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Vermeer de Delft, La lechera, 1660-1661.

Johannes Vermeer de Delft (1632-1675), conocido como “el maestro de la luz”, tuvo una vida corta y según algunos, poco productiva, sobre todo si la comparamos con la de sus contemporáneos, como Rembrandt, que llegó a crear cerca de trescientos cuadros, o Rubens, a quien le atribuyen más de tres mil.  Vermeer es autor de unas cuarenta pinturas, de las cuales solo treinta y cinco han llegado a nosotros. Incluso, este número es incierto y varía según la fuente, ya que la autoría de algunos ha sido objeto de debates. No solía firmar sus obras y solo una está fechada.

La temática de sus pinturas tampoco es muy variada; sólo dos son paisajes, las demás son pinturas de género, donde reinan personajes femeninos anónimos. Es más, podríamos afirmar que en la mayoría de sus cuadros se representa la misma escena: una mujer frente a una mesa iluminada por la luz lateral de una ventana. Sólo varían algunos detalles, como la ropa que lleva puesta, los objetos que forman la composición, la tarea que está haciendo y la pared del fondo, a veces lisa, a veces decorada con un mapa o un cuadro. Mujeres leyendo cartas, pesando perlas, vertiendo leche, escribiendo una nota, gestos simples elevados a poesía visual. Lejos de lo estruendoso, Vermeer es el pintor de lo silencioso, de lo sereno. Eleva lo cotidiano a la categoría de lo sublime, cada cuadro suyo es la quintaesencia de la intimidad y perfección. Una luz misteriosa le da forma y volumen a cada objeto, las texturas, fruto de miles de pinceladas aplicadas con minuciosa precisión, se reproducen con absoluta ilusión de la realidad. Para conseguirla probablemente recurrió al uso de un dispositivo óptico, la cámara oscura. Consiste en una caja con un lente que proyecta la imagen de lo que se va a pintar en una hoja de papel o un lienzo para trazar las líneas y que permite, además, estudiar los efectos del color, la luz y la sombra. En pleno siglo XVII, Vermeer pinta con la mirada de un fotógrafo. En efecto, sus pinturas parecen instantáneas inmortalizando una mirada, un pensamiento, un momento preciso, como en La vista de Delft, donde el reloj del edificio central marca eternamente las siete y diez.

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Vermeer de Delft, La vista de Delft, 1658-1659

La ejecución de cada una de sus obras le tomaba una enorme cantidad de tiempo. A pesar del tamaño reducido de sus cuadros, tardaba meses o, en algunos casos, más de un año terminarlos. Con este ritmo no podía vivir de la pintura; quizás por ello sus obras transmiten que fueron creadas más por el placer que por la necesidad.

Vermeer nunca salió de su ciudad natal: nació y murió en Delft, una pequeña localidad en Holanda meridional.  Su padre comerciaba textiles y administraba una taberna, donde también vendía cuadros de pintores locales. El joven Johannes decidió seguir con el negocio del arte y, como estipulaban las leyes comerciales de su tiempo, tuvo que pasar por seis años de formación en el taller de algún maestro. A finales del 1653 fue admitido en el gremio de San Lucas como pintor libre.

En abril del mismo año se casó con Catharina Bolnes.  La madre de ésta, una mujer bien acomodada y una católica devota, no estaba muy contenta con la elección de su hija y exigió que su futuro yerno se convirtiera al catolicismo, una religión minoritaria en Países Bajos protestantes. La joven pareja se mudó a la espaciosa casa de la suegra donde pasaron el resto de sus vidas y donde Vermeer instaló su luminoso estudio en el piso superior.  El nuevo hogar estaba lleno de objetos de lujo: alfombras orientales, loza italiana, mapas, instrumentos musicales, que se convirtieron en protagonistas silenciosos de sus cuadros.

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Vermeer de Delft, La joven leyendo una carta, 1657.

Para sostener a su numerosa familia de quince hijos, de los cuales sobrevivieron once, trabajaba como marchante de arte. Pintaba solo por encargo, no más de dos o tres obras al año. Su principal cliente fue Pieter van Ruijven, con quien mantuvo una estrecha relación. Le compró unos veinte cuadros, la mitad de su producción artística y, además, le concedía créditos. Este acuerdo garantizaba a Vermeer cierta estabilidad, pero, aun así, vivió con constantes apuros económicos y a menudo tenía que recurrir a préstamos.

En 1672 Holanda fue invadida por Francia y estalló la Guerra de los Cinco Años, que acabó con el frágil equilibrio de la familia. El artista cayó en una profunda depresión. “Entró en un desánimo tal que en un día pasó de estar sano a estar muerto”, escribió su esposa en una carta a sus acreedores.

Johannes Vermeer falleció el 15 de diciembre de 1675. No tenía aprendices, ni seguidores para difundir su estilo; poco después de su muerte, el mundo se olvidó de su existencia. Algunas de sus obras fueron firmadas con los nombres de otros autores para aumentar su valor. La pintura más icónica de Vermeer, La joven de la perla, fue vendida en 1881 en una subasta por solo dos florines, más la comisión del comprador de treinta centavos.

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Vermeer de Delft, La joven de la perla, 1665.

El mundo tardó dos siglos en reconocer su grandeza. Fue redescubierto por el periodista y crítico francés Théophile Thoré-Bürger.  Al ver La vista de Delft en el museo de la Haya en 1842 quedó conmovido por ese “extraño cuadro con un paisaje soberbio e inusual”, hasta tal punto que pasó el resto de su vida recorriendo colecciones privadas y museos europeos con la meta de recuperar las obras perdidas del enigmático artista a quien apodó la "Esfinge de Delft".

Finalmente el introspectivo mundo de Vermeer brilló con toda su luz. Los historiadores del arte y coleccionistas lo proclamaron uno de los genios de la pintura universal, un maestro capaz de transformar lo cotidiano en eterno. Se han organizado más de doscientas cincuenta exposiciones del artista. Los cuadros del pintor que nunca salió de su ciudad natal han recorrido más de un millón de kilómetros. Solo La dama en amarillo escribiendo ha viajado más de doscientos cincuenta mil kilómetros, casi cinco veces la circunferencia de la Tierra o la mitad de la distancia a la Luna.

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Vermeer de Delft, La dama en amarillo escribiendo, 1665

La singular sensación de calma de su arte nos atrae aún más en el frenético siglo XXI. En cada lienzo Vermeer parece detener el tiempo: una mirada perdida, una carta a medio leer, una jarra que no termina de verter su leche, escenas mínimas que sus manos vuelven eternas. Tal vez ese sea su verdadero secreto: enseñarnos que la belleza se esconde en el instante más íntimo, allí donde la luz acaricia lo cotidiano y lo convierte en un milagro silencioso.

Elena Litvinenko de Vásquez

Historiadora del arte

Elena Litvinenko es licenciada en Historia y Teoría del Arte, con grado de maestría en Bellas Artes y especialización en Pedagogía y Psicología de Educación Superior. Es egresada del Instituto Estatal de Artes de Kiev (Ucrania). Ha llegado al país en 1986 y se ha dedicado a la carrera docente, impartiendo diferentes asignaturas relacionadas con la Historia del Arte, Arquitectura, Artes Aplicadas, Diseño gráfico, Moda, Museología y Museografía en las principales universidades del país: UASD, APEC, INTEC, Universidad Católica Santo Domingo entre otras. Es autora de varios libros, artículos, folletos, cursos didácticos y programas. Ha impartido cursos especializados y diplomados en varias instituciones culturales del país y ha participado como ponente en conferencias científicas y simposios realizados en el país y el extranjero. Es miembro fundadora de la Asociación Dominicana de Historiadores del Arte ADHA y forma parte de su junta directiva.

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