El deporte, que suele presentarse con un lenguaje universal, no es nunca neutral. En él se condensan símbolos, imaginarios, jerarquías y relatos de poder que van mucho más allá de la competencia atlética. En el caso de Estados Unidos, su extraordinaria calidad deportiva convive con un uso del lenguaje y de los símbolos que reproducen, de manera sutil, pero persistente, un espíritu imperial profundamente arraigado en su cultura política y mediática.
Uno de los ejemplos más evidentes es el uso del término “Serie Mundial” para designar la final de las Grandes Ligas de Beisbol (MLB). Se trata, en sentido estricto, de la culminación de una liga nacional, organizada bajo reglas, franquicias y calendarios propios de Estados Unidos, con la participación marginal de un solo país adicional.
Sin embargo, el lenguaje imperial eleva esa serie a la categoría de campeonato del mundo, invisibilizando a decenas de ligas profesionales, tradiciones beisboleras centenarias y niveles competitivos de alto nivel existentes en América Latina, Asia y otras regiones. No se trata de un simple exceso retórico, sino de una apropiación simbólica del concepto de mundo, en la que lo estadounidense se presenta como medida universal, como si constituyera una dimensión planetaria diferenciada frente al resto de la comunidad deportiva internacional.
Este esquema se repite incluso en ligas menores, como el Juego de Estrellas de la Triple A en el béisbol, donde nuevamente se plantea el relato de Estados Unidos “frente al mundo” (USA vs The world), aun cuando se trata de un sistema de desarrollo interno de las Grandes Ligas. El mensaje subyacente es consistente. Estados Unidos no solo compite. Representa, clasifica, ordena y nombra al mundo desde sí mismo.
Las reglas, los calendarios, los estándares contractuales y hasta las lógicas de formación de talento definidos por la Major League Baseball se han hecho extensivos, de manera directa o indirecta, a numerosas ligas del Caribe y de América Latina, creando una relación de dependencia estructural. En la práctica, la calidad y la sostenibilidad de muchas de estas competencias quedan condicionadas a las decisiones de la MLB, ya sea por los acuerdos de invierno, las restricciones de uso de jugadores, los sistemas de ligas menores o los contratos de reserva que atan a los peloteros desde edades tempranas.
Este entramado convierte a la MLB no solo en una liga dominante, sino en un eje regulador del béisbol profesional en la región, donde el desarrollo, la visibilidad y, en muchos casos, la viabilidad misma de las ligas locales depende de un centro de poder deportivo, económico y normativo situado fuera de sus propios países. En múltiples ocasiones la posibilidad de un equipo de beisbol ganar un campeonato está condicionada al control que tienen los equipos de la MLB de sus jugadores.
En múltiples ocasiones, en nuestros países la posibilidad de que un equipo de béisbol conquiste un campeonato se ve condicionada por el control que ejercen las organizaciones de la MLB sobre la disponibilidad y el uso de sus jugadores, lo que limita la autonomía competitiva de las ligas y altera el equilibrio deportivo de los torneos.
La misma lógica se reproduce en otros escenarios. El reciente anuncio del Juego de Estrellas de la NBA bajo el rótulo “Estados Unidos y el mundo” refuerza una división profundamente asimétrica. De un lado, una nación concreta. Del otro, una categoría difusa y homogénea llamada “el mundo”, como si Europa, África, Asia y América Latina fuesen una masa indistinta que solo adquiere sentido en contraposición a Estados Unidos. No se trata de negar el dominio técnico, táctico y organizativo de la NBA, sino de señalar que el encuadre simbólico coloca a una nación como sujeto y al resto del planeta como complemento.
Nada de esto niega una verdad esencial. Estados Unidos es una potencia deportiva indiscutible. Ha invertido recursos, desarrollado infraestructuras, profesionalizado ligas y elevados estándares de rendimiento que han transformado múltiples disciplinas. Su aporte al béisbol, al baloncesto y al deporte moderno es innegable. Precisamente por eso, no necesita revestir sus competencias internas de un lenguaje que sugiera universalidad o supremacía simbólica sobre los demás. Los datos y la historia de los deportes son visibles y concretos.
Los verdaderos certámenes mundiales existen y están claramente definidos. El Clásico Mundial de Béisbol, con selecciones nacionales, reglas compartidas y participación plural, es un torneo global, pero aún condicionado por las reglas de la MLB. El fútbol, con sus mundiales organizados por la FIFA, no deja espacio a ambigüedades. Las Olimpiadas constituyen el mayor escenario multideportivo del planeta. Los campeonatos mundiales de voleibol y baloncesto, organizados por federaciones internacionales, expresan una lógica distinta, donde ninguna nación se abroga el derecho de representar al mundo por sí sola.
El problema no es estrictamente deportivo, sino cultural y político. Se trata de la persistencia de un imaginario imperial que se filtra incluso en el entretenimiento y naturaliza la idea de que Estados Unidos ocupa el centro mientras el resto del planeta queda relegado a la periferia. En un mundo crecientemente multipolar, diverso y consciente de sus identidades, ese lenguaje resulta anacrónico. Esta apropiación simbólica de lo “mundial” no es un accidente retórico, sino la expresión contemporánea de una autopercepción histórica que concibe su experiencia particular como modelo válido para el conjunto de la humanidad.
Detrás de esta mirada deportiva subyace una conciencia histórica más profunda, de raíz religiosa y cultural, que ha acompañado a Estados Unidos desde su fundación. La idea de ser un “nuevo pueblo escogido”, heredero del imaginario bíblico y del puritanismo colonial, ha alimentado una conciencia transhistórica y etnocentrista en la que la nación se percibe a sí misma como portadora de un destino excepcional.
El deporte tiene la capacidad de unir, de reconocer la excelencia sin borrar al otro, de celebrar la competencia sin colonizar el significado. Reconocer la grandeza deportiva de Estados Unidos no exige aceptar un lenguaje que confunde campeonatos nacionales con títulos universales ni espectáculos internos con representaciones del mundo. La verdadera grandeza, también en el deporte, se expresa cuando el poder no necesita proclamarse como universal para ser reconocido.
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