Es muy difícil no sentirse parcialmente huérfano tras la desaparición física de José Rafael Lantigua. Uno, como individuo y como escritor-lector se siente sobrepasado de orfandad. Su impronta es tan profunda como el vacío generado por su repentina ausencia.
Queda el testimonio de cientos de realizaciones suyas en el orden cultural, acciones con resultados que conocen todos pero que algunos –los menos, los minúsculos, enroscados en su propia sierpe de mezquindad y reos del síndrome de Procusto–, han preferido obviar. Ejecutorias que bastarían para que ríos de tinta se derramaran por el espacio impreso y las pantallas, allende la isla y hasta su patria chica, haciéndolas constar. Consigno sólo un par de ellas: Lantigua es el fundador de la Feria Internacional del Libro (en 1997) y del Festival Internacional de Poesía Santo Domingo (en 2007). Las versiones subsiguientes de la FIL y hasta la actualidad han padecido reajustes, pésimos y positivos, pero el esqueleto original, la concepción primaria, continúa como su base vigente. Y la Semana Internacional de la Poesía tiene como matriz el FIP creado por él, es su criatura.
Tan volcánica era su incubación de ideas novedosas, tan fecunda su riada creativa, que incluso generó iniciativas que parecían, en su momento y para siempre, capitales, imperiosas, necesarias, y que sin embargo serían descontinuadas o pálidamente sostenidas en otras gestiones, perdiendo el país cultural impulso, volviendo a crecer maleza en suelo arado. Podría citar algunas, aunque parecen innumerables. Me limito en este escrito al Sistema Nacional de Creadores (Sinacrea) –bajo el cual se erogaría un aporte mensual para que jóvenes escritores escribieran obras en diferentes géneros literarios, pero que sólo se llevó a cabo en un año, y los libros resultantes fueron pulcramente publicados–; la firma de un acuerdo con la Universidad de Salamanca para la creación de la Cátedra Pedro Henríquez Ureña es otro ejemplo característico –abandonado en el camino y razonablemente retomado por la actual dirección de la Biblioteca Nacional, a cuyo frente se encuentra el escritor Rafael Peralta Romero–; la Librería de Cultura –cerradas sus puertas, deshecho su inventario– y el Sistema Nacional de Escuelas Libres, joya de la corona en su momento y más tarde una entelequia. También la Ley del Libro y la Lectura, caída en la obsolescencia por obra y gracia de la desidia y la negligencia, que pide a gritos una actualización. En su gestión, cómo olvidarlo, se crearon el Comisionado Dominicano de Cultura en los Estados Unidos y la dirección de Folklore; y adquirieron independencia la Dirección General de Cine, el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña.
Por otro lado, conformó toda una escuela de gestores culturales, de la cual se carecía. Ello sin soslayar el capital humano que antes se había formado en la práctica desde el laboratorio que fuera el Consejo Presidencial de Cultura hasta los primeros cuatro años de la Secretaría. Con un equipo de gente enérgica y comprometida, inoculó con savia vigorosa los talleres literarios, las escuelas de Bellas Artes, el libro y la lectura, las sinfónicas, la cultura barrial, las ediciones de libros y revistas, las ferias del libro y los carnavales, las casas de cultura, los museos, las direcciones provinciales de cultura, en fin: convocó y congregó un grupo de mujeres y hombres que hoy componen toda una generación de técnicos y gerentes de considerable crédito, formada incluso a nivel de seminarios, diplomados y estudios de postgrado en las Industrias Culturales y Creativas (ICC), bibliotecología, aplicación a la cultura de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) y Economía Naranja. Un discipulado involuntario, sea dicho sin ambages, dado que no le interesaba hacer escuela o acumular adeptos.
No obstante, hay otra faz de José Rafael Lantigua (la personal, humana, solidaria, amical) que es imposible vadear, ya que era además la más constable. Él era ese tipo de individuos que parecía entenderlo y comprenderlo (que no es lo mismo) todo, desde la enjundia teórica del Centro regional para el fomento del libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc) y de la Comisión Nacional Dominicana para la UNESCO (CNDU) hasta las cuitas particulares de la cultura en municipios y provincias. Responsable en activo, se desplazaba al lugar que fuera, a sudar con todos, con la camisa arremangada. Comandante, pero al tiempo combatiente. Además, antes de todo lo hasta aquí escrito, Lantigua era el lector y analista por excelencia de cuanto se publicara (en el país y en el extranjero), ejerciendo un periodismo cultural sin parangón, visible en los sumarios de los siete tomos de Espacios y resonancias, Premio Nacional Feria del Libro Eduardo León Jimenes 2016.
En lo que a mí respecta, como en la canción aquella “me va faltando un pedazo”, por haber perdido un padre literario. Él fue quien escribió mi primera crítica: se hizo (no sé cómo) con mi primer libro publicado (El oscuro semejante, 1989) y lo reseñó en su suplemento Biblioteca, que entonces salía en el vespertino Última Hora, argumentando que yo era “un poeta auténtico” autor “de una poesía tejida con gran aliento y vigorosidad”. Todo poeta bisoño sabe lo que significa un respaldo de tal magnitud escoltando su camino.
Fue magnánimo con su amistad, que empezó entonces y que se prolongó por 35 años hasta este día aciago. Amistad que hizo extensa a toda mi familia, distinguiéndome también como amigo de la suya. Me abrió las puertas de su despacho y de su hogar, al convertirme en director de la Editora Nacional y en contertulio asiduo en su intimidad. Apoyó las ediciones de libros míos en Argentina y México, pero además fui uno de varios beneficiados con becas para cursar la primera Maestría en la Gestión de las Industrias Culturales y Creativas en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Yo le dediqué mi tesis de graduación, y ripostó dedicándome un poema de su libro La fatiga invocada (2015). Solía obsequiarme libros constantemente, el último de los cuales fue El infinito en un junco de Irene Vallejo, en el mismo año en que se publicó, y que se convertiría en mi lectura estacionaria del toque de queda del “quédate en casa” durante la pandemia.
Me encargó la edición de cuatro de sus libros, siendo él un veterano en esas lides, y me pidió presentarle otros dos: Venir con cuentos (2012) y Territorio de espejos (2013). Cómodo con mi trabajo, me recomendó para colaborar con el Diccionario Cultural Dominicano y para ejecutar el proyecto de la publicación de las obras completas de Pedro Peix. ¿Cómo borrar el honor que me concedió al dedicarme un día y una calle de la Feria Internacional del Libro 2011, para lo cual trajo a mi madre desde Nueva York? ¿Qué muestra de mayor confianza cuando me asignó hacerme cargo del poeta premio Nobel Derek Walcott durante su visita en 2008? También por obra suya formé parte de la Comisión Nacional para el Fomento del Libro y la Lectura que originó la Ley del Libro y Bibliotecas. Una de sus últimas valoraciones fue incluirme en el nuevo Consejo de Redacción de la revista Global, cuando empezó a dirigirla en 2021. Antes de fallecer, me dijo, preparaba algún tipo de ensayo sobre mi poesía que ya no podrá ser.
En su último mensaje me envió una foto de su esposa con libros en la Feria de Madrid, desde donde seguirían una ruta europea. Yo esperaba ansiosamente su regreso para contarle un descubrimiento que acababa de hacer: di por fin con la fuente donde José Manuel Caballero Bonald se expresa de manera destemplada sobre cierto matiz de la personalidad de Antonio Fernández Spencer en el Madrid de los 50. Yo le había referido años antes la anécdota a Lantigua, sin tener entonces el dato exacto a mano. Al regresar ya enfermo y dejar de responder mensajes y luego fallecer, el dato se ha quedado en mis archivos.
Yo lo vi olvidar agravios, erigirse con firmeza ante alguna insensatez, perdonar, bailar merengue con doña Miguelina, improvisar discursos de alto vuelo en vivo, catar un vino excelso y comer yuca mocana, ironizar, hacer un chiste, tararear una canción antigua, emocionarse por un poema, preocuparse por el bienestar de sus cercanos, “volverse loco” por un libro.
Por eso escribo estas palabras, las lea quien las lea, o solo las lea yo. Las escribo para él. Para sentirnos menos solos.
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