
En 1888 el pintor Vincent van Gogh viaja al sur de Francia buscando una nueva fuente de inspiración, una luz más intensa, unos colores más vibrantes y, sobre todo, un lugar para trabajar en paz y materializar su anhelo: crear una comunidad de artistas que compartirían los mismos sueños bajo el mismo techo.
Llega a Arles el 20 de febrero y alquila varias habitaciones en una modesta casa pintada de amarillo, su color preferido. Escribe a su hermano Theo que “la casa amueblada del pintor”, como la bautizó, está lista para ser el espacio creativo colectivo. Escribe también a los pintores que conoce proponiéndoles a ser parte de esta hermandad artística. Sólo uno acepta la invitación, Paul Gauguin. Inicialmente no muy entusiasmado con la idea de convivir con Vincent, se deja convencer por Theo van Gogh, quien se compromete a cubrir sus gastos de viaje y la estadía a cambio de recibir una obra al mes y guardar silencio sobre este acuerdo para no romper la ilusión de su hermano.
Después de muchas evasivas y excusas, finalmente Gauguin llega a Arles el 23 de octubre de 1888.
Al enterarse de la noticia, Vincent está emocionadísimo, piensa que por fin ha encontrado un alma gemela, un amigo con quien compartir ideas, colores, sueños. Decide darle la bienvenida con flores, pero no vivas, sino pintadas. “Con la esperanza de llegar a vivir con Gauguin en nuestro estudio, quiero pintar una serie de cuadros. Nada más que grandes girasoles… Si llevo a cabo mi plan, pintaré una docena de cuadros. El conjunto es una sinfonía en azul y amarillo. Trabajo todos los días desde que sale el sol. Porque las flores se marchitan enseguida y hay que pintarlo todo de una vez”, escribe a Theo. Así nace una de las series más emblemáticas del arte occidental, Los Girasoles.
Las nueve semanas que Van Gogh y Gauguin compartieron en la casa amarilla fueron fructíferas para ambos artistas: Gauguin pintó 21 obras, Van Gogh 36, de las cuales varias representan girasoles. Aunque algunas fuentes mencionan 11 cuadros, refiriéndose a las versiones originales y sus réplicas, la serie principal consta de siete lienzos. Todos tienen el mismo tamaño con mínimas diferencias, 90 por 70 centímetros, y se distinguen por el número de flores que representan: tres cuadros de 15 girasoles, uno de 14, dos de 12 y uno de 5.

Difieren además en algunas tonalidades y también en que muestran distintas etapas de la vida de las plantas, desde los capullos hasta la madurez, la descomposición y la muerte final.
Después de las primeras versiones, donde los colores varían un poco, Van Gogh va disminuyéndolos hasta llegar al monocromatismo absoluto. El amarillo se apodera de su paleta: flores amarillas en un florero amarillo sobre un fondo amarillo. “Ahora tenemos un calor magnífico e intenso y no corre nada de viento, es lo adecuado para mí. Un sol, una luz que, a falta de un calificativo mejor, sólo puedo definir con amarillo, un pálido amarillo azufre, un amarillo limón pálido. ¡Qué hermoso es el amarillo!”, escribe él a su hermano. Además de ser un revolucionario experimento formal, es un medio de expresar su vida interior, sus sentimientos. A través de este color el artista evoca la gratitud, la felicidad, la vida, la esperanza de un cambio que le traería su estancia en la Provenza.

V. van Gogh, Los Girasoles, 1888, versión destruida V. van Gogh, Los Girasoles, 1889. Museo van Gogh, Ámsterdam
El color en Los Girasoles cobra autonomía, deja de ser un rasgo descriptivo y se convierte en su esencia. La fuerza cromática supera la representación realista, cada pétalo es una declaración de vida, como si el pintor se aferrara al color del sol para no sucumbir a sus propias sombras.
Dos de las primeras versiones de Los Girasoles fueron colgadas en la habitación de Gauguin para darle la bienvenida a su tan esperada llegada, como si el pigmento pudiera expresar lo que las palabras no alcanzaban. Su reacción no fue la esperada: “Me perturbaron. Eran demasiado personales. Me hablaban de él más que de mí.” Reconociendo el talento de Vincent, Gauguin no compartía su visión artística, ni su emocionalidad. Lo consideraba un genio errático, incapaz de controlar su talento. Intentaron trabajar juntos; hasta se retrataron mutuamente. Gauguin, por cierto, eligió justamente el momento de creación de Los Girasoles.
La colaboración fue intensa y acentuó sus diferencias. Desafortunadamente, la convivencia no funcionó, y la relación entre ambos se tornó cada vez más tensa. Las discusiones y confrontaciones desembocaron en el famoso episodio de automutilación de van Gogh cortándose la oreja. Gauguin dejó Arles y Vincent acabó en el hospital sumido en una depresión.
Los girasoles quedaron allí, mudos testigos de una amistad fallida. Sin embargo, sobrevivieron y se transformaron en una especie de autorretrato emocional. Porque incluso herido, Van Gogh siguió pintándolos, ya no para agradar a alguien, sino como eco de sus sueños frustrados. En ese amarillo persistente, en esas flores que se alzan y se retuercen, resuena la nostalgia de un vínculo que nunca llegó a florecer del todo.
Hoy, más de un siglo después, los girasoles siguen hablándonos. No solo del arte, sino de la resistencia, de la profunda necesidad de conexión humana, de alumbrar aun cuando todo parezca oscuro. Y, tal vez por eso, siguen siendo eternos, porque en ellos, van Gogh pintó la forma más luminosa de su tristeza y así convirtió el dolor en catarsis.
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