En 1983, durante una entrevista ofrecida en la librería El Juglar de la Ciudad de México, Julio Cortázar afirmó que “hacer de las palabras un hecho estético es quizás uno de los juegos más elevados que puede hacer el ser humano, pues supone el uso de las facultades intelectuales y las facultades de la sensibilidad”. Lo dijo con la serenidad de quien entendía que en el arte, como en la vida, lo lúdico no excluye lo profundo.
En Cortázar, el juego no es una evasión, sino una forma de conocimiento. Él mismo llegó a decir que el juego es una de las actividades más serias que existen. De ahí que el título de su obra maestra, Rayuela, no sea una metáfora casual: el juego de la rayuela, esa figura infantil trazada con tiza sobre el suelo, es el modelo de una literatura que invita al lector a saltar, a arriesgarse, a descubrir su propio camino. La escritura, en ese sentido, no se limita a representar la realidad, sino que la reconstruye desde el movimiento, la duda y la imaginación.
Después de conversar sobre la fe en el acto creador en el artículo anterior, dedicado al maestro José Enrique García, parece natural detenerse ahora en este otro extremo de la misma cuerda: el juego como forma de iluminación. Si para García toda obra mayor responde al dictado de lo divino, para Cortázar la revelación ocurre cuando el escritor se entrega al azar del lenguaje, cuando deja que las palabras lo sorprendan y lo conduzcan.
En Rayuela, el juego es la estructura que lo contiene todo. El lector puede seguir la lectura lineal o saltar de capítulo en capítulo según un tablero propuesto por el autor. No hay una sola historia, sino muchas posibles. En cada salto se replantea el sentido de la vida, del amor, del pensamiento. La novela es un experimento con el destino, una búsqueda de libertad. No hay principio ni final definitivos, porque para Cortázar el orden es una convención y la única ley válida es la curiosidad.
Esa libertad de juego exige, sin embargo, una gran disciplina. Cortázar lo sabía: el verdadero creador no juega para distraerse, sino para comprender. En la entrevista de 1983 lo dijo con claridad: “El lenguaje me empuja, me lleva hacia territorios que no sospechaba, y entonces entiendo que el juego también es un riesgo”. Esa idea resume su poética: el juego no como fuga, sino como entrega a lo desconocido.
El filósofo Johan Huizinga, en su ensayo Homo Ludens, había dicho que el juego es más viejo que la civilización. Cortázar pareció confirmarlo. Toda obra que vale la pena nace de ese impulso primario de experimentar, de inventar nuevas reglas mientras se juega. Quizás por eso su literatura no envejece. En cada cuento, en cada novela, hay una invitación a volver a mirar lo cotidiano con ojos de asombro.
El propio Cortázar contaba que uno de sus relatos le fue revelado por un personaje dentro del mismo cuento, como si la ficción lo utilizara a él para escribirse. Esa escena, medio fantástica y medio irónica, condensa su visión del arte: el autor no es un dios que dicta, sino un jugador que escucha. En la entrevista de El Juglar reconocía que muchas de sus mejores ideas nacían del azar, de un error, de una palabra que se resistía a obedecer. En esa desobediencia, la literatura encontraba su camino.
A diferencia del creador que busca imponer su voluntad sobre la obra, el Cortázar que habla desde el juego se entrega al proceso como un músico que improvisa sobre un tema conocido. Sabe que en esa improvisación puede hallar una verdad más honda que en cualquier método. Por eso su escritura conserva un aire de infancia. Cada texto suyo es un salto sobre el abismo, un intento de alcanzar el cielo de la rayuela con los pies descalzos de la imaginación.
El juego, en Cortázar, es también un acto moral. Jugar con las palabras implica asumir la responsabilidad de lo que ellas pueden revelar. No hay ironía sin riesgo, ni libertad sin conciencia. En ese sentido, su literatura nos recuerda que el arte y la ética no son mundos separados. Ambos exigen una forma de fe, una entrega del yo a algo que lo trasciende.
En los tiempos que corren, donde la prisa y la productividad parecen haber desterrado la gratuidad del juego, volver a leer a Cortázar es una manera de reconciliarnos con la imaginación. En sus páginas aprendemos que crear es volver a mirar el mundo como si fuera la primera vez. Que el arte, cuando es verdadero, no busca enseñar, sino despertar.
Jugar, escribir, leer, pensar son verbos que comparten una misma raíz de asombro. En ellos se cruzan la inteligencia y la ternura, la disciplina y la libertad. Por eso el juego es también una forma de resistencia, una manera de no ceder del todo ante la solemnidad del mundo.
En el fondo, toda creación auténtica, como decía Cortázar en aquella tarde de 1983, es un diálogo con el misterio. Cada vez que un lector se adentra en una de sus páginas, el juego vuelve a comenzar.
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