El artículo 75 de la Constitución consagra la solidaridad como un deber fundamental que obliga a realizar “acciones humanitarias ante situaciones de calamidad pública o que pongan en peligro la vida o la salud de las personas”. Sin embargo, ésta constituye un imperativo moral de mayor alcance: permite asumir como propias las adversidades ajenas, garantizando la empatía necesaria para situarse en sus circunstancias. Imprime la sensibilidad crítica para internalizar las causas del otro y comprender el drama humano detrás de escena, incluso estando distante de la realidad propia o sin compartir sus condiciones subyacentes.

A menudo se cree que para tomar partido o comprometerse con una causa es indispensable que existan beneficios para sí mismo o sus allegados. La solidaridad permite superar esta barrera, al entrar en la experiencia ajena y asir lo que los demás viven sin esperar nada a cambio, pues concibe la convivencia como un “nosotros” amplio e incluyente de vivencias diferenciadas. Esa concepción asegura la eficacia material de la igualdad política: comprometerse con el más débil o quien lucha por el reconocimiento de sus derechos se erige en un imperativo para mejorar la convivencia y hacer efectiva la justicia.

La capacidad de sentarse en el lugar del otro y empatizar con su situación —no solo en situaciones de calamidad o peligro existencial— es una virtud esencial para la interacción comunitaria. Permite ver las necesidades y laceraciones que perturban al otro, y con empatía, dar un paso al frente como un acto de desprendimiento. El desafío para ejercer la solidaridad —más allá de la exigencia mínima que impone el deber fundamental— radica en sumarse a causas ajenas sin esperar beneficios propios. Requiere así comprender la legitimidad de su lucha o las circunstancias adversas que atraviesa para colaborar desinteresadamente en su empoderamiento o superación.

El compromiso solidario no debería ser una moda para obtener rentabilidad social en la interacción comunitaria, sino un ejercicio de altruismo que se distancia radicalmente de cualquier aprovechamiento de las luchas o necesidades ajenas para la autoproyección, y rechaza el disfrazar como compromiso desinteresado cualquier transacción que redunde en beneficio de quien la ejerce. Toda lógica de rentabilidad, conveniencia o egoísmo, aunque pueda contener un apoyo material, es cuestionable desde una perspectiva ética, debido a que convierte al otro en un objeto —según la premisa kantiana— para conseguir un fin propio: proyección social o imagen pública.

La solidaridad auténtica no es un acto de mera caridad que vea al beneficiado como un desvalido, ni un altruismo instrumental para proyectar al benefactor. No se limita a paliar la necesidad material, sino que nace de un profundo sentido de empatía y alteridad. Constituye un actuar desprendido, para poder sentarse junto al prójimo y entender sus circunstancias. Implica comprometerse en generar mejoras favorables, sin necesidad de compartir su realidad particular o su identidad colectiva, en busca de un mejor porvenir para la sociedad, entendida como un “nosotros” a pesar de las diferencias constitutivas de lo político.

Es moralmente inaceptable instrumentalizar la solidaridad como una fachada para cubrir una nueva forma de explotación o dominio que se suma a las condiciones preexistentes que afectan al otro. Aprovecharse de las deudas sociales acumuladas o las circunstancias adversas de los demás para conseguir ventajas propias disfrazadas de activismo social es un ejercicio precario incapaz de erigirse en auténtica alteridad. La puesta en escena de la solidaridad exige empatía y desprendimiento: entrar en la experiencia del prójimo con una apertura crítica y afectiva que permita comprenderlo en sus diferencias y, al mismo tiempo, asumir como propios sus luchas y necesidades.

La autoconsolación, o la ayuda que solo busca sentirse bien, constituye asimismo un ejercicio de solidaridad inauténtica, aunque moralmente menos lesivo. Se trata de enmascarar como compromiso desinteresado un placer anestesiante del agente, quien tiende a engañarse y convencerse de actuar en interés del otro, cuando en realidad lo utiliza como combustible de satisfacción personal. Se cuestiona moralmente esta forma de entender la solidaridad —con independencia de lo que aporte a la mejora del prójimo— porque su motivación no es legítima, ya que procura generar placer personal y no es un  verdadero acto de desprendimiento y alteridad.

La solidaridad se funda en la idea de dar al otro, en el reconocimiento integral de su existencia, sin esperar un beneficio a cambio. Constituye un acto de desprendimiento indispensable, un ejercicio de alteridad y disposición hacia el prójimo. El compromiso no puede visualizarlo como un ser desvalido o disminuido, sino como una persona digna, sujeta a un plan de vida que, con apoyo colectivo y estímulos adecuados, podrá encontrar el camino para desarrollar o perfeccionar sus potencialidades. Esto cimenta compromisos duraderos, luchas compartidas y ayudas de empoderamiento que redunden a favor del beneficiario y, consecuentemente, del propio cuerpo social como un todo.

Sin embargo, debe cuidarse que el apoyo solidario no se convierta en un mecanismo de paternalismo que pretenda dirigir la vida ajena o imponerle un plan de acción como condición indispensable de colaboración. La solidaridad no se funda en un direccionamiento forzado, ni en obligarlo a comportarse conforme a expectativas externas. La influencia solo puede ser sutil, guiando con flexibilidad hacia un camino sin imponerlo. Solo es admisible una orientación suave, que sugiera una dirección sin traducirse en puestas en escena condicionadas, pues, de lo contrario, la empatía se desvanece y deja de ser un acto de desprendimiento y alteridad.

Esta reflexión no pretende desacreditar las modalidades impuras de solidaridad que suelen desplegarse en la vida pública, sino situar, en ese mismo espacio, el sentido moral que debe orientar nuestra acción frente al otro. No se trata de desmotivar la ayuda, sino de promover en cada agente moral una conciencia más clara acerca de las razones que realmente impulsan su conducta. Ese examen interno puede propiciar una reorientación que transforme motivaciones inauténticas en un ejercicio genuino de desprendimiento, alteridad y compromiso desinteresado con quienes se encuentran en condiciones de vulnerabilidad o luchan por el reconocimiento de sus derechos.

Este es el sentido último de la solidaridad: un acto de reconocimiento de la dignidad inmanente del prójimo. Exige, pues, una mano desprendida dispuesta a apoyar  sin buscar proyección personal o satisfacción interna. Constituye una colaboración que no dirige, sino que se une a luchas, abre puertas, sugiere caminos para que el otro pueda transitar libremente y desarrollar sus potencialidades sin esperar un beneficio personal. “La solidaridad es un componente esencial de la convivencia humana.  La solidaridad nos inspira a comprometernos con causas que consideramos justas, aunque no nos afecten y permite superar el egoísmo individual en procura de la reivindicación de los derechos de los otros(@felixtena: 23 de mayo de 2018).

Félix Tena de Sosa

Abogado

Analista jurídico con estudios especializados en derecho constitucional y más de 15 años de experiencia en instituciones públicas y organizaciones no gubernamentales. Docente universitario de derecho constitucional, derechos humanos y filosofía del derecho. Apartidista, librepensador, socioliberal, moderado y escéptico.

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