En San Cristóbal, durante una de las consultas del Congreso de Niñas, Niños y Adolescentes, una niña alzó la mano y dijo:
—“Tío Pablo, “Yo tengo ideas, pero los grandes se ríen.”
No lo dijo llorando. Lo dijo con la claridad de quien ha entendido que, en este país, ser niño equivale a ser invisible. Esa frase resume, sin saberlo, el corazón de nuestra cultura política: un modelo de toma de decisiones donde lo infantil se subestima, lo juvenil se posterga y la palabra de los vulnerables se reduce a testimonio sin valor vinculante.
Vivimos en un Estado que se construyó desde la voz única del adulto, del experto, del funcionario. Un modelo vertical, autorreferencial, centralizado, que escucha por protocolo y responde por conveniencia. El Congreso que organizamos desde la Defensoría del Pueblo fue un intento deliberado de romper ese patrón. Consultamos a más de 10,000 niños en todo el país. Lo hicimos sin intermediarios, sin filtros, sin correcciones adultas. Y lo que encontramos fue poderoso: los niños tienen ideas. Lo que no tienen es poder para implementarlas. Y eso, en una democracia, es una falla estructural.
El Artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece con claridad que los Estados deben garantizar la participación activa de la niñez en los asuntos que les afectan. Pero en la práctica, el adultocentrismo institucional convierte su palabra en una especie de ornamento simbólico. Se les escucha, pero no se les integra. Se les aplaude, pero no se les responde. Y así, reproducimos un modelo de gobernanza excluyente desde la infancia.
Más allá del deber legal, hay una urgencia ética. Según el Barómetro de las Américas, la confianza de los jóvenes dominicanos en las instituciones está por debajo del 30%. Y el 45% de los adolescentes en zonas rurales no se sienten representados por ninguna autoridad. Esa ruptura no se repara con campañas. Se repara con decisiones que reconozcan a la niñez y la juventud como actores políticos legítimos, no como espectadores pasivos del país que les toca heredar.
Algunos países han entendido esto con visión de largo plazo. En Colombia, el “Consejo de Niños y Niñas” de Bogotá emite recomendaciones vinculantes para el presupuesto participativo. En Escocia, se creó una Secretaría de Participación Infantil con poder normativo. ¿Y nosotros? Seguimos viendo el dibujo de un niño como una ternura, no como una propuesta de política pública.
En Por el Bien Común escribí: “Una República no se construye desde la voz del poder, sino desde el eco de quienes nunca fueron escuchados.”
La voz de esa niña de San Cristóbal no fue una frase ingenua. Fue una denuncia. Fue una verdad. Y fue, también, una propuesta: incluir a los niños no como acto de sensibilidad, sino como ejercicio de justicia.
Ya es hora de abandonar el discurso que repite que ellos “son el futuro”. No lo son. Son el presente. Y si no los integramos hoy, no habrá democracia mañana.
Escuchar a la niñez no es progresismo. Es responsabilidad constitucional.
Y si queremos una democracia viva, tiene que comenzar por dejar de reírnos de las ideas de quienes apenas están empezando a hablar.
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