Con los años he aprendido a pedirle menos cosas a la vida. De verdad. Hoy, casi siempre, le pido solo dos: tranquilidad y salud.
Y no es que no desee más —porque claro que uno sueña, aspira y trabaja—, sino que con el tiempo entendí algo esencial: cuando la tranquilidad y la salud están presentes, casi todo lo demás encuentra su lugar. No hacen ruido, no se exhiben, no llaman la atención. Pero sostienen todo lo que realmente importa.
A veces digo que son como la sal: nadie anda hablando de ella ni preguntando si está buena, pero cuando falta, se nota de inmediato. Solo entonces entendemos cuánto hacía falta.
Llega un momento —sin avisarnos— en que uno se da cuenta de algo muy simple y muy profundo a la vez: levantarse un día más, respirar sin pensar en una enfermedad, caminar sin dolor, seguir de pie a pesar de todo, tener esperanza de un mejor mañana.
Eso que solemos llamar “normal” es, en realidad, uno de los privilegios más inmensos de la vida, y casi siempre lo aprendemos a valorar demasiado tarde.
Aunque esté escrito en muchos libros —especialmente los de autoayuda—, esto no se aprende solo leyéndolos.
Se aprende viviéndolo. Probando, fallando, cayéndose; viendo amigos y familiares partir de distintas formas, enfrentando pérdidas, silencios y ausencias que nos cambian para siempre.
Y levantándonos después: no iguales, sino más conscientes, más atentos a lo que realmente importa.
Con los años comprendí algo que no se aprende joven: el agradecimiento no nace cuando todo nos va bien. Eso es automático, casi instintivo. Cualquiera agradece cuando la vida sonríe. Lo verdadero aparece en otro momento, cuando la vida aprieta, cuando las cosas no salen como esperábamos y, aun así, uno decide no endurecer el corazón.
Agradecer —y perdonar— precisamente en esos momentos no es optimismo ingenuo ni una resignación mágica disfrazada de espiritualidad. Es una decisión personal, silenciosa, y casi siempre invisible para los demás. Nadie aplaude ese gesto. Nadie lo celebra. Pero es ahí donde se juega algo esencial: negarnos a convertirnos en personas amargadas, rencorosas, envidiosas, atrapadas en el chisme o endurecidas por dentro.
Porque esas emociones, aunque parezcan intensas, son una inversión enorme e inútil de energía. Podemos pasar días enteros dándole vueltas a una herida, construyendo argumentos, imaginando respuestas, mientras la otra persona —la mayoría de las veces— sigue con su vida sin pensar en nosotros. El desgaste es unilateral. El daño también.
Con el tiempo uno entiende que cada ser humano carga su propio peso: batallas que no vemos, pérdidas que no se cuentan, miedos que se disimulan, fracasos que se esconden detrás de una sonrisa. Cada quien vive inmerso en su mundo, en sus sueños, en sus esperanzas, intentando —a su manera— ser un poco mejor de lo que fue ayer.
Con esta comprensión, algo cambia por dentro. Cuando eso ocurre, uno entiende por qué no vale la pena invertir tiempo ni paz en emociones que no construyen nada. No lo valen. Y, sobre todo, tú no te lo mereces.
Pensar una y otra vez en lo que pudo ser termina robándonos la vida que todavía es. La vida no se vive hacia atrás. Se vive desde lo que aún está. Estar aquí, respirar, seguir de pie, ya es una oportunidad inmensa.
Conviene no olvidarlo: quienes hoy estamos vivos todavía podemos intentar de nuevo, corregir, pedir perdón, agradecer, amar mejor. Los que ya no están no tienen esa posibilidad. Y muchos de ellos —seguramente— tenían planes para mañana, sueños pendientes y palabras que nunca llegaron a decirse.
Por eso, cuidar lo humano que llevamos dentro no es una idea simplemente bonita: es una responsabilidad con la vida que todavía tenemos.
Durante mucho tiempo pensé —y sé que a muchos les pasa en la juventud— que todo lo que había logrado, poco o mucho, era exclusivamente fruto de mi propio esfuerzo. Y el esfuerzo importa, claro que sí. Nadie construye nada sin trabajo, disciplina y constancia. Pero con los años llega una mirada más honesta, más amplia y también más justa: nadie llega solo a ningún lugar.
Siempre hubo alguien antes. Alguien que dio un consejo en el momento preciso, que abrió una puerta cuando parecía cerrada, que ofreció una oportunidad inesperada, que dijo una verdad incómoda —de esas que duelen, pero despiertan— o que tendió la mano sin obligación y sin esperar nada a cambio. Reconocer eso no nos quita mérito; al contrario, nos devuelve humildad, nos reconcilia con nuestra historia y nos enseña a agradecer.
Tal vez muchas de esas personas que estuvieron ahí, sosteniéndonos cuando más lo necesitábamos, hoy ya no están. Y es justamente por eso que la gratitud no debería postergarse ni quedarse en palabras tardías.
Por eso creo que la gratitud no se proclama ni se anuncia: se vive.
Se manifiesta en lo cotidiano, en lo pequeño, en lo que casi nadie aplaude: en cómo saludamos al empleado más humilde, a quien limpia, a quien cuida, a quien sirve; en cómo miramos a la persona que pide en la calle; en cómo tratamos a quienes no tienen poder, nombre ni visibilidad. Y, sobre todo, en cómo actuamos cuando nadie nos está mirando. Ahí —en ese silencio discreto— es donde se revela quiénes somos de verdad.
Que cerremos un año agradecidos no significa negar el cansancio extremo que llevamos, la decepción o el desencanto. Significa algo muchísimo más profundo: decidir no perder nuestra dignidad emocional. No permitir que la frustración nos convierta en personas duras, desconfiadas o pequeñas.
Tal vez por eso, hoy más que nunca, vale la pena revisar qué emociones estamos alimentando. El ego, la envidia, el chisme y esa necesidad constante de validación tuvieron alguna vez una función en la historia: protegernos, alertarnos, ayudarnos a sobrevivir. Pero hoy, si no se educan, se vuelven emociones inútiles. No construyen bienestar, no fortalecen vínculos y, sobre todo, no nos hacen más felices. Al contrario: nos desgastan, nos aíslan y nos roban la paz.
Quisiera que aprendiéramos que alegrarnos por el éxito de otros es una de las formas más sanas de gratitud. Cuando alguien cercano avanza, nos recuerda que sí se puede. Que el esfuerzo da frutos. Que crecer es posible. Esa mirada nos libera y nos hace mejores.
En esta etapa de mi vida también he comprendido algo esencial: no toda discusión merece nuestra energía. Vivimos en un mundo hiperconectado donde parece obligatorio responder, aclarar, defenderse, ganar. Pero muchas de esas batallas no transforman absolutamente nada; solo nos desgastan. Aprender a no responder a una provocación no es rendirse. Es entender que la paz vale más que el ruido. El tiempo suele ordenar lo que las palabras, dichas desde la emoción, solo terminan confundiéndonos.
Vivir agradecido también es aprender a elegir nuestras batallas. Entender que, muchas veces, ser feliz es más importante que tener la razón.
Hoy procuro vivir con menos ruido y más sentido. Con más amigos y menos rivales. Con más compañeros y menos adversarios. Alejándome del chisme, del ego desbordado y de la envidia, que solo ocupa el espacio donde podría habitar la calma interior.
He aprendido algo que parece sencillo, pero exige carácter todos los días: decir la verdad transforma la vida. La honestidad ordena por dentro y por fuera, construye confianza y abre puertas que no se fuerzan. Caminar así permite algo cada vez más escaso: una conciencia tranquila. Y eso, en estos tiempos, es un verdadero tesoro del cielo.
En estas últimas semanas de diciembre, mi oración es muy sencilla: Gracias por la vida, por lo aprendido y por lo vivido. Que la Navidad nos devuelva la calma, la gratitud, el compañerismo y la humanidad.
Porque al final —cuando el ruido se apague y lo urgente pierda sentido— no seremos recordados por lo que acumulamos, sino por cómo vivimos, a quién amamos y cuánto supimos agradecer.
La Escritura lo dice con una claridad increíble: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Marcos 8:36).
Vivir agradecido no es un gesto pequeño.
Es una forma de cuidar el alma en un mundo que insiste en olvidarla. Ese —y no otro— es el privilegio más alto que podemos vivir en este pequeño, frágil y precioso tiempo que llamamos vida.
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