótica. Ese tránsito sitúa al programa en el corazón de lo que Debord llamó sociedad del espectáculo: un régimen donde el valor ya no se ancla en la verdad o la deliberación, sino en la capacidad de generar atención, memoria digital y estatus performativo (Debord, 1967/1994). En ese escenario, el “yo” público se vuelve proyecto narrativo y la identidad un bien transable, se negocian reputaciones en un mercado de símbolos donde la viralidad funciona como moneda y como sanción.

La atracción psicológica del formato descansa en tres ejes que se retroalimentan. Primero, la identificación proyectiva, en la que el espectador reconoce fragmentos de su biografía —ascenso, precariedad, tensión con la autoridad, deseo de reconocimiento— en los relatos de invitados y anfitriones, y de ese espejo obtiene pertenencia y guías de conducta (Bandura, 1977). Segundo, la economía del conflicto, el disenso televisado produce gratificación inmediata porque promete resolución, justicia narrativa o “desenmascaramiento”; sin embargo, esa promesa rara vez se cumple, y la frustración resultante reinyecta atención futura. Tercero, un fenómeno más sutil y decisivo, la disociación cognitiva. Así, a nivel de los participantes, emerge una escisión entre el yo íntimo y el yo performativo; se preserva una identidad privada mientras se dramatiza otra para la cámara. A nivel del discurso, se enuncian valores de respeto, esfuerzo y superación, mientras se normaliza la confrontación como gramática dominante. A nivel de la audiencia, se tolera—y celebra—lo que fuera del set se reprocha, amparado en la suspensión tácita de consecuencias que brinda la noción de “espectáculo”. Ese triple movimiento no es lo mismo que la disonancia cognitiva clásica (el malestar por sostener creencias y conductas incongruentes; Festinger, 1957), aunque la incluye, aquí hay, además, un uso adaptativo de la disociación—entendida como mecanismo de separación funcional entre estados del yo—para gestionar exposición, riesgo reputacional y expectativas de la multitud (Holmes et al., 2005; American Psychiatric Association, 2022).

La neurociencia ayuda a explicar por qué esa arquitectura resulta tan pegajosa. La imprevisibilidad de los intercambios y de los desenlaces activa el circuito dopaminérgico de predicción de recompensa, reforzando la conducta de “volver por más” mediante aprendizaje por errores de predicción (Schultz, Dayan y Montague, 1997). Lo que se refuerza no es solo el placer, sino la saliencia incentivadora: el deseo mismo de perseguir el siguiente pico de interés, aun cuando el contenido no mejore—un mecanismo descrito por Berridge y Robinson (1998). La amígdala cerebral mantiene un nivel de hipervigilancia afectiva frente a indicios de amenaza o confrontación, lo que prolonga la atención en escenas de tensión (LeDoux, 1996). Por tanto, cuando el espectador o el invitado trafican con contradicciones (valores declarados vs. prácticas exhibidas), la corteza cingulada anterior, sistema de monitoreo de conflicto y asignación de control, entra en juego para intentar reconciliar lo irreconciliable, incrementando el esfuerzo cognitivo y, paradójicamente, el anclaje atencional en la pieza mediática (Botvinick, Cohen y Carter, 2004; Shenhav, Botvinick y Cohen, 2013). A fuerza de repetición, estos bucles reorganizan hábitos comunicativos y expectativas sociales, moldeando un patrón de conversación pública más orientado a ganar la escena que a resolver problemas.

Ese ecosistema no es neutro para la salud mental colectiva. Por un lado, visibiliza experiencias subalternas y ofrece una puerta de entrada para narrativas históricamente excluidas, lo que puede aumentar agencia y capital social. También crea oportunidades de psicoeducación cuando se abordan temas sensibles con responsabilidad. Por otro lado, la espectacularización del conflicto y la recompensa intermitente de la polémica tienden a reforzar estilos cognitivos dicotómicos (amigo/enemigo), baja tolerancia a la frustración y búsqueda de estimulación creciente, condiciones que erosionan la deliberación democrática y agravan vulnerabilidades individuales—desde la rumiación ansiosa hasta la dependencia afectiva del feed emocional. La disociación cognitiva que sostiene la maquinaria—la separación operativa entre “lo que digo que valoro” y “lo que hago para ser visible”—puede volverse un hábito social, con “costos ocultos” en confianza, empatía y cooperación. Si a ello se suma la lógica de identidad de grupo gatillada por audiencias polarizadas—donde la pertenencia define más que la evidencia—el resultado es una conversación pública que premia el alineamiento y castiga la complejidad (Tajfel y Turner, 1979; Gerbner et al., 2002).

Nada de esto condena a La Casa de Alofoke a la trivialidad. Por el contrario, reconoce su potencia y señala su encrucijada ética. Un diseño editorial que haga explícitos los conflictos de interés y las reglas del juego, que desacople rating de agresividad y que establezca incentivos a la verificación factual, podría convertir el formato en una plataforma de alfabetización cívica y emocional. La clave no es “esterilizar” el conflicto—motor de la política y de la innovación cultural—sino tramitarlo con arquitectura de contención, en tiempos para contraste, derecho a réplica informado, segmentación de opinión y evidencia, y protocolos para conversaciones de alto voltaje emocional. Esa ingeniería de la conversación no sofoca la espontaneidad; la encausa. También permitiría nombrar, sin eufemismos, la tensión constitutiva del espectáculo; esto es, que la búsqueda de verdad rara vez coincide con la maximización del estímulo, y que hacer convivir ambas exige decisiones conscientes sobre qué recompensar en el propio formato. En una cultura saturada de ruido, la verdadera disrupción podría ser la precisión: elevar el estándar de prueba, premiar la consistencia entre valores y prácticas, y transformar la visibilidad en responsabilidad. Si La Casa de Alofoke decide ese giro, no perderá magnetismo; lo convertirá en impacto.

En última instancia, La Casa de Alofoke desnuda la paradoja de nuestra época: buscamos autenticidad en escenarios que se alimentan de la representación, y anhelamos diálogo en un formato que prospera en la confrontación. Ese desajuste no es menor; toca la médula de nuestra vida psíquica y colectiva. La disociación entre lo que se muestra y lo que se es refleja una fractura más amplia, y es la que existe entre la necesidad humana de verdad y la lógica cultural de la visibilidad.

Si el espectáculo no se transforma en un puente hacia la conciencia crítica, corre el riesgo de convertirse en un espejo deformante que multiplica nuestras contradicciones. Pero si logra encauzar su potencia, puede convertirse en un laboratorio de autoconocimiento social donde, al mirar el conflicto en escena, no solo veamos al otro, sino también las grietas y posibilidades de nuestra propia mente.

Referencias
American Psychiatric Association. (2022). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (5th ed., text rev.). American Psychiatric Publishing.

Bandura, A. (1977). Social Learning Theory. Prentice-Hall.

Berridge, K. C., & Robinson, T. E. (1998). What is the role of dopamine in reward: Hedonic impact, reward learning, or incentive salience? Brain Research Reviews, 28(3), 309–369.

Botvinick, M. M., Cohen, J. D., & Carter, C. S. (2004). Conflict monitoring and anterior cingulate cortex: An update. Trends in Cognitive Sciences, 8(12), 539–546.

Debord, G. (1994). The Society of the Spectacle (D. Nicholson-Smith, Trans.). Zone Books. (Original work published 1967).

Festinger, L. (1957). A Theory of Cognitive Dissonance. Stanford University Press.

Gerbner, G., Gross, L., Morgan, M., & Signorielli, N. (2002).

Growing up with television: Cultivation processes. In J. Bryant & D. Zillmann (Eds.), Media effects (2nd ed., pp. 43–67). Lawrence Erlbaum.

Holmes, E. A., Brown, R. J., Mansell, W., et al. (2005). Are there two qualitatively distinct forms of dissociation? A review and some clinical implications. Clinical Psychology Review, 25(1), 1–23.

LeDoux, J. (1996). The Emotional Brain. Simon & Schuster.
Schultz, W., Dayan, P., & Montague, P. R. (1997). A neural substrate of prediction and reward. Science, 275(5306), 1593–1599.

Shenhav, A., Botvinick, M. M., & Cohen, J. D. (2013). The expected value of control: An integrative theory of anterior cingulate cortex function. Neuron, 79(2), 217–240.

Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative theory of intergroup conflict. In W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The Social Psychology of Intergroup Relations (pp. 33–47). Brooks/Cole.

Pedro Ramírez Slaibe

Médico

Dr. Pedro Ramírez Slaibe Médico Especialista en Medicina Familiar y en Gerencia de Servicios de Salud, docente, consultor en salud y seguridad social y en evaluación de tecnologías sanitarias.

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