No vamos a arrancar desde el puro, porque el verdadero arranque se entiende mejor más adelante. Todo comienza con un productor medio olvidado llamado David Maisel. Fue él quien, en los 2000, tuvo la loca idea de hacer películas de superhéroes conectadas, como una serie gigante. El tipo entró a Marvel Studios justo cuando la empresa venía de una crisis fea en los 90, donde tuvieron que vender los derechos de muchos personajes. La Fox compró a los X-Men y los 4 Fantásticos, Sony se quedó con Spider-Man, y ya estaban casi vendiendo a Thor y Capitán América.
Maisel dijo: “Paren ahí. Vamos a hacer nuestras propias películas.” Y como no tenían los personajes más famosos, le metieron mano a lo que quedaba. Ahí entró Iron Man. Un personaje medio apagado en ese entonces, sin películas ni peso en la cultura pop. El proyecto se lo encargaron a Jon Favreau, que no tenía experiencia dirigiendo acción ni ciencia ficción, y pusieron de protagonista a Robert Downey Jr., que venía de varios líos legales y escándalos. Contra todo pronóstico, Iron Man (2008) fue un éxito. Fue la primera piedra de un edificio que cambió la industria del cine. Lo que parecía una apuesta arriesgada se convirtió en una mina de oro.
La clave: respetaron el material original, hicieron algo simple y bien hecho. Además, soltaron una escenita postcréditos que empezó a conectar todo. Ahí arrancó oficialmente el Universo Cinematográfico de Marvel (MCU).
Pero para entender por qué eso fue tan grande, hay que mirar hacia atrás. En 1978, Superman marcó un hito. No fue la primera película de superhéroes, pero sí la primera con un presupuesto serio, con estrellas como Marlon Brando, y pensada como una saga. Eso solo fue posible porque la tecnología ya permitía mostrar superpoderes con algo de realismo. Pero después vinieron años oscuros.
Los 80 y parte de los 90 estuvieron llenos de películas malas, con poco presupuesto y efectos que daban risa. Desde un Capitán América flaco en una motora, hasta Supergirl con efectos de cartón. Hubo intentos locos como Howard the Duck o The Fantastic Four (1994), que fue tan mala que ni la estrenaron. Hollywood no sabía qué hacer con los superhéroes, y parecía que el género estaba condenado a fracasar.
Todo eso cambió un poco en 1989 con Batman de Tim Burton. Éxito total. Pero otra vez, Hollywood metió la mano buscando vender muñequitos. Y así fue como pasamos de un pingüino oscuro y una Gatúbela siniestra a Batman con pezones en el traje y una tarjeta de crédito personalizada. Un relajo.
En los 2000, Marvel se reivindicó con Blade, X-Men y Spider-Man. Buenas historias, buena dirección, efectos modernos, y un balance perfecto entre fidelidad al cómic y entretenimiento. Mientras tanto, DC sacó la trilogía de Batman con Nolan, seria, adulta y con calidad. Se empezó a tomar en serio el género.
Pero el verdadero juego largo fue el de Marvel. Después de Iron Man, siguieron con The Incredible Hulk, Iron Man 2, Thor y Captain America. Todas conectadas, todas con escenas postcréditos que te hacían volver por más. Aunque la crítica no las amó, el público sí. Y eso fue suficiente para llegar al 2012 con Avengers, que juntó a todos los héroes en un solo evento. Un palo.
Marvel no solo vendía películas, vendía una experiencia. No era solo cine, era un universo. Y YouTube se volvió aliado sin querer. Gente haciendo videos explicando detalles, referencias, teorías. Una maquinaria que se alimentaba sola. La clave del éxito de Marvel también tuvo mucho que ver con cómo supieron construir una cultura de comunidad. No era solo ver películas: era estar pendiente de cada tráiler, cada teoría en redes sociales, cada nueva figura de acción. El fandom se volvió parte del contenido. Y Marvel lo supo aprovechar. Cada personaje tenía su momento de brillar, y cada nueva entrega traía algo que ampliaba el universo. Las referencias cruzadas, los detalles escondidos y los cameos eran como premios para los fanáticos más atentos. Eso generaba conversación constante, y el público se sentía parte de algo más grande. Era una experiencia colectiva, donde ir al cine era casi un ritual. Esta conexión emocional fue clave para mantener el interés por más de una década. Pero al mismo tiempo, creó una expectativa difícil de sostener a largo plazo. Porque cuando todo es épico, nada se siente realmente épico.
En 2014, Guardians of the Galaxy cambió el tono. Más comedia, más colores, más música pop. Funcionó. Después vino Ant-Man, otra comedia. Y Thor: Ragnarok lo llevó al extremo, con Taika Waititi haciendo un Thor casi paródico. Eso gustó, así que Marvel se tiró de lleno a ese estilo. La fórmula estaba clara: entretener con humor, acción y personajes entrañables.
Mientras tanto, DC intentaba responder. Después de la trilogía de Nolan, Zack Snyder sacó Man of Steel en 2013, seria y dramática. Fue un éxito. Pero en 2016, cuando salió Batman v Superman, recién la crítica la destrozó. Entonces Warner se asustó y trató de copiar el estilo de Marvel en pleno rodaje de Suicide Squad. Regrabaron escenas para meter chistes y colores. Resultado: un desastre.
Peor fue lo que pasó con Justice League. Snyder tuvo que dejar el proyecto por una tragedia personal, y Warner trajo a Joss Whedon (director de Avengers) a terminar la película. Pero no solo la terminó, la rehizo entera con otro tono. Otro desastre. Años después, el público logró que se lanzara el Snyder Cut, pero ya era tarde.
Mientras DC daba tumbo, Marvel rompía récords con Black Panther y las dos partes finales de la saga de Thanos: Infinity War y Endgame. Películas que se sintieron como un evento mundial. Endgame se convirtió en una de las más taquilleras de la historia.
Después de ese cierre épico, Marvel no frenó. Siguió tirando series y más películas. En 2021 y 2022 salieron tantas cosas que la gente empezó a sentirse saturada. El universo se expandió demasiado. Ya no bastaba con ver una peli. Había que ver todo para entender lo que pasaba. Y entre multiversos, líneas temporales, dioses, extraterrestres, y realidades alternas, el público empezó a cansarse.
Lo mismo pasó con DC. No se sabía qué era canon y qué no. Películas que parecían secuelas, pero no. Actores que iban y venían. Proyectos cancelados. Dos Batman al mismo tiempo. Un relajo total. Muchos fanáticos dejaron de seguir el hilo porque ya era demasiado complicado. No había una línea clara.
Y en medio de ese desorden, aparecen dos películas que dan esperanza: Joker (2019) y The Batman (2022). Historias individuales, sin necesidad de ver nada antes. Películas bien hechas, con corazón, que no dependen de vender muñecos o de conectar con otras 20 películas.
El cine de superhéroes está en una etapa de agotamiento. Igual que pasó con los wésterns, los slasher o los monstruos clásicos. Siempre habrá películas de este tipo, pero ya no serán tantas, ni tan seguidas, ni con el mismo impacto.
Porque al final, los superhéroes reflejan ese deseo humano de ser poderosos. De defendernos o dominar, pero sin movernos de nuestra silla. Nos ayudan a escapar, aunque sea por un rato, de la realidad. Y por eso siempre van a estar ahí. Aunque no brillen como antes, seguirán existiendo. Solo que ahora, quizás, es momento de dejar respirar el género.
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