La historia supera por sí sola, no solo el pasado y el presente, sino cualquier predicción y expectativa que sostengamos a propósito de su futuro. Me valgo de una experiencia personal para darme a entender.
Al finalizar mis estudios superiores, a inicios de la década de los años de 1980, consideraba que ya sabía más que la mismísima Enciclopedia Británica. Craso error. No solo por el interminable número de eventos a los que daba inicio la era digital que silenciosamente en aquellos días se escurría a mis espaldas, sino por la caterva de autores de peso de los que aún solo conocía el nombre.
Dos de esos autores, si bien no me devolvieron a la cueva de Platón, sí me obligaron a revisar obras de Vico, Spengler, Toynbee y Sorokin, antes de que por fin me hicieran poner los pies desnudos sobre la tierra.
Al acercarme a Francis Fukuyama asumí, en función del título de su ensayo, que encontraría a un docto de corte hegeliano, pues estaba familiarizado con las Lecciones de la Filosofía de la Historia (“Weltgeschichte”) del oscuro docente berlinés. Y, al adentrarme a Samuel Huntington, segundo de aquellos dos autores, prejuzgué una perspectiva más antropológica, a la usanza cultural de Leslie White y de Marvin Harris pero, en términos conceptuales, gracias a Dios, menos expuesta a la interminable búsqueda kantiana de la paz perpetua.
Predispuesto así, constaté que Fukuyama, con su escrito: El fin de la historia, publicado en 1989, lo primero que hizo fue delimitar el terreno. "Es muy difícil evitar la sensación de que algo fundamental ha sucedido en la historia mundial". Y, en su segundo párrafo, nos devela el Kayros omnipresente como "una victoria descarada del liberalismo económico y político".
Pero, ¿por qué “victoria”? ¿“Descarada”? Porque el pleito comenzó –nada más y nada menos que con plena confianza en el triunfo definitivo de la democracia liberal occidental– y ahora se cerraba su ciclo de la misma manera, no obstante el previo desvío tomado prácticamente durante un siglo, a través de la violencia ideológica, antes de llegar a la victoria final.
Ya, en el cuarto párrafo del ensayo, aparece su ahora tan famosa y difamada tesis –como si fuera el Cristo resucitado– de cuerpo entero y con llagas en las manos. Lo que podríamos estar presenciando no es solo el fin de la Guerra Fría, o el fin de un período particular de la historia de la postguerra, sino “el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.
¿Triunfalista? Por supuesto que sí; como toda conclusión guiada por un “Begriff” de tufo hegeliano. Pero, por eso mismo, empero, no es incondicional. “El fin de la historia será una época muy triste”. Ante todo, dado que cae en una especie de Sábado Santo en el que no hay vida ni palabras, solo silencio sepulcral, sin luchas ideológicas y, por tanto, se carece de nuevas manifestaciones de algo absoluto en el arte, en las creencias religiosas o, como joya de la corona, en la filosofía.
De ahí que Fukuyama pueda predecir –-debo escribir, ¿esperar?– un nuevo capítulo de la universalidad de dicha historia, pues hasta ahí tan solo alcanza ser algo –bajo el prisma nietzcheano—de lo “humano, demasiado humano”.
En su escrito, “El choque de civilizaciones” (1993), la perspectiva de Huntington pareciera ser más aterrizada, culturalmente material y antropológica. El connotado profesor inicia coincidiendo con Fukuyama, antes de disentir y diferenciarse de él. Los tiempos del conflicto ideológico han terminado, empero, eso no significa que no prevalezcan nuevos contratiempos. A este respecto no hay cuerda floja que valga.
Desde la Paz de Westfalia (1648) hasta finales del siglo XX, los conflictos se suceden en fila india, entre príncipes, estados nacionales e ideologías. Y, ¡sorpresa!, absolutamente todos narrados con óptica occidental. Bajo esa perspectiva transcurren justificaciones, incidentes y desenlaces históricos. Espectáculo supuestamente mundial, el escenificado en el coliseo por excelencia de la civilización occidental. El resto del mundo no existe ni tiene derecho ni a figurar ni a nacer. Justo por eso, es únicamente ahora que por fin nos adentramos en un tiempo de envergadura más internacional que occidental.
La cuestión aquí no es ver si Huntington fue criticado con o sin razón por sus análisis esencialistas e inconsistentes de civilizaciones como la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava-ortodoxa, la latinoamericana o la que pueda ser. No; a mi entender, lo decisivo sigue siendo que pudo asentar que hay todo un rosario de naciones que han dejado de ser objeto de la historia y de la civilización occidental, para devenir siervas incapaces de impulsar y forjar la historia como tal. Y, eso así, no por mantenerse al margen, sino amarrados al mundo occidental.
Ahora bien, al igual que Fukuyama al final relativizó su triunfalismo, Huntington atemperó su predicción en el sentido de que las civilizaciones colisionarían como por arte y magia del destino ciego, puesto que las convoca a aprender a coexistir y a encontrar puntos de convivencia en común.
Queda fuera de dudas que ambos autores erraron en más de uno de sus análisis y conclusiones; en particular, por su tendencia a simplificar realidades y conceptos. No obstante, algo sembraron por caminos diversos en la realidad final de su convergencia. Tal y como reconoce una autoridad contemporánea como Yuval Noah Harari, cada uno de ellos atisbó “un ethos”, digámoslo así: un estado de cosa internacional, en función del cual hoy día se pueden caracterizar las tres décadas posteriores a la publicitada Guerra Fría. Fukuyama supo captar y caracterizar la expansión optimista del orden internacional liberal. Huntington lo mismo, pero a partir del conmovedor evento histórico del 11 de Septiembre, al igual que de la guerra contra el terrorismo y el enfrentamiento de dos mundos, el occidental y el musulmán.
Sin embargo, transcrito mi aludida experiencia personal, me permito añadir algo quedó en los tinteros de Fukuyama y de Huntington pues, justo ese faltante, me permite ahora explicar algo del carácter irresoluto de todo futuro histórico. Me refiero a la creciente ansiedad en torno a los serios desafíos demográficos y medioambientales que se experimentan en y desde el presente histórico de las más diversas sociedades que pueblan el globo terráqueo. Son esas dos cuestiones las que subyacen, urbi et orbi, bajo el trastorno migratorio actual, como consecuencia de la desigualdad social y la vulnerabilidad institucional registrada al interior de y entre las más diversas naciones del mundo; y, como cereza del pastel en el subestimado cambio climático que todo lo desafía por igual, tanto a la futura autogeneración de la mismísima inteligencia artificial, como la libre reproducción del género humano.
De ahí, …la indeterminación presente. A la hora de predecir el devenir humano a partir del poder, la fuerza y el capital de los más diversos Estados nacionales que sean en Occidente o en Oriente, no hay certidumbre de ninguna naturaleza. La soberanía y la consiguiente seguridad nacional ya no son ni dependen –como antaño– del tamaño de la economía y/o del respectivo poderío militar de una u otra nación. Hoy día, no todos los engrandecidos ganan siempre (a causa del capital que dominan) y, correlativamente, no siempre los pequeños (por cómicos que presuman ser o por empobrecidos que estén) pululan destinados a perder.
En medio de un presente de profundas transformaciones se ve lo nunca visto. ‘Debajo de cualquier yagua vieja hay tremendo alacrán’. Traducido el dicho popular a la realidad, tanto la soberanía como la seguridad nacional de cualquier sociedad contemporánea, al igual que la de su respectiva formación estatal e institucional, han dejado de ser dominio exclusivo del de arriba en detrimento del de abajo, del que más tiene en contra del que menos posee y puede, del Estado autocrático fuerte, sofisticado y prepotente en perjurio del fallido, tribal o beduino.
La inseguridad ha pasado a ser el pan nuestro de cada día. Entre lo que fue y es, de un lado, y del otro lado, lo que será, el futuro indefinido ha dejado de estar al alcance de la sola destrucción creativa de la que escribió como presagio Joseph Schumpeter. Fallido o no, resguardado o no, hoy por hoy cualquier frontera o país que en la historia universal está expuesto al ojo avizor de todo impostor de David. No del que llevó en sus escritos el nombre de Ricardo, sino el bíblico. Este último, dotado hoy día de un dron, por barato que este sea, está en capacidad de dar al traste con tantos émulos de Goliat, por engreídos y buleros que pretendan ser o por resguardados que permanezcan detrás de sus vallas, muros y fronteras inteligentes.
En definitiva, la historia universal sigue siendo la misma “cosa” –por respeto a Heidegger no escribo en buen criollo, ‘mojiganga’– de siempre. Y lo seguirá siendo aquí, allí o allende, porque el futuro histórico, independientemente del que llegue a existir en uno u otro país y civilización, es indeterminado, a pesar de que paradójicamente todo parezca depender de las situaciones que logremos advertir, las decisiones que sepamos tomar, las acciones que todos a una –como en la tragicomedia Fuenteovejuna— hemos de acometer, y la convicción última de que los entuertos de nuestro propio quehcer –más tarde que temprano– han de ser debidamente enderezados.
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