Las treintaicinco obras conservadas de Jan Vermeer de Delft han sido objeto de admiración desde que fueron redescubiertas a mediados del siglo XIX. Cada una de ellas se volvió un tesoro apreciado por su belleza y el halo de misterio que las rodea. Sin embargo, también han despertado obsesiones y codicia. Escasos, de pequeño formato, fáciles de esconder y con un valor exorbitante, los Vermeer se han convertido en un botín irresistible para todo tipo de estafadores.

La noche del 18 de marzo de 1990 dos hombres disfrazados de policías tocaron la puerta del Isabella Stewart Gardner Museum en Boston. En cuestión de minutos, inmovilizaron los guardias y arrancaron de sus marcos trece obras, entre ellas un Vermeer y un Rembrandt. Los marcos vacíos quedaron como testigos silenciosos de un crimen sin resolver hasta la fecha. El Concierto de Vermeer se considera la obra más valiosa sin recuperar, con un valor estimado de 250 millones de dólares.
Cuatro años después el museo recibió una carta anónima cuyo autor se ofrecía a mediar para la devolución de las pinturas a cambio de 260 millones de dólares y promesa de inmunidad para él y los ladrones. Más tarde llegó una segunda carta diciendo que si él decidía no continuar las negociaciones, proporcionaría al museo algunas pistas sobre el paradero del botín. Nunca más se supo del asunto. La búsqueda no ha sido detenida oficialmente, pero las esperanzas de recuperar las obras se ponen cada vez más remotas. Es poco probable que en todos estos años los ladrones las hubieran conservado en las condiciones que requiere su extremada fragilidad. Lamentablemente podrían estar en muy mal estado o, incluso, perecidas.
Pero este robo, considerado el más grande de la historia del arte, no fue el único. En 1971 La Carta de amor de la colección del Rijksmuseum prestada para una exposición en el Palacio de Bellas Artes de Bruselas fue recortada de su marco con un pelador de papas por un ladrón que se consideraba a sí mismo como una especie de Robin Hood moderno. Mario Roymans, de 21 años, declaró a los medios de comunicación que devolvería la pintura a cambio de 200 millones de francos belgas, que se entregarían a las víctimas de la hambruna y la guerra en Pakistán Oriental (actual Bangladesh). La policía logró atrapar al ladrón y recuperar el cuadro que estaba en muy mal estado, no sólo por el brutal corte, sino también porque había sido enterrado en un bosque antes de Roymans desenterrarlo y ocultarlo debajo de su cama.

Una dama escribe una carta con su sirvienta fue robada no una, sino dos veces. Primero fue en 1974, junto con otras 18 pinturas, de Russborough House en Irlanda. Los ladrones, entre ellos Rose Dugdale, ligada estrechamente al Ejército Republicano Irlandés (IRA), ataron a los dueños de la casa y en menos de diez minutos huyeron con un botín valorado en 8 millones de libras esterlinas. Aunque el IRA negó cualquier vinculación, se especuló que el rescate exigido se usaría para el apoyo financiero de la organización.

Luego de recuperadas, las mismas obras fueron robadas de nuevo en 1986. El cuadro de Vermeer fue rescatado en Amberes en 1993, durante un intento de venderlo a dos policías encubiertos.
En 1974 su obra Mujer tocando la guitarra fue robada del palacio Kenwood House (Inglaterra). La policía recibió varias demandas anónimas, reclamando a cambio de devolver el cuadro 1.1 millones de dólares en alimentos para donar a la isla de Granada y amenazando con quemarlo si no se cumplía esta demanda. Por suerte, tras recibir una denuncia anónima, la pintura fue encontrada envuelta en periódicos viejos en el cementerio de la iglesia de San Bartolomé el Grande en Londres.
Cada desaparición de un Vermeer arranca una página de la historia del arte y convierte la pérdida en una tragedia cultural. El misterio en muchos casos queda sin resolver: ¿estarán colgados en casa de un coleccionista obseso, o guardados en una bóveda secreta de algún criminal para ser usados como moneda de cambio cuando se presente la ocasión? ¿O tal vez están perdidos para siempre, enterrados y olvidados? Cada desaparición transforma al cuadro en un mito, cada robo añade un capítulo al relato y convierte a Vermeer en un protagonista involuntario de una novela de suspenso.
Las falsificaciones no se quedan atrás. En la primera mitad del siglo XX la fiebre por descubrir “nuevos” Vermeer abrió la puerta a numerosos falsificadores del enigmático pintor de Delft. El más ingenioso y célebre fue Han van Meegeren, un pintor holandés resentido por el poco reconocimiento de su obra. Su venganza fue crear lo más codiciado del momento. Estudió cada pincelada, cada mezcla de pigmentos creando una imitación perfecta, mezcla de talento, astucia y desafío.

Después de varios intentos con los maestros holandeses del siglo XVII van Meegeren descubrió un filón de oro. Durante años realizó una serie de falsos Vermeer, cada vez más convincentes. Pero su genialidad no estaba sólo en hacer copias perfectas, sino en anticipar lo que los historiadores del arte querían encontrar: un supuesto período religioso del pintor perdido a través del tiempo.
Comenzó a estudiar la técnica de Vermeer, a experimentar con pigmentos antiguos a los que añadía productos químicos que simularan envejecimiento. Compraba cuadros de 300 años de antigüedad y eliminaba imágenes originales para poder pintar sobre lienzos genuinos con pinceles de pelo de tejón, los mismos que usaban los maestros del siglo XVII. Una vez terminado el cuadro lo metía en un horno para envejecerlo artificialmente. Así logró engañar a expertos, coleccionistas, museos y críticos. En 1937 el Museo Boijmans de Róterdam compró su Cena de Emaús, cuya autenticidad fue avalada por Abraham Bredius, el experto más respetado de su tiempo, por 520 000 florines y la exhibió con mucho orgullo como la pieza clave de su colección.
Van Meegeren permaneció en la sombra y ya no paró de falsificar. En 1942 Hermann Göring, jefe de las fuerzas aéreas nazis, compró su Cristo y la mujer adúltera por 1.6 millones de florines.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, van Meegeren fue arrestado por colaboracionista y se inició uno de los juicios más surrealistas de la historia. Para evitar la pena de muerte por vender un tesoro nacional al enemigo tuvo que confesar su historial de falsificador. Ante unas autoridades atónitas, detalló con lujo de detalles cómo había elaborado más de una decena de Vermeers. Para probarlo, pintó un cuadro frente a los jueces. De traidor pasó a héroe, de pintor olvidado a protagonista de titulares en el mundo entero. Finalmente, había ganado la batalla contra sus críticos, aunque no de una manera que hubiese querido: fue conocido no por su obra, sino por su engaño.
El juicio había terminado. Fue condenado a un año de cárcel por falsificación y fraude. Murió antes de entrar en prisión a causa de un infarto, como si la vida le hubiese concedido un último favor: no terminar sus días tras las rejas.
Paradójicamente, sus falsificaciones hoy tienen valor propio, se exhiben como testimonios de uno de los engaños más audaces de la historia del arte. En 2026 abrirá sus puertas el museo dedicado a van Meegeren en su ciudad natal, Deventer.
El arte de Vermeer se ha convertido en botín, en moneda de cambio, en objeto de fraude y codicia. Cada robo y cada falsificación son un intento de tocar lo intocable: el instante suspendido, el silencio casi sagrado, el misterio de lo que se oculta tras una cortina entreabierta. Los marcos vacíos de Boston nos recuerdan que, a pesar de todo, Vermeer persiste: oculto, fragmentado, reapareciendo como un espejismo que la historia no logra atrapar del todo. Porque hay obras que, aun desaparecidas, siguen iluminando el mundo con su ausencia.
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