La independencia proclamada por don José Núñez de Cáceres el 1 de diciembre de 1821 no constituye, como a veces se sugiere de modo apresurado, un salto al vacío. Se trata, antes bien, de una tentativa cargada de heroísmo —aunque teñida de desesperación— para evitar que la vieja Capitanía General de Santo Domingo se precipitara  en el torbellino que anunciaba el avance de Haití. La acción de Núñez no se explica por un anhelo abstracto de ruptura, sino por el cálculo lúcido de quien, ya metido en la tormenta, busca un puerto de salvación en la república que Bolívar se empeñaba en concebir como federación de pueblos libres.

Hay en este gesto de Núñez algo de puro racionalismo estratégico: un país prácticamente despoblado, sin ejército ni cohesión social, no podía sostenerse en medio de imperios hambrientos y repúblicas inciertas. Conviene, por tanto, interpretar su propuesta de adhesión a la Gran Colombia no como un acto de claudicación —lo cual sería injusto—, sino como un acto de fidelidad al republicanismo ilustrado: una súplica fundada en la razón, no en la renuncia a la dignidad nacional. Para Núñez, integrar su patria al sueño bolivariano no era sinónimo de suplantar su identidad, sino de protegerla, de estrechar vínculos con una confederación que prometía amparo político y militar.

Sin embargo, la historia, siempre tan implacable con las patrias pequeñas, reservó a Santo Domingo la amarga lección de la espera sin respuesta. La diplomacia de Bolívar, que debía tanto a la generosidad haitiana de 1816, no encontró espacio para la República Dominicana. Ocultos por la vorágine de las grandes gestas continentales, los dominicanos proclamaron la independencia y al instante se vieron obligados a elevar plegarias que no obtuvieron eco. Ni las clases dominantes supieron comprender que la “entrega” a la Gran Colombia era un acto de clarividencia geopolítica, ni el propio Bolívar respondió al llamado de auxilio.

Es preciso tener presente aquí que los recuerdos de las invasiones de Toussaint en 1801 y de Dessalines en 1805 nada tenían de remoto en la memoria colectiva dominicana. Aquellas masacres en Moca, Santiago y otras poblaciones ardían todavía en el imaginario de sus contemporáneos. En aquella época, no se trataba de simples relatos del pasado, sino de demonios latentes que amenazaban con renacer cuando Haití, unificado en 1820 bajo Boyer, extendió sus dominios. A este peligro se alzaba también el artículo XVIII de la Constitución Imperial de 1805, que proclamaba a Santo Domingo integrante del Imperio haitiano, como si la historia y la dignidad dominicana pudieran reducirse a una  mera extensión  de la naciente república vecina.

Así, la geografía y la historia tejieron un cerco fatal sobre la parte oriental de la isla. El proyecto de Núñez se volvió agua de borrajas, traicionado por la falta de apoyo local y por la lealtad continental de Bolívar hacia Haití. . Cuando Núñez buscó refugio en Venezuela, lejos de los salones y de los foros de Bogotá, cuando se hallaba en el umbral de la oscuridad: ni José Antonio Páez, su protector, ni el propio círculo bolivariano pudieron acogerlo con la hospitalidad que su causa merecía. Se le reprochó entonces que carecía de hazañas militares, que su republicanismo era puramente erudito, sin el brío de un caudillo; y cuando en 1823 Bolívar y Páez sellaron su reconciliación, el dominicano resultó ser el chivo expiatorio de esa alianza. Su expulsión del gobierno, digna de la más dramática maraña de pasiones contemporáneas; no fue otra cosa que la confirmación de un destino trágico: el del hombre que, tras haber sido fiel al ideal, pagó con la pobreza y el exilio su osadía de creer en la razón.

 Al haber recibido apoyo de Pétion y haber pactado con los republicanos haitianos, Bolívar se comprometió tácitamente a no intervenir en los asuntos de la parte española de la isla.

Me han tratado como a un criminal —escribió con amargura a su hermano— no por delitos cometidos, sino por ideas sostenidas.” Así terminó sus días en México, enseñando latín, redactando sátiras y dejando en la incógnita , páginas memorables como “Sobre la falsa libertad de las repúblicas del sur” , donde acusaba a los nuevos caudillos de haber sustituido el despotismo real por el despotismo de sable.

Y con esa frase final —"Bolívar no nos negó la ayuda; nos negó la existencia"— selló el juicio más tremendo que un dominicano haya pronunciado contra el culto idolátrico del Libertador. 

¿Por qué Simón Bolívar —el más grande de los libertadores— no respondió con prontitud al llamado del pueblo dominicano?
¿Por qué el oriente de La Española quedó librado a su suerte, mientras los vientos de libertad soplaban desde Caracas hasta Lima?
 

Para responder a estas preguntas es preciso comprender que, por más gloriosa que fuese su epopeya, Bolívar jamás escapó a las ataduras de la diplomacia ni a los compromisos ideológicos que condicionaban su obra. Había jurado lealtad a la causa haitiana: debía su resurrección política a la hospitalidad generosa de Alexandre Pétion, quien, en 1816, le proveyó barcos, armas y soldados desde Les Cayes. Ese compromiso tácito lo colocaba en una encrucijada: intervenir a favor de Santo Domingo habría significado, de facto, alinearse contra Haití. Y, en su visión geopolítica, no podía permitirse esa traición, ni personal ni política, sin poner en peligro todo el proyecto continental.

Además, en la mente del Libertador, concebida en la escuela del mando fuerte, Santo Domingo no ocupaba un lugar estratégico. No era, para él, sino un fragmento menor del imperio español: empobrecido, despoblado, sin ejército ni caudillo que defendiese su causa.

Santo Domingo no era, para él, una pieza estratégica, sino una anomalía periférica, una porción menor del imperio español, en la que no se jugaba el destino de América.

Bolívar no respondió, no por olvido o desprecio, sino porque su silencio era parte de un equilibrio político más vasto. Al haber recibido apoyo de Pétion y haber pactado con los republicanos haitianos, Bolívar se comprometió tácitamente a no intervenir en los asuntos de la parte española de la isla. Ayudar a Santo Domingo habría significado tomar partido contra Haití, lo cual habría representado una traición no solo personal sino geopolítica.

Y además, Bolívar, el político sagaz , el jefe militar que supo dominar repúblicas y conciencias, no podía ver con buenos ojos la proclamación de independencia de un Estado que, en el mismo acto, se entregaba a otro. Para él, formado en la escuela del mando fuerte, la unión propuesta por Núñez de Cáceres no era una alianza entre iguales, sino una súplica disfrazada de diplomacia. Y Bolívar, que ambicionaba fundar imperios de libertad, no tenía tiempo ni paciencia para apadrinar repúblicas débiles.

Así quedó la parte oriental  de La Española librada a su suerte, como un navío al garete. Mientras las campañas libertadoras rugían desde los Andes hasta el Pacífico, mientras se fundaban constituciones y se formaban congresos en Bogotá y en Lima, Santo Domingo callaba, aguardaba, se replegaba sobre su desventura. No porque careciera de voluntad, sino porque carecía de aliados. No porque no amara la libertad, sino porque el mundo le había cerrado las puertas.

Y esa es la gran tragedia dominicana del siglo XIX: no haber contado con el auxilio de Bolívar cuando más lo necesitaba, y haber sido entregada, por omisión y por cálculo, al abrazo fatal de la unificación haitiana. Aquel silencio del Libertador —glorioso en otras latitudes— fue para nosotros el principio de una larga noche. Y José Núñez de Cáceres, que levantó la voz de la civilidad y de la razón, fue dejado solo, como han sido dejados solos, tantas veces, los hombres que se adelantan al porvenir.

No obstante, la complejidad de las relaciones entre Haití y la Gran Colombia se incrementó en 1824, cuando Jean-Pierre Boyer, ahora presidente vitalicio, envió a Bogotá una comisión encabezada por Jean-Baptiste Chanlatte, Eustache Larivière y Joseph  Balthazar Inginac para plantear un pliego de exigencias.

Haití, que con generosidad audaz había brindado en 1816 a Bolívar la ayuda material y moral que necesitaba para recomenzar su campaña libertadora desde Les Cayes, recurrió menos de una década después a una política de facturación retroactiva, reclamando a la naciente Gran Colombia el pago por los pertrechos, armas y embarcaciones entregados al Libertador. Más aún, su enviado, Jean-Baptiste Chanlatte, no sólo exigió la restitución de 70,000 piastras, sino que propuso una alianza ofensiva contra Francia, nación que, por entonces, constituía una amenaza latente para la soberanía haitiana.

Thomas Madiou, el incuestionable historiador haitiano, juzgó con dureza este proceder. En un gesto de admirable honradez intelectual, calificó el episodio como una mancha en la conducta de su país, pues entendía —como lo entienden todos los intelectuales de esas luces— que la ayuda brindada en nombre de la libertad no puede ser transformada luego en exigencia contable ni convertida en instrumento de chantaje diplomático. Para Madiou, el gesto de Chanlatte fue doblemente deshonroso: por convertir un acto de nobleza en mercancía, y por comprometer a una república hermana en una guerra ajena que habría minado los principios morales de la alianza americana.

El vicepresidente colombiano, Francisco de Paula Santander, comprendió de inmediato la gravedad del dilema. La deuda existía, y era justa en términos materiales, pero no en términos éticos. Sin embargo, la delicada situación financiera de la Gran Colombia —agobiada por los costos de la guerra, por las tensiones internas y por la necesidad de reconocimiento internacional— le impuso una solución pragmática: solicitó un préstamo a un banquero de Londres y saldó la deuda en efectivo. Fue un pago hecho por deber, no por gratitud; una transacción silenciosa para cerrar un capítulo incómodo.

. Haití, nación fundada por esclavos emancipados, no supo —en este momento al menos— estar a la altura de su gesta emancipadora. Y la Gran Colombia, por su parte, debió pagar por su libertad con oro extranjero, en una operación que humillaba tanto al deudor como al acreedor.

En el fondo, todo el episodio ilustra una verdad amarga: Bolívar no habría solicitado esa ayuda a Haití si no creyera en la comunidad moral de los pueblos libres. Pero Chanlatte, enviado en  nombre de Petion  años después, convirtió esa fraternidad en deuda de Estado. Madiou lo entendió. Nosotros también debemos entenderlo. Porque en la medida en que los pueblos pequeños dejan de actuar por principios y comienzan a  doblegarse por conveniencias o cálculos mezquinos, condenan su memoria a la desesperanza y su porvenir a la mendicidad moral.

El sentimiento de extrañeza que experimentaron los próceres de la Gran Colombia ante las demandas  haitianas debieron soportarlo con un desconcierto semejante los próceres de la restauración dominicana, cuando las armas y el apoyo de Fabré Geffrard, se convirtieron en factura, una exigencia pagaba con dinero y con tabaco a un reclamante  de cobranzas compulsivas .

La exclusión de Haití del Congreso anfictionico de Panamá

En numerosos foros, los diplomáticos haitianos ponen de relieve su solidaridad con Simón Bolívar, pero no cuentan la historia completa.

La exclusión de Haití del Congreso Anfictiónico de Panamá no puede considerarse una traición sin más: fue un acto de cálculo diplomático cuyos motivos hemos desentrañado. Dos de las naciones involucradas —Estados Unidos y Brasil— eran aún sociedades esclavistas; las repúblicas hispanoamericanas, frágiles y recelosas, no estaban dispuestas a sentarse junto a un gobierno de ex esclavos, creado mediante una revolución cuyas matanzas que habían sembrado el espanto en las élites criollas. Fue un problema de memoria, no meramente de raza: los hacendados de Caracas, Lima o Bogotá temían que el ejemplo haitiano prendiera en sus propias tierras como la chispa en un polvorín seco.

Se comprendía, de esta forma, que un Estado regido por el exclusivismo racial —como proclamaba el artículo XII de su Constitución— no podía aspirar a la igualdad de derechos en una asamblea donde se discutían principios de soberanía compartida, y donde, además, muchos de ellos de raza blanca estarían privados del derecho de propiedad y de ciudadanía. Por otra parte, los regímenes de Christophe (monarquía absoluta) y de Boyer (presidencia vitalicia) ilustraban la falacia de que Haití encarnase un modelo republicano a imitar. La ocupación y anexión de Santo Domingo solo confirmaban la contradicción: el principio de autodeterminación, proclamado por Bolívar, no podía extenderse a un pueblo sometido por la fuerza.

Además, Bolívar necesitaba a Inglaterra —no por servidumbre, sino por supervivencia. Londres era el único garante posible de la neutralidad comercial, el único actor capaz de contener a España y de frenar intervenciones externas. Incluir a Haití habría significado el retiro inmediato del interés británico y la pérdida del financiamiento que, a través de casas como Baring Brothers, sostenía los ejércitos libertadores.

Vicente Lecuna, profundo conocedor de la documentación bolivariana, lo expresó con claridad:

El Libertador tuvo que elegir entre el éxito del Congreso o la gratitud debida a Haití. Y escogió, como correspondía a su misión, el bien mayor.”
(Documentos del Libertador, t. XII, p. 409).

Por su parte, Haití tampoco supo moderar su retórica. La Misión Chanlatte-Larivière, enviada en 1825 a Bogotá, se expresó con una dignidad rayana en la petulancia, reclamando una alianza armada contra Francia y un reconocimiento tácito de su hegemonía moral en el Caribe. Tal proceder, aunque comprensible desde la óptica haitiana, fue percibido como un intento de exportación de su modelo político, altamente indeseable para los intereses que predominaban en casi todas las juntas de gobierno americanas.

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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