La cuestión de cuándo comienza verdaderamente a fraguarse la colonia de Saint-Domingue no es un mero problema cronológico, sino un asunto de interpretación histórica y, en no pocos casos, de intención doctrinal. Conviene, pues, deslindar con rigor lo que fue presencia ocasional, ocupación irregular y colonia propiamente dicha, categorías que algunos tratadistas han confundido deliberadamente.
Sostener que Saint-Domingue nace en 1640 equivale a proyectar retrospectivamente una realidad del siglo XVIII sobre un siglo XVII que carecía de los elementos esenciales de una colonia. En torno a esa fecha, lo que existe es La Tortuga, enclave inestable, disputado, desalojado repetidas veces por los gobernadores de Santo Domingo y jamás incorporado de modo legítimo al cuerpo territorial francés. La Tortuga —por geografía, por derecho y por historia— pertenecía a la jurisdicción de La Española, y su ocupación por franceses fue siempre oficiosa, precaria y parasitaria, sostenida más por la debilidad defensiva española que por un designio colonial coherente de Francia.
Ni Le Vasseur primero, ni después Bertrand d’Ogeron o el señor de Poincy, representan aún la existencia de Saint-Domingue. Son gobernadores de un refugio de bucaneros, de corsarios y contrabandistas, no administradores de una colonia estructurada. Durante la época de Ogeron y Poincy no hay todavía un sistema agrario sólido, ni una población estable significativa, ni una importación masiva de esclavos africanos, ni —lo que es decisivo— un reconocimiento jurídico internacional del dominio francés sobre la parte occidental de la Española. Hablar aquí de Saint-Domingue es confundir la madriguera del corsario con la colonia del plantador.
Es precisamente el Tratado de Ryswick de 1697 el que marca la verdadera frontera histórica. En ese acuerdo, España, exhausta por décadas de guerras europeas y abandonos americanos, reconoce de facto la presencia francesa en la parte occidental de la isla. A partir de ese momento, la ocupación deja de ser una intrusión tolerada y se convierte en posesión aceptada, aunque nacida de la debilidad española más que de la fuerza francesa. Solo entonces puede hablarse, con propiedad, del comienzo de Saint-Domingue como entidad colonial.
En este punto emerge con claridad la figura de Jean-Baptiste Ducasse, verdadero padre de la colonia. Su nombramiento en 1691, tras el desastre de la batalla de Limonade, aun antes del reconocimiento formal de Ryswick, señala el tránsito entre dos épocas: de la dispersión corsaria a la organización colonial. Ducasse no fue un simple gobernador local, sino un hombre de sistema. Como jefe de la Compañía del Senegal, comprendió que el porvenir de Saint-Domingue no residía en el saqueo ni en el contrabando, sino en la implantación metódica de la economía de plantación, sostenida por la importación masiva de esclavos africanos.
Bajo su impulso —y ya plenamente en el siglo XVIII— Saint-Domingue comienza a adquirir sus rasgos definitorios: crecimiento demográfico acelerado, expansión del azúcar, articulación del comercio atlántico y subordinación total del territorio a una lógica económica esclavista. Nada de esto existía en el siglo XVII, donde el número de esclavos apenas alcanzaba los nueve mil y la vida colonial carecía de cohesión y continuidad.
Así, afirmar que Saint-Domingue comienza en 1640, como acontece en tantos manuales haitianos, no es solo un error histórico, sino una construcción retrospectiva que busca otorgar una antigüedad colonial que los hechos desmienten. La colonia no se fragua en La Tortuga, ni en la época de Ogeron y Poincy, ni en la piratería tolerada, sino tras Ryswick, cuando la ocupación se vuelve legal, el proyecto se vuelve económico y el gobierno se vuelve sistemático. Y en ese proceso, el nombre de Jean-Baptiste Ducasse se impone como el verdadero artífice de la colonia que, solo en el siglo XVIII, alcanzará su plenitud y su tragedia.
Las relaciones entre Luis XIV de Francia y Felipe V de España eran complejas y estaban marcadas por una combinación de intereses dinásticos, estrategias políticas y alianzas matrimoniales. Felipe V, nieto de Luis XIV, ascendió al trono español en 1700, lo que marcó el inicio de la dinastía borbónica en España. Esta conexión familiar fue crucial para facilitar negociaciones y acuerdos entre los dos reinos.
El Tratado de Ryswick, firmado en 1697, fue el resultado de una serie de negociaciones que pusieron fin a la Guerra de los Nueve Años (1688-1697). Aunque este tratado se firmó antes de que Felipe V ascendiera al trono español, sentó las bases para la cooperación entre Francia y España. Luis XIV, abuelo de Felipe V, tenía un interés personal en asegurar que su nieto heredara el trono español, lo que finalmente sucedió en 1700 con la muerte de Carlos II de España, el último monarca de la dinastía Habsburgo española.
En ese tratado se reconoció oficialmente la soberanía francesa sobre el oeste de La Española (Saint-Domingue), lo que fue un logro significativo para Francia y para Jean-Baptiste Du Casse, quien había trabajado arduamente para consolidar la presencia francesa en las Antillas. La relación entre Luis XIV y Felipe V facilitó este reconocimiento, ya que ambos monarcas compartían intereses comunes en la expansión y consolidación de sus imperios.
Du Casse y la redención de Saint-Domingue
En los días sombríos de 1691, cuando los españoles, con la ferocidad de quienes defienden una tierra que consideraban propia, habían barrido con la flor y nata de los colonos franceses, unos 400 individuos, yacía con ellos el gobernador Tarin de Cussy, y así desapareció el orden que ya de por sí era frágil. La colonia, sumida en el caos y la soledad, parecía condenada a desaparecer, devorada por la selva y el olvido. Pero fue entonces cuando llegó Jean-Baptiste Du Casse. No era un hombre que se amedrentara ante el desastre. Cuando la noticia de su nombramiento como gobernador llegó a sus oídos, no se sorprendió. Sabía que el caos era, en realidad, una oportunidad disfrazada. Y así, con la determinación de quien ve más allá de las ruinas, asumió el mando. No hubo tiempo para lamentos ni para la indecisión. Con mano de hierro y una visión clara, se dedicó a restaurar lo que la guerra había destrozado. Fortificó Port-de-Paix, no solo como un puerto, sino como un símbolo de que Francia no abandonaría su sueño antillano. En cuanto a los filibusteros —aquellos lobos de mar que hasta entonces habían sido una plaga para las coronas europeas—, fueron convertidos en instrumentos de la voluntad real. Para sustentar su visión, necesitaba una economía que sentara los cimientos de una colonia próspera; impulsó el ciclo azucarero y el comercio de esclavos, sentando las bases de lo que pronto sería la colonia más rica del Caribe. Los filibusteros, ahora bajo su mando, dejaron de ser una amenaza para convertirse en una fuerza que aseguraría la supervivencia y el crecimiento de Saint-Domingue. En menos de tres años, la colonia que había estado al borde del abismo se erguía nuevamente, no solo viable, sino próspera.
Sin embargo, su mayor triunfo no sería solo la restauración de una colonia moribunda, sino su capacidad para tejer alianzas donde otros solo veían enemigos. Cultivó la lealtad del Consejo Soberano y, en un gesto de astucia diplomática, estableció relaciones con los oficiales españoles, esos mismos que poco antes habían masacrado a sus compatriotas. Du Casse entendía que la guerra no se ganaba solo con espadas, sino con estrategias que trascendían el campo de batalla.
Como gobernador de Saint-Domingue (1691-1703), su figura adquiere dimensiones de arquitecto colonial. Allí, entre los restos de la piratería y la emergencia del ciclo azucarero, transformó una turba de filibusteros en un cuerpo defensivo y productivo, haciendo de la parte occidental de La Española el pulmón económico de Francia en las Antillas.
La vida de Jean Baptiste Du Casse es como una novela de aventura. Nacido en 1650 como plebeyo, y para mayor inri como hugonote, hijo de un carnicero de Pau, superaría todas las barreras para transformarse en uno de los hombres más poderosos del Atlántico. Comenzó muy modestamente como tenedor de libros en un barco de la compañía de las Indias. Se dedicó al corso, a la piratería con licencia del rey; en 1667 fue director de la compañía del Senegal, vendía cada año 2000 esclavos en las Antillas. Se apoderó del puerto holandés de Arguin y se apoderó, posteriormente, de la isla de Goree. Se casó con Marthe Baudry; tanto él como la esposa abjuraron de su fe calvinista y se hicieron católicos de capa y espada. En 1691, tras la muerte de Tarin de Cussy, heredó una colonia en ruinas, un lugar donde los habitantes habían puesto los pies en polvorosa.
En ese momento no recibe una colonia. No puede con los filibusteros y decide incorporarlos a la Corona. Transformó a los hermanos de la costa como un ejército privado al servicio de la Corona y fomentó la agricultura. Para lograr sus objetivos le hacían falta tres cosas: capital, infraestructura y mano de obra. Y esto lo lograría con la expedición francesa a Jamaica en 1694. La toma de Jamaica no fue una victoria total, pero se llevó todas las instalaciones completas de 50 ingenios de azúcar, pieza por pieza, y se apoderó, además, de 3000 esclavos como mano de obra para poner en marcha su plan económico, el famoso ciclo del azúcar. De la noche a la mañana tiene la tecnología y la mano de obra. En lo que toca al capital, en 1697, dio el golpe de gracia, con su ejército de los antiguos hermanos de la costa, asaltó a una flota filibustera en Cartagena de Indias; la operación le proporcionó un botín legendario, con 1,4 millones de libras; logró con esta inyección de capital el despegue definitivo de Saint Domingue. En 1699, hizo una visita de inspección a La Tortuga; quedaban allí unas 70 personas, no tenía ya valor estratégico alguno. Du Casse ordena su evacuación inmediata y con ese gesto se le pone punto final a la piratería romántica, para dar paso a la plantación industrial promovida por el Estado. De estas pesebreras surgiría la colonia más rica del continente en el siglo XVIII: Saint-Domingue
Y así, con cada decisión, con cada victoria, Du Casse no solo salvó a Saint-Domingue de la ruina, sino que la transformó en el corazón palpitante del imperio colonial francés. Su carrera fue un testimonio de cómo la voluntad de un hombre puede cambiar el curso de la historia. Cuando en 1714, ya anciano y cargado de honores —Capitán General de las Armadas Navales de España, caballero del Toisón de Oro, Teniente General de las Armadas Francesas—, comandó por última vez las flotas de Francia y España en el asedio de Barcelona, no era solo un almirante quien dirigía la batalla. Era el eco de un plebeyo que había desafiado al destino, que había convertido el caos en orden y la derrota en triunfo.
Los servicios de Du Casse a la Corona de España
La guerra consumía recursos como un fuego devorador, y el oro de las Indias era el oxígeno que mantenía viva la resistencia borbónica. Du Casse, con la experiencia de un corsario y la mente de un estratega, se convirtió en el guardián de ese tesoro. En agosto de 1708, al mando de una escuadra, llevó la flota de plata intacta al puerto de Los Pasajes, con nueve millones de piastras —equivalentes a 30 millones de libras—, un botín que se dispersó en el abismo de las necesidades militares. Pero su genio no se detuvo allí. En 1712, con una maniobra audaz y rápida, evadió la vigilancia inglesa para traer a Madrid entre ocho y diez millones de piastras más. Este dinero no era solo metal precioso; era la sangre que mantenía latiendo el corazón del esfuerzo bélico de las Dos Coronas.
Pero su contribución financiera no se limitó al transporte de riquezas. Antes de que la guerra estallara, Du Casse ya había sentado las bases de una alianza que cambiaría el curso de la historia. Negoció el Asiento de negros, arrebatando a los portugueses el monopolio de la trata de esclavos en las colonias españolas y asegurando para Francia y España un flujo constante de recursos y mano de obra. Este acuerdo, firmado en 1701, no solo enriqueció a la Compañía Real de Guinea, sino que también garantizó que los reyes de Francia y España, cada uno con el 25% de las acciones, tuvieran un interés directo en el comercio más lucrativo del momento. Fue un movimiento maestro que afianzó la alianza entre Versalles y Madrid y proporcionó a los Borbones una ventaja estratégica crucial.
Felipe V, reconociendo que Du Casse había hecho más que cualquier otro por la causa borbónica, lo condecoró con la Orden del Toisón de Oro, un honor que lo dispensó de probar su nobleza. Era un reconocimiento sin precedentes para un hombre que había nacido entre el humo de las carnicerías de Pau. Pero Du Casse no necesitaba títulos para probar su grandeza. Su legado estaba escrito en las bodegas de los galeones que trajeron el oro de las Indias, en los cañones que rugieron en Santa Marta y en las estrategias que aseguraron el futuro de un imperio. Jean-Baptiste Du Casse fue, en esencia, el hombre que mantuvo a flote el barco de los Borbones en medio de la tormenta. Su vida fue un testimonio de que, en las manos correctas, incluso el más humilde de los orígenes puede convertirse en la base de una leyenda, la del artífice y forjador de la colonia más próspera del continente.
Referencias bibliográficas
- Du Casse, JB (sf). Voyage en Guinée de JB DUCASSE [Archiv PDF].
- Escuela Gastón Febus. (sf). Santo Domingo, el Dorado de los Gascones.
- MARIE-GALANTE, TIERRA DE HISTORIA(S). (sf). Trata de esclavos y tratantes de esclavos.
- Wikiwand. (sf). Santo Domingo (colonia francesa).
- Documento base: jean baptiste ducasse.docx (Resumen biográfico y analítico de 12 fuentes sobre la vida de Jean Baptiste du Casse).
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