Las sociedades occidentales modernas nunca se han despojado del todo de los vestigios de un poder punitivo propio de los Estados absolutistas. Siempre ha habido un trato diferenciado sobre los seres humanos. Unos, a los que se les reconoce la condición de personas y, por tanto, se les reconocen los principios y garantías propios de un Estado de Derecho. Otros, en cambio, a los que se les niega dicha condición y se les considera “enemigos”, con la consecuente restricción de los principios y garantías, cuando no su burda eliminación.
Günter Jakobs (2003), quien no es el ideólogo de la diferenciación expuesta (que precede por mucho a su teoría), da cuenta de esta y llama “derecho penal del enemigo” al tratamiento recibido por algunos “delincuentes”, especialmente los “terroristas”, mientras que denomina “derecho penal del ciudadano” a los infractores que mantienen su condición de personas. La función del derecho penal aplicable a los “enemigos” sería la de la “eliminación de un peligro”.
Paradójicamente la intención de Jakobs no es la de justificar una expansión del “derecho penal del enemigo”, sino más bien, partiendo de la realidad de este, tratar de contenerlo, delimitarlo, para que no termine entremezclado con “todo” el derecho penal. Sin embargo, como lúcidamente sostiene Eugenio Raul Zaffaroni (2009), esta estrategia de contención resulta infructuosa, pues la introducción de elementos propios del Estado absoluto al Estado de Derecho termina en una implosión de este último.
En última instancia, el concepto de “enemigo”, cuya función se vincula a la necesidad de “eliminación de un peligro”, no admite limitaciones más allá del poder mismo que lo define. Expresa Zaffaroni (2009):
“Como nadie puede prever exactamente lo que hará ninguno de nosotros en el futuro -ni siquiera nosotros mismos-, la incerteza del futuro mantiene abierto el juicio de peligrosidad hasta que quien decide quién es el enemigo deja de considerado como tal, con lo cual el grado de peligrosidad del enemigo -y, por ende, de la necesidad de contención- dependerá siempre del juicio subjetivo del individualizador, que no es otro que quien ejerce el poder.”
El pasado 15 de marzo, Donald Trump, presidente de EEUU que, imbuido del excepcionalismo político desde el cual históricamente se autopercibe ese país, pretende devolverle su “grandeza”, invocó la aplicación de la Ley Enemigos Extranjeros (Aliens Enemies Act) ante la supuesta invasión de la organización criminal de origen venezolano, Tren de Aragua. Esta es una ley de finales del siglo XVIII (1798) que permite detener y/o deportar a nativos y ciudadanos de una nación enemiga, prescindiendo de las garantías de un procedimiento criminal o de un procedimiento migratorio de deportación, según sea el caso. Solo ha sido invocada en tres ocasiones: durante la guerra anglo-estadounidense de 1812 y durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
La aplicación de la ley está condicionada a que exista una declaración de guerra o a la perpetración, intento o amenaza de una invasión o incursión predatoria contra el territorio de EE. UU., por una nación o gobierno extranjero. En las tres invocaciones previas existió una declaración de guerra, lo cual es una atribución del Congreso Nacional, por lo que en este caso es la primera vez que se utiliza la ley frente a una supuesta invasión o incursión predatoria. Para ello la proclamación del presidente Trump realiza un despliegue argumentativo tendente a sostener que el Tren de Aragua no solo es una organización terrorista que habría supuestamente “infiltrado” y conducido una “guerra irregular” directamente en contra de EE. UU., sino que además lo hace bajo la dirección, clandestina o no, del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela.
Como consecuencia de la proclamación trumpista, tres aviones salieron de EE. UU. hacia El Salvador con aproximadamente 260 inmigrantes extranjeros, la mayoría de ellos venezolanos. Esto, a pesar de una orden judicial del juez de distrito James Boasberg que ordenó el bloqueo de las deportaciones, conllevando consigo a que funcionarios del gobierno EE. UU., desde la titular del Departamento de Justicia hasta el propio Trump, iniciaran una campaña de descrédito en su contra que incluso ha abierto la discusión de un posible juicio político (impeachment).
Parecería, no obstante, que para cualquiera que no fuese miembro del Tren de Aragua la aplicación de la Ley de Enemigo Extranjero es inocua. Pero el punto es que según declaró un propio representante del Servicio de Migración y Control de Aduanas (Inmigrations and Customs Enforcement) muchos de los supuestos miembros del Tren de Aragua que fueron deportados ni siquiera tienen récord criminal en EE. UU., lo cual a seguidas intentó atenuar estableciendo que ello se debe a que solo habían estado en dicho país por un corto período. De manera que, la determinación de la pertenencia o no a la organización criminal, se basó casi exclusivamente en el criterio de una agencia administrativa.
Sobre esto último vale volver a Zaffaroni (2009), quien refiriéndose a la imposibilidad de la limitación del concepto de “enemigo”, indica que:
“(…)esta no puede respetarse porque el poder de individualización se le concede a la agencia que lo ejerce, que -como cualquier burocracia- lo ejercerá conforme a sus objetivos sectoriales, que no estarán limitados a los estereotipos imaginados por el legislador a la hora de construir los tipos o de ceder garantías de los ciudadanos.”
En el caso analizado se hace evidente que, independientemente del cuestionable contenido de la Ley de Enemigos Extranjeros, esta ha sido utilizada para perseguir “estereotipos” distintos a los imaginados por legislador. Se ha hecho un uso extensivo del concepto de “enemigo” para abarcar a chivos expiatorios del discurso trumpista y deshacerse de estos prescindiendo de un debido proceso, ya sea criminal o migratorio.
Hasta aquí se trata de una expansión de manual del “derecho penal del enemigo”. Lo particular, sin embargo, es el destino y el estatus actual de las personas deportadas, específicamente las de nacionalidad venezolana, pues han sido llevadas a El Salvador y han sido detenidas administrativamente en el Centro de Confinamiento de Terrorismo (CECOT) por un período de un año, renovable, según afirmó el propio presidente Nayib Bukele. La diferencia con otros ejemplos de detenciones sin garantías, como por ejemplo sucede en la Base de Guantánamo, es que en este caso la situación se produce en un Estado formalmente independiente y con normas propias que aplican en su territorio.[1]
Estas personas no son nacionales de El Salvador, no han cometido delitos y mucho menos han sido condenadas en base a las leyes del país en el que han sido forzosamente depositadas como residuos. Sin embargo, Bukele justifica su detención en un supuesto acuerdo económico con EE. UU. que ayudará a hacer autosustentable el sistema penitenciario salvadoreño. Se trata casi literalmente de una zona franca penitenciaria a través de la cual se exportarían servicios de contención de “enemigos” que representan un “peligro” para el comprador.
Es importante destacar que Bukele ha hecho uso de su propio modelo del “derecho penal del enemigo” en su bastante popular “guerra” contra las pandillas salvadoreñas. Como toda guerra, tiene sus efectos colaterales, y en propias declaraciones del presidente, este manifestó que “las operaciones no son perfectas” y que “sin ninguna intención de dañar a una persona inocente”, algunos fueron capturados, admitiendo que ya estaban liberándonos y que, de momento, ya habían liberado la modesta suma 8,000 personas (y contando). Para que el lector tenga una idea, el total de detenidos en la cárcel de La Victoria a principios del 2024 era de 6,816, por lo que los inocentes liberados por el régimen de Bukele superan la totalidad de población carcelaria de ese recinto.
Todo parece indicar que tanto Trump como Bukele seguirán recurrieron a medidas de excepción para lograr sus objetivos. En el caso del primero, ya se ha visto como su gobierno ha empezado a usar arbitrariamente su poder para detener a personas, incluso con residencia legal, por expresar ideas y manifestarse a favor de Palestina y en contra de la masacre que comete en Gaza el Estado de Israel. Lógicamente, el discurso utilizado no es otro que el de la existencia de supuestos apoyos a organizaciones terroristas (en referencia a Hamas), es decir, el de la subjetiva individualización de un “enemigo”.
Bibliografía
Jakobs, G., & Cancio Meliá, M. (2003). Derecho penal del enemigo. Madrid: Civitas.
Zaffaroni, E. R. (2009). El enemigo en el derecho penal. Buenos Aires: Ediar.
[1] Solo conozco como algo similar los acuerdos de detención migratoria entre Australia y Nauru.
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