Cuando Richard Wright tuvo por primera vez un libro de H. L. Mencken en sus manos (a los diecinueve años), sintió una gran conmoción. Descubrió un nuevo mundo, la fascinación y el poder y la magia de las palabras:
«Esa noche, en mi habitación alquilada, mientras dejaba correr el agua caliente sobre mi lata de frijoles con cerdo en el fregadero, abrí “Un libro de prólogos” y comencé a leer. Me impactó y me sorprendió el estilo, las frases claras, concisas y contundentes. ¿Por qué escribía así? ¿Cómo se podía escribir así? Me lo imaginé como un demonio furioso, atacando con la pluma, consumido por el odio, denunciando todo lo estadounidense, ensalzando todo lo europeo o alemán, riéndose de las debilidades ajenas, burlándose de Dios, de la autoridad. ¿Qué era esto? Me puse de pie, intentando comprender la realidad que se escondía tras el significado de las palabras… Sí, este hombre luchaba, luchaba con palabras. Las usaba como un arma, como si fueran un garrote. ¿Podían las palabras ser armas? Pues sí, porque ahí estaban. Entonces, tal vez, ¿podría yo usarlas como un arma? No. Me asustó. Seguí leyendo y lo que me asombró no fue lo que decía, sino cómo alguien podía tener el valor de decirlo».
La vida de Richard Wright se dividiría a partir de esa experiencia en un antes y un después. Había visto la luz a través de las palabras y en su interior se despertó una insaciable curiosidad:
«¿Quiénes eran esos hombres de los que Mencken hablaba con tanta pasión? ¿Quién era Anatole France? ¿Joseph Conrad? ¿Sinclair Lewis, Sherwood Anderson, Dostoievski, George Moore, Gustave Flaubert, Maupassant, Tolstói, Frank Harris, Mark Twain, Thomas Hardy, Arnold Bennett, Stephen Crane, Zola, Norris, Gorki, Bergson, Ibsen, Balzac, Bernard Shaw, Dumas, Poe, Thomas Mann, O. Henry, Dreiser, H.G. Wells, Gogol, T.S. Eliot, Gide, Baudelaire, Edgar Lee Masters, Stendhal, Turguénev, Huneker, Nietzsche y tantos otros? ¿Existieron de verdad? ¿O acaso existieron alguna vez? ¿Y cómo se pronunciaban sus nombres?»
Richard Wright ahora tenía «la convicción de que, de alguna manera, había pasado por alto algo tremendamente importante en la vida», muy importante:
«No se trataba de creer o no creer lo que leía, sino de sentir algo nuevo, de dejarme conmover por algo que transformaba mi perspectiva del mundo».
Efectivamente, estaba cambiando; se estaba operando en él una metamorfosis; por primera vez tenía acceso a la luz del conocimiento. Se sentía, quizás, como aquel personaje de García Márquez, «aturdido por los hechizos de un mundo que le había sido vedado». Se sentía más libre y de alguna manera culpable. Sí, el conocimiento le proporcionaba una sensación de libertad y culpabilidad a la vez, y se sentía como desnudo, como si ahora los demás pudiesen ver a través de él.
«Leer era como una droga, un alucinógeno. Las novelas creaban estados de ánimo en los que vivía durante días. Pero no podía vencer mi sentimiento de culpa, la sensación de que los hombres blancos que me rodeaban sabían que estaba cambiando, que había empezado a verlos de otra manera».
Richard Wright había comido del fruto del árbol prohibido, la fruta del bien y del mal. Se sentía vigilado; envolvía los libros en papel de periódico para que nadie supiera que los estaba leyendo. Sin embargo, «algunos hombres blancos revisaban (sus) paquetes cuando (él) no estaba y (lo) interrogaban». Lo amonestaban. Le decían que se iba a poner loco si no tenía cuidado. Leer era peligroso, literalmente peligroso. Lo peor es que también comenzó a sentir deseos de escribir:
«Sumergido en nuevos estados de ánimo e ideas, compré un paquete de papel e intenté escribir; pero no surgía nada, o lo poco que salía era insulso. Descubrí que para escribir se necesitaba más que deseo y sentimiento, y abandoné la idea. Aun así, seguía preguntándome cómo era posible conocer a la gente lo suficiente como para escribir sobre ella. ¿Podría alguna vez aprender sobre la vida y las personas? Para mí, con mi vasta ignorancia, mi condición de segregado racial, parecía una tarea imposible. Ahora sabía lo que significaba ser negro. Podía soportar el hambre. Había aprendido a vivir con el odio. Pero sentir que había sentimientos que me eran negados, que el aliento mismo de la vida estaba fuera de mi alcance, eso, más que nada, me dolía, me hería. Sentía una nueva hambre».
»La lectura, al mismo tiempo que me infundía ánimo, me desanimó por completo, me hizo ver lo que era posible, lo que había pasado por alto. Mi tensión regresó, nueva, terrible, amarga, oleada, casi incontrolable. Ya no sentía que el mundo a mi alrededor fuera hostil, asesino; lo sabía. Un millón de veces me pregunté qué podía hacer para salvarme, y no encontré respuestas. Me sentía condenado para siempre, rodeado de muros».
Lo que cuenta Richard Wright es la manera en que conoció el mundo y se conoció a sí mismo a través de los libros. Pero los libros no lo hicieron libre. Le producían una salvaje alegría, pero también angustia e incertidumbre y las más insospechadas inquietudes. Algo en su interior, un hombre nuevo, pujaba dolorosamente por nacer.
«No conocía a ningún negro que leyera los libros que me gustaban y me preguntaba si algún negro alguna vez pensaba en ellos. Sabía que había médicos, abogados y periodistas negros, pero nunca vi a ninguno. Cuando leía un periódico negro, jamás encontraba en sus páginas el más mínimo reflejo de mis inquietudes. Me sentía atrapado y, a veces, durante unos días, dejaba de leer. Pero me invadía una vaga sed de libros, libros que abrían nuevas vías para sentir y ver, y volvía a falsificar una nota para la bibliotecaria blanca. Volvía a leer y a maravillarme como solo los ingenuos e iletrados pueden hacerlo, sintiendo que cargaba conmigo cada día un peso secreto y criminal».
Ahora comenzaba a pensar en otros horizontes, en seguir el camino que habían emprendido millones de afroestadounidenses durante la llamada Gran Migración de la primera mitad del siglo XX. El éxodo desde los estados del sur hacia el norte. Del sur abrazador al gélido norte.
Abandonar el sur, donde no tenía presente ni futuro, se convirtió en un proyecto, un proyecto suyo y de su familia.
Capítulo XIII (última parte)
Ahora podría calcular con bastante claridad mis posibilidades de sobrevivir en el Sur siendo negro.
Podría haber luchado contra los blancos del sur organizándome con otros negros, como lo había hecho mi abuelo. Pero sabía que jamás podría ganar así; había muchos blancos y pocos negros. Eran fuertes y nosotros débiles. Una rebelión negra abierta jamás triunfaría. Si luchaba abiertamente, moriría, y no quería morir. Las noticias de linchamientos eran frecuentes.
Podría haberme sometido y vivir como un esclavo dócil, pero era imposible. Toda mi vida me había moldeado para vivir según mis propios sentimientos y pensamientos. Podría reconciliarme con Bess, casarme con ella y heredar la casa. Pero eso también sería vivir como un esclavo; si lo hacía, destruiría algo dentro de mí y me odiaría tanto como sabía que los blancos ya odiaban a quienes se habían sometido. Tampoco podía ofrecerme voluntariamente para que me patearan, como había hecho Shorty. Prefería morir antes que hacer eso.
Podía desahogar mi inquietud peleando con Shorty y Harrison. Había visto a muchos negros resolver el problema de ser negros descargando su odio hacia otros de piel negra y peleándose con ellos. Para hacer eso, tendría que ser insensible, y yo no era insensible ni podría serlo jamás.
Por supuesto, podía olvidar lo que había leído, apartar a los blancos de mi mente, olvidarlos; y encontrar alivio a la ansiedad y la añoranza en el sexo y el alcohol. Pero el recuerdo de cómo se había comportado mi padre hacía que ese camino me resultara repugnante. Si no quería que otros profanaran mi vida, ¿cómo podía profanarla yo misma voluntariamente?
No tenía ninguna esperanza de convertirme en un profesional. No solo me habían condicionado tanto que no lo deseaba, sino que la realización de tal ambición estaba más allá de mis capacidades. Los negros acomodados vivían en un mundo casi tan ajeno para mí como el mundo habitado por los blancos.
¿Qué había, entonces? Cada día, mi vida estaba presente en mi mente, en mi consciencia, con la sensación a veces de que tropezaría y la dejaría caer, de derramarla para siempre. Mis lecturas habían creado una enorme distancia entre el mundo en el que vivía y trataba de ganarme la vida y yo, y esa distancia aumentaba día a día. Mis días y mis noches eran un largo y silencioso sueño continuo de terror, tensión y ansiedad. Me preguntaba cuánto tiempo podría soportarlo.
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Algo en su interior, un escritor, pujaba dolorosamente por nacer.
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