Cada día se incrementa la cantidad de vehículos de lujo y yipetas que transitan por nuestras calles contradiciendo la crisis económica y social internacional y nacional.
La interpretación cultural muestra que no hay contradicción, resulta que en el imaginario cultural se identifica el status social de la yipeta con mayor peso que el costo económico que implica poseerla. La yipeta se ha convertido en el país en un símbolo de estatus social ofreciendo una “supuesta imagen” de “progreso” y “bienestar económico” (muchas veces irreal) a la persona propietaria, se cree que le abre puertas a espacios sociales que lo requieren.
La búsqueda de una imagen de un mejor estatus social en el país se consolida en las últimas décadas y no solo se muestra en la posesión de yipetas y vehículos de lujo, también en otro elemento importante para la población, la vestimenta, los accesorios de moda, cirugías estéticas y patrones de consumismo que generan endeudamientos permanentes desde el uso abusivo de tarjetas de crédito, préstamos formales e informales (prestamistas).
El vestido ha sido símbolo de estatus social en nuestra historia cultural y ha servido para agudizar las diferencias sociales. El establecimiento de un “código de vestimenta” en oficinas públicas, centros educativos y sistema educativo refuerza la estratificación y desigualdad social. Además de que reproduce y fortalece la discriminación racial. La discriminación racial se mezcla con este manejo simbólico de la apariencia como representación de conducta de las personas.
En nuestra sociedad la formalización y conservadurismo presentes en la vestimenta tienen un crecimiento continuo. En las últimas dos décadas se ha instalado el uso del traje formal (saco y corbata) en los hombres convirtiéndose en una vestimenta de trabajo y de acceso a actividades sociales. Esto no ocurría décadas atrás, muchos hombres no tenían traje y no lo necesitaban.
El conservadurismo y elitización que se expresa en la vestimenta tiene sus nexos con el crecimiento de esta tendencia en otras expresiones de nuestra vida social y política. El uso del saco y la corbata en los hombres los convierte simbólicamente en personas supuestamente “serias”, difícilmente se les vincule a actividades delictivas “ni corrupción”. Igualmente la ropa formal, maquillaje, prendas y peinados en las mujeres.
La negación de la condición socioeconómica desde “la apariencia” provoca igualmente el rechazo a los peinados, colores y practicas que tienen arraigo en la cultura popular, los cuales son estigmatizados como “chopos” o “barriales”.
El sistema educativo juega un rol de reforzamiento de estos patrones de negación al establecer prohibiciones en peinados, tatuajes, accesorios y colores que tienen estos nexos. La elitización de la apariencia en nuestra sociedad se sostiene así de todo un arreglo social con barreras a la creatividad, autenticidad y diversidad que se evitan y prohíben en el ámbito laboral tanto desde las instituciones publicas como privadas, centros educativos y universidades.
Se promueve así que lo importante es “aparentar” una condición que difiere de la autenticidad para ser aceptado” y “validado” socialmente.
Es más importante aparentar ser “educado” “bueno” y “serio” que serlo.
Esta disociación afecta a nuestra juventud que recibe una fuerte presión social hacia el consumismo con reproducción de las incoherencias de la población adulta y personas con cierta relevancia política y a la vez se le excluye y estigmatiza por sus peinados, modas y tatuajes.
Nuestro sistema educativo debe revisar si quiere seguir reproduciendo estos antivalores de la apariencia, discriminación racial y desigualdad o si promover “la autenticidad”, “creatividad” y “diversidad” desde la libertad de “ser”.
Este artículo fue publicado originalmente en el periódico HOY
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