“Más vale prevenir que lamentar” – sabio dicho popular.
En nuestro país se ha consolidado una preocupante tendencia: ciudadanos que actúan según su propio criterio y responsabilidad, sin que medie supervisión técnica ni control efectivo de las autoridades. Es frecuente ver cómo, ante la ausencia de fiscalización estatal, se añaden pisos a viviendas y edificios sin respetar las normativas, debilitando seriamente la integridad estructural. A esto se suma la instalación irregular de equipos en techos y azoteas —plantas eléctricas, tinacos, compresores de aire acondicionado— que agravan el riesgo en edificaciones no diseñadas para soportar tales cargas.
Estas intervenciones, realizadas sin aprobación oficial ni análisis estructural riguroso alguno, elevan el peligro de colapso catastrófico en decenas miles de construcciones. La acumulación de modificaciones no reguladas compromete la seguridad colectiva, especialmente ante eventos sísmicos o fenómenos naturales extremos.
Aunque no seamos expertos, desde la escuela sabemos que la seguridad de una estructura depende de factores clave: diseño, construcción, inspección y mantenimiento. Estos factores representan un desafío que es relativamente más complejo cuando se trata de espacios destinados al esparcimiento. Ellos demandan una planificación meticulosa para evitar accidentes absolutamente predecibles.
Las naciones organizadas cuentan con códigos técnicos —propios o basados en estándares internacionales— que exigen parámetros claros de seguridad, resistencia y durabilidad. Establecimientos de alta concurrencia, como la discoteca Jet Set, deben cumplir no solo con estos requisitos, sino también con normas específicas sobre accesos, salidas de emergencia, sistemas contra incendios y capacidad de soportar cargas dinámicas.
¿Es posible lograr todo esto sin un cuerpo técnico de inspectores e ingenieros del Estado que supervise, con transparencia, la idoneidad estructural —incluida la sismorresistencia— mediante estudios y revisiones periódicas?
Todo indica que no. La inacción de los profesionales responsables en el terreno evidencia una grave falla en nuestro sistema de protección de infraestructuras. Rara vez se exhibe la documentación oficial que certifique la aprobación de nuevos proyectos, ni se encuentran pruebas de inspecciones técnicas rigurosas, ya sea en obras en curso, finalizadas o antiguas. Esta omisión sistemática siembra dudas legítimas sobre la existencia, autenticidad y rigor de los imperativos estudios de impacto estructural, así como del cumplimiento de otros requisitos que están llamados a establecer la idoneidad funcional de la obra en cuestión.
El caso Jet Set, escenario de una tragedia que ha estremecido a la sociedad dominicana, plantea una pregunta ineludible: ¿hubo inspecciones periódicas y certificaciones de conformidad que pudieron haber evitado este infausto desenlace? Todo apunta a que no. La ausencia de controles efectivos y de evaluaciones técnicas rigurosas parecen haber sido la causa principal del colapso. Y en cuanto a los estudios ordenados después del hecho solo tendrán valor si el Estado garantiza la existencia de cuerpos de reguladores altamente calificados, independientes y a prueba de corrupción. Queda por ver qué se hará con los resultados: ¿servirán como consuelo para las familias devastadas? ¿O marcarán, por fin, el inicio de una nueva etapa de regulación firme, transparente e insobornable?
No se debe olvidar que el lugar ya había sufrido un incendio en 2023, lo que debió haber motivado una evaluación integral de su estructura, considerando tanto las cargas muertas (peso propio de la construcción) como las cargas vivas (peso de las personas y equipos). Muchos sugirieron en esa ocasión que lo correcto en ese momento era demoler el edificio, pero una decisión de tal magnitud requería un análisis técnico multidisciplinario que valorara el daño estructural, los costos de reparación, la viabilidad económica, el cumplimiento normativo y la proyección de uso del inmueble. Nada de esto se hizo. En vez de afrontar el problema a fondo, se optó silenciosamente por reparaciones cosméticas que evitaran gastos mayores, dejando en pie una estructura con fallas visibles y riesgos latentes.
¿Existe algún documento que respalde los márgenes de seguridad estructural o los cálculos técnicos que justificaran la permanencia del techo que terminó matando a más de doscientas personas? Lo dudamos. La falta de regulación parece haber llevado al propietario a escoger el camino más corto: resolver con remiendos, sin asesoría experta.
Si llegara a comprobarse que se le propuso un plan de reforzamiento estructural que fue ignorado, la responsabilidad sería aún más grave. Tal propuesta, de existir, seguramente estaría considerando cuidadosamente los materiales, las uniones críticas entre columnas y vigas, y el impacto de equipos instalados en el techo —autogeneradores, compresores, sistemas de agua— sobre la estructura general.
Lo cierto es que el colapso fue consecuencia directa de la ausencia de garantías técnicas. El edificio colapsó no por un evento inesperado ni tampoco podría ser la encarnación de un mensaje apocalíptico de dios alguno. Es el resultado mortífero de la negligencia acumulada, validada por el silencio de las autoridades y la apatía de todos nosotros. Porque, si bien el propietario tiene su cuota de responsabilidad, también la tiene el Estado que no regula, y la sociedad que no exige.
¿No resultaría insólito que el propietario de Jet Set —empresario exitoso en EE.UU., donde las leyes se cumplen— alegue desconocimiento de las normativas estructurales más básicas? ¿Cómo pudo pasar por alto él o sus representantes que en un local de alta concurrencia, la falta de anclajes y barreras de seguridad es absolutamente inaceptable? Repetimos: no fue el azar ni una mano invisible la causa de este desastre. Fue la falta de voluntad de invertir en seguridad y la omisión de medidas técnicas oportunas. Fue, en definitiva, un crimen estructural que pudo evitarse.
Lo más inquietante es que la situación previa al desastre de la discoteca Jet Set no constituye un caso aislado. Esta trágica experiencia representa, en realidad, solo la punta del iceberg de una cultura generalizada de incumplimientos normativos en todos los ámbitos de la vida social moderna en la República Dominicana. Este patrón de irresponsabilidad y desprecio por las reglas, tanto de parte de ciertos empresarios como del propio Estado, ante la indiferencia cómplice de todos nosotros, condena a espacios como Jet Set a un aciago destino irreversible.
Ojalá esta tragedia marque un antes y un después. Que impulse una nueva cultura de responsabilidad, de transparencia en la aprobación de proyectos, de supervisión real y cumplimiento firme de la ley. Y que nunca más tengamos que lamentar muertes eludibles bajo techos que ceden por culpa de la negligencia.
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