“Los campesinos de la sierra alimentamos la ciudad y cuidamos los bosques, pero seguimos sin voz donde toman las decisiones que nos afectan”.

Con esta frase —tan simple como lapidaria— Moncito Torres, líder comunitario de Santiago Rodríguez, revela uno de los vacíos democráticos más persistentes de América Latina: la exclusión territorial en los espacios de poder.

Su reclamo no es nuevo, pero sí urgente. A más de dos décadas de construida la Presa de Monción, quienes viven en la cuenca alta siguen fuera de su Consejo de Administración. La reciente reestructuración del órgano, lejos de corregir esa injusticia, la profundizó: se renovó sin consultar ni incorporar a quienes han sostenido el territorio con su trabajo. Se renovó sin tomar en cuenta a quienes conviven con el bosque y garantizan el agua que usa la región.

La escena podría parecer local, aislada, doméstica. Pero no lo es. Ese mismo reclamo se escuchó —con otras palabras y otros rostros— en Brasil, en el entorno de la COP30. Líderes indígenas exigieron una “voz decisiva” en la gobernanza climática global. Como señaló la activista costarricense Brigitte Paz, “no se puede hablar de soluciones justas si quienes sufren las consecuencias del cambio climático están fuera de las decisiones”.

Monción y la COP30. Una presa y un tratado global. Un campesino y una lideresa indígena. Dos mundos distintos, una misma herida: el déficit de gobernanza inclusiva.

No es un problema de formas. Es un problema de fondo. De legitimidad democrática. De quién decide, para quién decide y desde dónde decide. Un déficit que atraviesa gobiernos, instituciones internacionales, empresas, ONG, consejos y comités que operan —en excesivos casos— como cajas cerradas: deciden por la gente, sin la gente.

El politólogo Gregory W. Saxton lo demuestra con claridad en su estudio Governance Quality, Fairness Perceptions, and Satisfaction with Democracy in Latin America (2021). Su conclusión es simple y devastadora: cuando las instituciones no son percibidas como justas, abiertas y representativas, la confianza democrática se derrumba. Y con ella, se derrumba la idea misma de ciudadanía.

Pero volvamos a la Presa de Monción. ¿Cómo pretender un manejo hídrico responsable sin escuchar a quienes viven en la cuenca? ¿Cómo tomar decisiones sobre uso de suelo, reforestación o producción agrícola sin quienes conocen cada quebrada y cada parcela? Excluir a las comunidades no solo es injusto: es ineficiente. Es debilitar la sostenibilidad de la obra que se dice gestionar.

Lo mismo ocurre en el ámbito internacional. Los pueblos indígenas son quienes menos han contribuido al calentamiento global y quienes más lo padecen. Aun así, permanecen como espectadores en las mesas donde se decide su futuro. En la práctica, su participación suele ser simbólica: se les invita a hablar, no a decidir. Y sin decisión, no hay gobernanza; hay decoración.

Saxton advierte lo que ya estamos viendo: esa sensación de injusticia y exclusión alimenta el desencanto, erosiona la satisfacción con la democracia y abre espacios para propuestas autoritarias que prometen “orden” a costa de derechos. Cuando el poder se ejerce lejos de la gente, la democracia se convierte en un ritual vacío.

Por eso, el debate no puede quedarse en “abrir espacios”. No se trata de invitar, sino de redistribuir. No se trata de escuchar, sino de ceder poder real. Incorporar a los campesinos de la Sierra en el Consejo de la presa no es una concesión del Estado: es un derecho democrático. Dar voz a los pueblos indígenas en la COP30 no es un gesto simbólico: es una obligación ética en un mundo que enfrenta una emergencia climática.

La gobernanza democrática exige más que mesas de diálogo: exige que esas mesas sirvan para decidir. Y eso solo ocurre cuando las voces históricamente silenciadas tienen capacidad de incidencia real.

Al final, la pregunta que lanzó Moncito no es solo para la presa ni para la COP30. Es para todos nosotros:

¿Quién tiene voz en las decisiones que definen nuestro futuro?

Si la respuesta sigue siendo “los mismos de siempre”, no habrá sostenibilidad posible. Porque una democracia sin inclusión es una democracia de baja intensidad. Y una democracia de baja intensidad se va convirtiendo en caricatura. Y eso solo sirve para administrar silencios y entretener a la gente.

Néstor Estévez

Comunicador

Agrega valor desde la comunicación como maestro de ceremonias, consultor, voz orientadora en diversos formatos, capacitando en habilidades comunicacionales y como animador sociocultural. Cuenta con dos licenciaturas (Comunicación y Educación), dos maestrías (Diplomacia y Derecho Internacional, y Dirección y Gestión Pública Local, con énfasis en Proyectos de Desarrollo Local), así como con formación en otras áreas del saber.

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