Ayer pasé por mi barrio y me trajo nostalgia. De pronto evoqué recuerdos. Rescaté olores y colores de cada uno de sus recodos. Me hice de nuevo niño y adolescente. Volví a rememorar los rostros de amigos de aquellos tiempos. Desempolvar emociones. Anécdotas de este puñado de mi vida en donde fui feliz. Y lo hice, a pesar de que hoy mi barrio es otro. Se hizo moderno. Perdió su encanto. Sin embargo, comprendí lo acertado que fue el afamado poeta español Luis García Montero cuando, al describir este extraño fenómeno que nos suele pasar a casi todos, nos dice: “Los barrios son como madres: uno puede irse, pero ¡siempre lleva su olor en la ropa!”.

Nací y me crie en un barrio de Santiago, clase media, media baja, diría Bosch. El nombre de la calle principal nos identificaba: La Hostos. En honor del ilustre maestro puertorriqueño —pero que echó fructíferas raíces también en provecho de nuestro terruño y, en especial, educación— Eugenio María de Hostos. Pero, al mismo tiempo, el perímetro de nuestro barrio lo integraban las calles Mauricio Álvarez y José María Cabral.

Nuestro barrio se integraba por una población pequeña de quizás cien casas. Todos nos conocíamos muy bien. Éramos una familia. Teníamos todo tipo de personajes. A la señora a quien todos respetábamos y queríamos: doña Francisca, cariñosamente, Francisca. Nada pasaba en el entorno que ella no lo supiera. Tenía una alegría singular, pero también una lengua que imponía respeto. La pequeña galería de su casa era punto de reunión obligado de nosotros, los muchachos y muchachas del barrio.

Cerca de su casa —justo al lado de la de don José y doña Cándida, por ende, de sus hijos: Helga, el Che y la Mirochy— estaba una de las cuatro pulperías clásicas del barrio: la de don Bienvenido y su esposa. Una pareja a la que nunca le conocimos hijos. Él era un señor alto, de buen peso, pero de poco hablar. Tenía un pequeño colmado de solo una puerta. Allí me refugiaba yo muchos domingos en la noche, solito o acompañado. Con una funda de estraza, con una bola de yuca o un quipe, comprado antes donde doña Ana, en la antigua parte alta de las Carreras, que hacían las mejores bolas de yuca y quipes de la época. Pedía a don Bienvenido un mabí de limón y abría la funda con mi manjar dominical. El resto era historia. Ahí yo era feliz.

También lo éramos cuando, junto a los amigos del barrio, jugábamos pelota en la parte trasera del chalet del Ing. Mauricio Álvarez. Al fondo estaban los depósitos de esta casa, con sus tejados de ladrillos. Un árbol inmenso de almendras, frondoso, lo engalanaba y nos daba generosa sombra. Allí supimos jugar y discutir un montón, con los muchachos hostosianos; con los Mellizos; Prissey, Calderón, Leo, Aquiles, Ricardito, Carlos Juan, Carlosyuyo, Fili, el Largo, Mochy, el Che, el Pelón o el Tico, Santiaguito, Juan Luis, Raymundito, etc.  También, cuando jugábamos al ponchado en la pared de la fábrica de don Julio; o a las plaquitas en la calle; o al básquet en la cancha que estaba en el poste vecino a la casa de la Culebra y doña Tati; o cuando nos íbamos a los play de la Salle, del célebre Frank Careta, el Sagrado de Jesús o el Monumento, a jugar pelota. El béisbol era parte de nuestras vidas. Casi todos aspirábamos para entonces a ser peloteros cuando adulto. El arraigo era tanto, que teníamos sendos equipos estructurados: los piratas del Induveca y las estrellas de la Floristería Orquídea. Cómo olvidar de esta época y esta afición nuestra salida obligada al Estadio Cibao. Los domingos, cuando había juego aquí, desde las dos de la tarde, desde el barrio, estábamos de procesión para allá. Allí teníamos reserva especial, en su parte más VIP, en los bleachers del right fielder. Por cincuenta cheles, nos dábamos el mejor espectáculo: el juego y todas las divertidas ocurrencias que solo allí solían darse. La más osada de todas era la que acostumbraba a realizar Presley, quien, cuando se escuchaban las notas del himno nacional, se lanzaba de la pared del jardín derecho al terreno de juego para cruzar hasta las ampliaciones de primera o tercera. Unas veces fue apresado por algún policía que irrespetó el himno. Otras tantas, llegó a su destino y, luego, desde allí se burlaba de nosotros, saludándonos con sus manos y su sonrisa inconfundible.

De este entrañable e intrépido amigo, cariñosamente llamado por nosotros como Presley —no por su parecido al astro de la música norteamericana, Elvis Presley, sino por todo lo contrario y por llevar su primer nombre—, no puedo olvidar la siguiente otra historia que marcó al barrio entero. Presley era uno de los amigos de origen más humilde del grupo. Mientras estudiaba en la escuela, trabajaba en un taller de mecánica, como ayudante. Sin embargo, este siempre nos decía que soñaba con ser piloto y que lo cumpliría. Nosotros, sus amigos, en cambio, le hacíamos "bullying". Subestimábamos esa posibilidad. No obstante, esto nunca lo amilanó y él sacaba tiempo y esfuerzo para dirigirse a recibir religiosamente sus clases de aviación en el viejo aeropuerto Cibao. Hasta que un día, Presley nos sorprendió a todos. Nos invitó a su graduación de piloto. Verlo uniformado de gala como capitán nos produjo inmensa alegría, orgullo e, incluso, vergüenza. Llevaba varios años ejerciendo su profesión cuando, para el año 1988, despegando del aeropuerto de Santiago de Cuba, la avioneta que piloteaba se cayó en la célebre Sierra Maestra. La Hostos se vistió de luto. De profundo dolor. Nos tocó despedirlo en una tarde plomiza, en el cementerio de la 30 de Marzo, con algunas palabras y mucho llanto. Y luego, asumir este caso como abogado. Por todo esto, dedico este artículo a mis amigas y amigos del barrio – especialmente en honor a él – quien seguramente encontrará tiempo en el cielo para leerlo también.

En nuestro barrio teníamos de todo, como en botica. Como en el del barrio de San Miguel, que nos describe con tanta gracia el destacado costumbrista nacional, Mario Emilio Pérez. Desde aguerridos líderes estudiantiles, maestras, karatecas, bohemios, modelos, camareros, secretarias, médicos, vecinos de orígenes árabes o italianos, sordomudos, arquitecto, periodistas, choferes, agrónomos, comerciantes, visitadores a médicos, homosexuales, ríferos, músicos, gamberos, cronista deportivo, zapateros, estomatólogos, asesor fiscal, sofbolistas, locutores, enfermeras, topógrafos, peloteros, blancos, monaguillos, voyeristas, abogados, mulatos, negros, músicos, estudiosos de los fenómenos ovni, presidente de asamblea, cristianos, testigos de Jehová, solteras, casadas, divorciadas, jamonas, y hasta galleros, pero muy buenos. Se resumían en varias familias tradicionales: Rodríguez, Tavarez, Serraty, Hernández, Rossi, Ureña, Acevedo, Calderón, García, Fadul, Peña, Cruz, Salcedo, Mustafá, Arias, González, Martínez, Inoa, Guzmán, Flores, Núñez, Gómez, López, Méndez, Santana, Fernández, Caimares, Pepín, Mera y, por supuesto, los Fermín, en la Hostos 49, con don Lorenzo y doña Tele, colíderes de este clan. Todos, gente trabajadora, alegre y buena. Entre todas estas familias existía una camaradería, convivencia y tolerancia envidiable. Por esto, ahora se conserva un chat que lleva por título: el grupo de la Hostos.

Cada fiesta o encuentro que realizábamos en la calle o en alguna casa del barrio eran concurridas y memorables. En especial, las que se hacían en la residencia emblemática de la familia Serraty, con doña China de anfitriona de lujo. La que, por cierto, hoy se conserva como testigo fiel de estos añorados tiempos del barrio. Igualmente, éramos felices cuando se organizaban paseos a la playa en autobuses. Travesías en bicicletas o a pie a las Tres Tinajas o al Saltadero de Jacagua. O, cuando los sábados, los amigos del barrio nos íbamos a las fiestas organizadas en el Sindicato de Motoristas, el Centro de Recreo, el Club Santiago o la Cervecería. Sin importar si se exigía o no invitación previa. O, cuando nos íbamos para el cine Lama, el Colón, el Doble, o hacíamos serruchos para pagar en las cafeterías de Máximo, Panchito, la Tikenbel o el Olé.

En la Hostos y sus trillos igualmente éramos muy felices, cuando jugábamos a las escondidas, a la libertad, a la guerra, a San Andrés, nos disfrazábamos de lechón, nos bañábamos en la calle en las aguas de mayo, volábamos chichiguas, criábamos peces y palomas o tórtolas, maroteábamos en los jardines de don Chago o don Mauricio Álvarez, dábamos serenatas, nos enamorábamos, oíamos música, jugábamos a la botella, bailábamos o intentábamos hacerlo, peleábamos, jugábamos belluga, coleccionábamos postalitas de peloteros, llenábamos álbumes, hacíamos mandados o algún maldad en las pulperías de Pupa, Jorgino o Chichilo, corríamos, éramos libres, en fin, vivíamos.

Del barrio, nunca podré olvidar tampoco la vez en que un cura del Hospicio San Vicente de Paúl, una fría mañana de domingo, me llamó, luego de concluir la misa y con gran sigilo —nos dijo que él nos había observado, que yo solía venir con frecuencia los domingos a la misa mañanera de su iglesia—. Que, por esto, le parecía que yo tenía el perfil adecuado para forjar una vocación sacerdotal. No bien había terminado de concluir, me apresuré a decirle, nervioso, que lo pensaría y le daría respuesta luego. De inmediato, turbado salí y, para volver —tardé casi 15 años—, cuando volví, lamentablemente, no lo encontré.  Doy gracias a Dios de que la vocación que escogí haya sido otra, y me siento muy feliz por ello.

Como se habrá comprobado, de mi barrio tengo las mejores remembranzas. Historias impregnadas de vida. Ahí forjé parte de lo que soy. Grandes amigos, que hoy conservo. Vivencias. Porque en la Hostos fui feliz —con sus peculiares lugares, historias y personajes—, siempre lo llevaré conmigo en mi corazón, pues como dijo el Gabo: “Recordar es fácil para quien tiene memoria. Olvidar es difícil para quien tiene corazón”. ¡La Hostos aún late en mi corazón y, seguro, en el de todos los que allí vivieron o siguen viviendo!

José Lorenzo Fermín

Abogado

Licenciado en Derecho egresado de la PUCMM en el año 1986. Profesor de la PUCMM (1988-2000) en la cual impartió por varios años las cátedras de Introducción al Derecho Penal, Derecho Penal General y Derecho Penal Especial. Ministerio Público en el Distrito Judicial de Santiago (1989-2001). Socio fundador de la firma Fermín & Asociados, Abogados & Consultores desde el 1986.-. Miembro de la Comisión de Revisión y Actualización del Código Penal dominicano (1997-2000). Coordinador y facilitador del postgrado de Administración de Justicia Penal que ofrece la PUCMM (2001-2002). Integrante del Consejo de Defensa del Banco Central y de la Superintendencia de Bancos en los procesos de fraudes bancarios de los años 2003-2004, así como del Banco Central en el caso actual del Banco Peravia. Miembro del Consejo Editorial de Gaceta Judicial. Articulista y conferencista ocasional de temas vinculados al derecho penal y materias afines. Aguilucho desde chiquitico. Amante de la vida.

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