La verdad que Bogle no quiso maquillar: su industria había olvidado a quién servía. John C. Bogle nació en 1929, en un pequeño pueblo de Nueva Jersey, en el seno de una familia acomodada que no tardó en dejar de serlo. La Gran Depresión económica de ese año desmanteló buena parte del patrimonio familiar cuando él apenas era un niño. Su padre perdió el empleo, la familia perdió su casa, y su madre —con una dignidad silenciosa— sostuvo como pudo a sus tres hijos mientras reconstruían su vida desde abajo.
Aquellos años no le enseñaron resentimiento, pero sí le dejaron grabada una convicción sencilla: el dinero es algo demasiado serio como para ser tratado con frivolidad.
Estudiante brillante apasionado con las matemáticas, encontró en los números no solo orden, sino una forma de entender el mundo. Ingresó a la universidad de Princeton, donde trabajaba medio tiempo para costearse los estudios. Allí, en 1951, eligió un tema para su tesis que, para sus profesores, parecía poco prometedor: el negocio de la administración y gestión de fondos de inversión.
Pero lo que comenzó como un ejercicio académico terminó revelando una fractura incómoda en el sector financiero de la posguerra.
El joven Bogle descubrió que la mayoría de los gestores de fondos —a pesar de su prestigio, su retórica y su pirotecnia financiera— no lograban superar el rendimiento del propio mercado. Es decir, Bogle reveló que a quien ahorraba o invertía su dinero de manera diversificada en el mercado de acciones,—sin intentar predecir el rendimiento— obtenía mejores resultados que aquellos que pagaban caro por expertos que prometían saber dónde invertir mejor.
Era un dato devastador. Los gestores cobraban comisiones abultadas como si aportaran un valor extraordinario, pero lo que entregaban al ahorrante era, en el mejor de los casos, apenas el promedio. O menos.
La conclusión era simple, pero tenía implicaciones que la industria financiera no estaba dispuesta a escuchar: si los fondos no superan al mercado, entonces la razón de ser de la gestión de fondos se desvanece.
Bogle no llegó a esta conclusión desde la indignación. Su temperamento no era el de un joven agitador seducido por ideas revolucionarias, sino el de un ingeniero del interés compuesto, convencido de que no podía existir mayor lealtad que la que un gestor debe a quien le confía su patrimonio y de que la industria financiera a la que pertenecía corría un riesgo de descrédito.
Fue esa lógica la que en 1975 lo llevó a fundar The Vanguard Group: una empresa financiera que rompía con el modelo tradicional, proponiendo fondos que no dependían de gestores ni administradores (los hoy conocidos fondos indexados pasivos o ETF), sin comisiones fijas ni costos ocultos. Su único propósito: maximizar el valor del dinero confiado por los ahorrantes.
Vanguard surgió como una respuesta coherente a la infidelidad fiduciaria que había presenciado. Se estableció como un espacio donde los intereses del gestor y del inversionista están completamente alineados: el gestor solo prospera si prospera también quien le ha confiado su dinero. La lealtad de Bogle no pasó desapercibida: millones de inversionistas confiaron en su firma Vanguard, hasta convertirla en una de las mayores gestoras de activos del mundo.
Austero hasta la exageración, él desconfiaba de todo lo que oliera a ostentación y repudiaba la retórica del genio financiero. En un mundo que celebraba la sofisticación y la opacidad, apostaba por la simplicidad: bajos costos, transparencia y fidelidad absoluta al ahorrante e inversionista.
Lo que descubrió no fue un accidente. Tampoco fue una teoría. Fue, simplemente, una verdad que eligió no maquillar.
El deber fiduciario: la lealtad como condición de legitimidad. Detrás de cada contrato en el que una persona entrega su dinero a otro para que lo administre, hay una expectativa que no requiere ser escrita para ser comprendida. Es anterior al contrato, al derecho e incluso precede cualquier regulación o normativa legal: la expectativa de lealtad.
El deber fiduciario es un compromiso que no se reduce a la obligación de actuar con diligencia o con competencia técnica. Va mucho más allá. Es, en esencia, la obligación de no anteponer jamás los intereses propios a los de los ahorrantes o inversionistas que confían sus ahorros, los dueños del dinero.
No es un ideal, sino la piedra angular de cualquier relación de mandato patrimonial. Su ruptura no es un simple error ético: es la disolución misma de la legitimidad de quien administra.
Cuando John Bogle constata que gran parte de la industria financiera había estructurado un modelo donde el gestor protegía su renta, mientras transfería el riesgo —todo el riesgo— al ahorrante, no estaba señalando una falla marginal del sistema. Estaba describiendo una ruptura profunda, una forma sofisticada de infidelidad, envuelta en contratos y retórica financiera.
El administrador de fondos debe hacer, siempre, lo que haría consigo mismo si el dinero fuera suyo. Más aún: lo que haría si ese dinero le fuera aún más valioso que el propio. No es una cortesía, ni una virtud opcional. Es, sencillamente, el precio que justifica que alguien tenga el privilegio de administrar el patrimonio ajeno.
Si esa lealtad se rompe —si el gestor garantiza su propia renta mientras deja que la incertidumbre, los mercados, la inflación o los ciclos económicos recaigan exclusivamente sobre el ahorrante—, entonces no queda un servicio. Lo que queda es una maquinaria que extrae valor de empresas y afiliados con el mismo descaro con que afirma protegerlo.
Cuando la deslealtad se convierte en modelo de negocios y en norma legal. En el ámbito de las AFP dominicanas, esa incongruencia alcanza una dimensión singular. Porque aquí ya no se trata de una relación contractual libremente asumida. Aquí es la ley la que impone el mandato: todo empleado y la empresa empleadora deben transferir una parte de la remuneración del asalariado a un fondo administrado por una gestora (AFP).
La propia Ley 87-01, que rige el Sistema Dominicano de Seguridad Social, formula el objeto de las AFP con términos claros: administrar el ahorro previsional en beneficio de los afiliados, de manera segura, eficiente y rentable.
El Reglamento de Pensiones (Decreto 969-02 del 19 de diciembre de 2002), reforzó esta idea al establecer que la administración debe realizarse con criterios de seguridad, prudencia y rentabilidad, buscando siempre la protección del patrimonio del afiliado.
Nada en esos textos legales sugiere, explícita ni implícitamente, que la prioridad del sistema sea proteger la rentabilidad de la AFP. Todo el diseño normativo presupone —o finge presuponer— que la AFP existe para servir al afiliado, inversionista del fondo de pensiones.
Y sin embargo, en el corazón mismo del modelo subyace un dispositivo que subvierte ese principio: la AFP cobra una comisión garantizada sobre el saldo administrado, independientemente del rendimiento real del fondo.
No importa si la rentabilidad real es insuficiente para preservar siquiera el poder adquisitivo del ahorro. La comisión de la AFP es estable, segura, blindada.
Mientras el asalariado inversionista del fondo de pensiones asume el riesgo de los mercados, de la inflación, de los ciclos económicos y hasta del riesgo legal que pueda afectar el valor real de su ahorro, la AFP percibe una renta estable, protegida contra las mismas incertidumbres que, sin embargo, no logra —o no pretende— proteger para quien le confía su dinero.
Un deber olvidado, un riesgo transferido y una pregunta incómoda que persiste. Si todo lo anterior incomoda es precisamente porque no hay manera de ignorarlo sin traicionar la razonabilidad legal, la lealtad fiduciaria y empresarial. No se trata de una anomalía técnica, ni de un debate exclusivamente financiero. Es, en el fondo, un problema de legitimidad.
Porque cuando el gestor asegura su ingreso, aun cuando no puede —o no sabe— proteger el valor real del patrimonio que le ha sido confiado, lo que queda no es un servicio. Lo que queda es un mecanismo institucional de extracción de recursos de empresas y afiliados, que no cumple con las condiciones mínimas que debe reunir la gestión responsable de fondos y que desacredita al sistema.
Y lo que John Bogle constató con tanta sobriedad —y que eligió no maquillar— sigue siendo una pregunta que atraviesa cualquier sistema que gestione ahorro ajeno, pero de manera particularmente brutal en los sistemas de fondos de pensiones:
> ¿De quién es este dinero?
¿Y qué tipo de estructura legal y comercial permite que quien lo administra lo haga con garantías para sí mismo, mientras extrae recursos de empresas y asalariados y traslada toda la incertidumbre —económica, financiera, inflacionaria e incluso legal— al afiliado?
La lección de Bogle no fue un manifiesto. Fue, simplemente, el resultado inevitable de observar con honestidad que su industria se había olvidado a quién debía servir y el rol que debía jugar en el necesario sector financiero.
Y lo que se olvida, si no se corrige, termina pareciendo normal hasta erosionar la confianza en el sistema. Hasta que un día, alguien vuelve a preguntarlo en voz baja, con la serenidad demoledora que usaba Bogle:
¿Qué parte de la palabra “fiduciario” fue exactamente la que decidimos olvidar?
*Nota personal: El autor no posee acciones de Vanguard ni es empleado de Vanguard Group Inc.
Bibliografía
- Bogle, John. Stay the Course: The Story of Vanguard and the Index Revolution, Epub (English Edition), November 2018;
- Ellison, Robin. Pension Fund Investment Law, Bloomsbury Professional september 2008;
- Maatman, Rene, Dutch Pension Funds: Fiduciary Duties and Investing, Kluwer Law International January 2005;
- Philippe Grosjean. Fonds de pension et marchés financiers internationaux (50), LGDJ –octubre 2016;
Websites/artículos:
https://www.cnmv.es/docportal/Buenas-practicas/CBPinversores.pdf
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