El porvenir es siempre una respuesta a las preguntas que no nos atrevimos a hacernos a tiempo (Ramírez, 2024).
En la República Dominicana el futuro no es simplemente un tiempo por venir, es una expectativa vivida, una presencia ausente que modela decisiones, emociones y resistencias. Al dominicano no se le puede entender únicamente desde lo que hace, sino desde cómo experimenta su estar-en-el-mundo y, especialmente, su estar-en-el-futuro. De ahí que hoy más que nunca se impone detenernos frente al espejo.
Frente al espejo, no como superficie que devuelve la imagen, sino como símbolo del encuentro con uno mismo, con los límites de la esperanza y la verdad sin adornos. Allí se devela la fenomenología del deseo: el anhelo de un país justo, de un bienestar alcanzable, de una vida sin sobresaltos. Pero también aparece la sombra de la desilusión: el peso de las promesas rotas, de los gobiernos que ofrecieron redención y sembraron frustraciones, de una cotidianidad que enseña a no esperar mucho, para no sufrir demasiado.
El dominicano, cargado de historia y fe, se enfrenta a una encrucijada existencial. Cree, pero duda. Sueña, pero se protege del desengaño. Su conciencia es intencional, dirigida hacia un porvenir que a veces se le aparece como posible milagro, y otras, como reiteración del fracaso.
Desde una mirada en primera persona, toda expectativa futura está cargada de contenido afectivo y cultural. Las creencias no son meras opiniones, son estructuras de sentido que organizan la experiencia. Creer que “Dios proveerá”, “esto va a cambiar”, o “aquí no se puede”, no son frases sueltas; son horizontes de mundo. Son modos de estar, de sobrevivir, de intentar no enloquecer en medio del caos.
Pero el juicio crítico —esa facultad humana de trascender lo dado— también está presente, aunque a veces dormido o condicionado. El dominicano juzga, analiza, compara; sin embargo, muchas veces ese juicio es sofocado por la costumbre, la normalización del abuso, la estetización del desastre. “Aquí todo sigue igual”, se repite, no como resignación, sino como defensa ante la angustia de un cambio que no llega.
Las ilusiones, por su parte, funcionan como anestesia y como motor. El país del “lo mío viene” y del “2028 será diferente”, vive a caballo entre la esperanza legítima y la ilusión autoinducida. Y esa ilusión es peligrosa cuando sustituye el juicio crítico y se convierte en excusa para no actuar.
Frente al espejo, se revela también la experiencia vivida: la pobreza aprendida, la desigualdad normalizada, la violencia estructural camuflada de oportunidad. Cada dominicano carga historias, huellas, traumas colectivos e individuales que condicionan su forma de mirar el futuro. El país no es solo lo que le pasa, sino lo que recuerda, lo que teme, lo que espera.
En este espejo nacional, lo que se necesita no es maquillaje ni retórica, sino una conciencia despierta. Una ciudadanía que no solo crea, sino que cuestione. Que no solo espere, sino que exija. Que no solo sueñe, sino que construya. Porque el futuro no se hereda, se edifica.
Tal vez haya llegado el momento de un nuevo pacto consigo mismo. De volver al espejo, esta vez no para contemplarse pasivamente, sino para interpelarse con valentía. Preguntarse: ¿Qué futuro estoy dispuesto a merecer? ¿Qué país quiero construir, no desde lo que me falta, sino desde lo que me compromete?
Frente al espejo, mi primo Leonardo, el dominicano puede encontrar no solo su reflejo, sino múltiples posibilidades.
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