Las agresiones recientes perpetradas por el grupo ultranacionalista Antigua Orden Dominicana deben encender las alarmas de los sectores democráticos nacionales. El hecho más grave se produjo el pasado 27 de abril, durante el acto conmemorativo del 60 aniversario de la Revolución de Abril, cuando miembros de la organización arrojaron piedras, golpearon y amenazaron de muerte a varios asistentes, entre ellos la antropóloga Tahira Vargas y otros defensores de derechos humanos. El ataque dejó heridos y provocó indignación ante el peligro del avance del ultranacionalismo en el país.

Sin embargo, lo más alarmante fue la falta de seguridad y la actitud pasiva de las autoridades, cuando las amenazas se habían difundido con antelación y diversas voces habían advertido al respecto. La inacción oficial no solo permitió las agresiones, sino que envió un peligroso mensaje de falta de control e impunidad que puede alentar la repetición.

Esas agresiones no deben minimizarse ni relativizarse. Son señales alarmantes del avance de ideas extremistas, alimentadas por narrativas históricas cargadas de prejuicios y resentimientos. Un caldo de cultivo para el radicalismo excluyente que fractura la sociedad, polariza la convivencia democrática y normaliza la creencia de que la fuerza, y no el diálogo, es el medio legítimo para resolver las diferencias.

El antihaitianismo un fenómeno histórico y visceral

El antihaitianismo no es un fenómeno reciente en la República Dominicana y parte de la identidad nacional se ha cimentado como oposición al país vecino, presentándolo como una amenaza permanente. Es una narrativa que se consolidó durante la dictadura de Trujillo, cuando el miedo hacia lo haitiano se usó como herramienta de integración y cohesión social, sirviendo para justificar la Masacre de 1937, en la que fueron asesinados más de 20,000 haitianos, un ejemplo brutal de cómo el Estado puede convertirse en un aparato de violencia sistemática. Esa lógica se reflejó también en la Sentencia Constitucional 168-13, que dejó en un limbo de nacionalidad a unas 200,000 personas de ascendencia haitiana; y más recientemente, en las deportaciones de mujeres embarazadas y recién nacidos desde hospitales públicos, realizadas sin protocolos clínicos ni consideraciones humanitarias.

Esos actos, presentados como expresiones de “patriotismo” y “defensa de la nacionalidad dominicana”, alimentan una pedagogía social que convierte al migrante, negro y pobre, en un enemigo que amenaza el territorio y la cultura nacional. Así se consolida un nacionalismo defensivo, que define la identidad desde la negación del otro, en lugar de basarse en valores afirmativos, humanitarios y solidarios; abriendo la puerta a los discursos xenófobos y antiinmigrantes.

El antihaitianismo se ha instrumentalizado por generaciones, debilitando los cimientos de una sociedad más plural y democrática. En ese terreno de cerrazón mental y endurecimiento del corazón, el extremismo se legitima y la violencia, tanto física como simbólica, encuentra justificación.

También la memoria histórica, simplificada y distorsionada, ha sido manipulada por discursos nostálgicos que añoran "orden" y "mano dura", como respuesta a los problemas actuales, allanando el camino para la diseminación de ideas violentas y autoritarias.

Las debilidades educativas, especialmente la forma como se enseña la historia y particularmente la relación dominico-haitiana, refuerzan la desconfianza y la creación de narrativas que potencian el "peligro haitiano" y socavan los fundamentos para una relación sana y equilibrada con ese pueblo y nación.

Los medios de comunicación han sido claves en la transmisión y perpetuación de esas ideas, cuando guiados por el sensacionalismo y el afán de capturar audiencia, refuerzan estereotipos y amplifican los discursos xenófobos y extremistas.

El mantra de la “amenaza haitiana” desvía la atención de los problemas internos y encubre las fallas del Estado, convirtiendo a los migrantes en chivo expiatorio de las deficiencias de los sistemas públicos de salud, educación y saneamiento.

Lo cierto es que en el oscuro recipiente del antihaitianismo hemos ido depositando los sedimentos más corrosivos de nuestra identidad colectiva. Combinando, el racismo, que condiciona el valor humano al color de la piel; el clasismo, que impone jerarquías según la riqueza y el nivel educativo, la aporofobia, que desprecia al que es pobre; y el ultranacionalismo, que convierte la patria en un territorio excluyente en lugar de un espacio compartido.

Pero el antihaitianismo y el ultranacionalismo se aprenden también en el hogar, en la escuela, en los barrios y en ciertos púlpitos alejados de Jesús, donde el dogma doctrinario devora la misericordia.

El castigo físico sigue siendo común en muchos hogares y las escuelas secundaría registran altas tasas de acoso y abuso escolar. Cuando se disciplina con golpes y la corrección se convierte en amedrentamiento, se enseña a obedecer sin cuestionamiento y se normaliza la violencia como forma de resolver conflictos. Al mismo tiempo, se entrena emocionalmente para responder con intimidación a la disidencia y para integrar formas autoritarias de organización y convivencia.

La ausencia de diálogo y pensamiento crítico normaliza la imposición sobre el consenso. Quien crece bajo agresiones constantes aprende que su dolor no importa y pierde capacidad de empatía y reconocimiento del sufrimiento ajeno, alimentando actitudes como el racismo, la xenofobia y el fanatismo ideológico.

A pesar del crecimiento sostenido de la economía en las últimas décadas, persisten altos niveles de pobreza y desigualdad que alimentan el desencanto, el resentimiento y la frustración. El índice BTI 2024 reveló que casi 7 de cada 10 personas aceptaría un gobierno no democrático si “resuelve los problemas”, revelando una apertura hacia proyectos extremistas que debilitan derechos y restringen libertades.

Cuando los sectores populares, en su mayoría mulatos y negros, adoptan el discurso antihaitiano, lo hacen, en gran medida, por lo que Paulo Freire llamó la “opresión interiorizada”, mediante la cual se adoptan valores y creencias de las élites, reproduciendo contra sus iguales la misma lógica de dominación que actúa en su contra.

Al despreciar “lo haitiano”, se busca escalar simbólicamente en la jerarquía racial y civilizatoria, intentando ser menos negro y más occidental o europeo, marcando distancia de quienes consideran que están más abajo en la escala social. Una actitud que refleja un canon cultural que asocia “lo blanco” con progreso y desarrollo, y lo negro y africano con atraso, pobreza y desorden.

Esta lógica se replica en la micropolítica cotidiana, con el peón convertido en capataz, con el raso hecho teniente, con el agente migratorio de origen humilde que ejecuta desalojos con odio y violencia, y con el dominicano de piel oscura que niega su negritud burlándose y llamando con desprecio “prieto” al haitiano que no domina el castellano. Es la opresión que no necesita vigilancia externa, porque opera desde dentro.

Uno de los elementos que más genera rechazo en la población dominicana hacia la haitiana es el vudú, asumido erróneamente como una práctica común de todos los haitianos, a quienes considera supersticiosos y paganos. Ignorando, sin embargo, que cerca del 90 % de esa población se identifica como católico o protestante, según datos de organizaciones religiosas y agencias internacionales. Además, el vudú no es una religión opuesta al cristianismo, sino una práctica cultural con la que convive en un contexto sincrético.

La carga simbólica del Estado haitiano

Un error frecuente en el país es equiparar y confundir a la población migrante de origen haitiano con el Estado haitiano, actualmente colapsado, afectado por la violencia vandálica y sumido en un caos que se agrava continuamente, amenazando con estallar en cualquier momento, conllevando consecuencias impredecibles para nuestro país.

La situación en Haití contrasta con el comportamiento de muchos de sus nacionales en territorio dominicano. Durante décadas, salvo casos aislados de crímenes y daños puntuales medioambientales, la migración haitiana ha mostrado un comportamiento cívico ejemplar, incluso enfrentando condiciones muy adversas, como la pobreza extrema, la marginalidad y el bajo nivel educativo.

Es una población trabajadora que ha logrado insertarse en sectores como la construcción, la agricultura, el turismo, las zonas francas y otros servicios, realizando labores que el talento humano dominicano prefiere obviar.  Haciendo un importante aporte al crecimiento económico nacional, que pocas veces es reconocido.

El buen comportamiento de la inmensa mayoría de esa población es innegable. Siendo extraño encontrarla bebiendo en colmados, involucrada en riñas y desórdenes barriales, participando en teteos, atracando en calles y robando en casas, participando en desórdenes como el de la Ciudad Colonial o arrestadas por estar involucrada en el microtráfico de drogas. Lo que sí puede observarse los domingos en barrios populares de la Capital y de otras ciudades del país, es a una parte de ella dirigiéndose a los cultos católicos y protestantes con sus hijos y con lo que aparentan ser sus mejores vestidos.

Sin embargo, esa población sigue siendo víctima de una narrativa que la convierte en metáfora del desorden, la violencia y el peligro que verdaderamente se encuentran traspasando la frontera. En realidad, no es necesario idealizar ni romantizar a estos migrantes, sino apreciarlos en una dimensión objetiva.

Límites constitucionales y democráticos

El ultranacionalismo y las posturas extremistas alimentan la confrontación y polarizan la sociedad, erosionando el diálogo y dificultando la construcción de consensos mínimos. El resultado es una sociedad dividida y atrapada en trincheras ideológicas que debilitan la integración social, haciendo más difícil enfrentar desafíos comunes con responsabilidad compartida.

Grupos extremistas como la Antigua Orden Dominicana tienen derecho a existir legalmente. Así lo garantiza la Constitución dominicana, que protege la libertad de expresión, asociación y participación política. Sin embargo, ese derecho está condicionado a que sus acciones se mantengan dentro del orden democrático, debiendo respetar los derechos de los demás, sin asumir funciones ni usar indumentarias exclusivas del Estado, y evitando insultar y amenazar a contrarios; pero, sobre todo, absteniéndose de agredir a quienes piensan y actúan diferente.

Trascender la lógica ultranacionalista demanda una transformación profunda, que fortalezca las instituciones democráticas y una cultura política que valore el diálogo, la inclusión y el respeto a los derechos humanos. También exige conocer la historia verdadera, para esclarecer en lugar de reforzar prejuicios. Igualmente, implica erradicar la normalización de la violencia desde la infancia, sustituyéndola por una pedagogía del diálogo. Requiere, además, democratizar los medios de comunicación y promover la alfabetización mediática, para que la ciudadanía pueda distinguir entre información y propaganda. Solo así los haitianos dejarán de ser un espejo de nuestros temores y la sociedad dominicana podrá afirmarse sobre valores inclusivos y solidarios, hacia quienes huyen de las mismas precariedades que nosotros buscamos superar.

Alejandro Moliné

Ingeniero civil

Formación en ingeniería, economía y administración de empresas. Experiencia en proyectos sociales e instituciones públicas del área de salud y seguridad social

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