La corrupción administrativa no solo implica el desvío ilícito de recursos públicos; afecta de manera profunda el prestigio, la autoridad y la legitimidad del Estado como institución. Su impacto, por tanto, excede el ámbito patrimonial: compromete valores esenciales del orden democrático, como la legalidad, la transparencia, la igualdad ante la ley y la eficiencia en la gestión pública. La afectación de estos principios genera un daño moral estructural y simbólico, que justifica plenamente su reconocimiento jurídico y su correspondiente resarcimiento económico.
En el derecho contemporáneo, no existe discusión sobre la legitimidad de que las personas jurídicas —incluido el Estado— sean titulares del derecho a recibir indemnización por daños morales. Este tipo de daño, de naturaleza extrapatrimonial, se manifiesta en la afectación de bienes jurídicos intangibles como la reputación, el buen nombre, la imagen institucional y la confianza pública. La Suprema Corte de Justicia de la República Dominicana ha afirmado que estos valores son plenamente protegibles cuando son vulnerados por actos delictivos:
“…la concepción de daño moral es más amplia, y es preciso reconocer la creciente tendencia, tanto de la doctrina como de la jurisprudencia, a admitir que dicho concepto es también aplicable a las personas jurídicas […], como consecuencia del atentado infligido […] se ven vulnerados valores que les son propios, como la dignidad, el honor, la reputación, el buen nombre, la imagen, el libre desarrollo, la libre competencia […]” (SCJ, jurisprudencia reiterada).
Bajo esta lógica, el Estado, en tanto persona moral por excelencia, debe gozar de la misma protección. Cuando su imagen, confianza institucional o autoridad son menoscabadas por la corrupción, se activa su derecho a ser plenamente reparado.
Esta posición tiene respaldo firme en el derecho comparado. En Francia, la Sala Penal del Tribunal de Casación ha sostenido —sentencia Crim., 10 mars 2004, n° 02-85.285— que el Estado tiene derecho a reclamar una indemnización por los daños morales derivados de delitos como el tráfico de influencias o el favoritismo cometidos por sus propios funcionarios, pues estos actos desprestigian el servicio público, debilitan la autoridad estatal y causan un daño directo. El Tribunal Supremo de Italia ha emitido fallos en igual sentido, reconociendo la existencia de un daño extrapatrimonial al Estado como consecuencia de actos de corrupción.
En América Latina, Costa Rica ha desarrollado una sólida práctica judicial en torno al llamado “daño social”, generado por actos de corrupción que afectan el “honor objetivo” y la imagen de las instituciones públicas. Esta línea jurisprudencial ha dado lugar a la imposición de indemnizaciones millonarias a favor del Estado, en reconocimiento de los perjuicios simbólicos y reputacionales causados.
La República Dominicana ha comenzado a transitar este camino. En la Sentencia núm. 249-04-2023-SSEN-00027, emitida por la Segundo Tribunal Colegiado De La Cámara Penal Del Juzgado De Primera Instancia Del Distrito Nacional, se reconoció expresamente que la imagen institucional y la credibilidad del Estado son bienes jurídicos protegidos que pueden ser lesionados, y cuya reparación debe formar parte de la respuesta judicial.
Múltiples organizaciones internacionales promueven la recuperación del patrimonio público en favor de los Estados afectados por la corrupción, incentivando la adopción de políticas estatales orientadas a restituir los bienes desviados por funcionarios corruptos. En ese mismo sentido, impulsan una recuperación integral, que no se limite a la devolución de lo sustraído, sino que incluya también la indemnización por los daños extrapatrimoniales que la corrupción causa a la sociedad, en cumplimiento de los compromisos asumidos mediante convenciones internacionales. En esa misma línea, el Comité de Expertos del Mecanismo de Seguimiento de la Convención Interamericana contra la Corrupción (MESICIC), en su informe sobre la República Dominicana (2017), observó que no se presentaban datos estadísticos sobre la recuperación patrimonial ni sobre las sanciones civiles impuestas por daño al Estado, por lo que recomendó fortalecer estos mecanismos de restitución.
El fundamento ético-jurídico de esta reparación se conecta con el principio de justicia restaurativa: el restablecimiento del orden jurídico lesionado y de la confianza pública. Como lo explica Manuel Atienza, los ciudadanos obedecen el derecho no solo por miedo a la sanción, sino porque lo perciben como legítimo. En ese sentido, un Estado que no responde adecuadamente al agravio institucional que representa la corrupción pierde autoridad moral, tanto interna como internacionalmente.
Además, la corrupción administrativa tiene efectos concretos sobre la moral tributaria. El ciudadano que percibe que sus impuestos son objeto de apropiación ilícita tiende a resistirse al cumplimiento de sus deberes fiscales, aun cuando existan mecanismos coercitivos. Esta pérdida de legitimidad fiscal representa un perjuicio institucional directo, que acentúa la necesidad de una respuesta que incluya el resarcimiento moral.
En definitiva, es jurídicamente correcto y éticamente inaplazable que el Estado dominicano sea reparado de forma integral por los daños que le ocasiona la corrupción. Esta reparación no debe limitarse a la restitución de los bienes sustraídos ni al castigo penal de los culpables, sino que debe abarcar también la afectación extrapatrimonial sufrida. Reconocer y exigir la indemnización por daño moral al Estado constituye un paso fundamental hacia la consolidación de un régimen jurídico verdaderamente restaurador, capaz de proteger la confianza pública, preservar el prestigio institucional y afirmar la supremacía del interés general sobre el interés corrupto.
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