A propósito de los -7.3 grados Celsius que se registraron en estos días en Valle Nuevo, Constanza, recordé esta historia que hoy les comparto.
Ver caer la nieve, tocarla, es un sueño de los que vivimos en el mismo trayecto del sol, como diría nuestro Pedro Mir. Desde pequeño, en nuestro incipiente imaginario se nos gesta esta quimera. Verla descender de los cielos, convertida en gotas de hielo, es una especie de milagro. Verla amontonada en el suelo esculpiendo formas es una expresión estética surrealista. Por esto, yo también, al igual que tú, siempre soñé con la nieve y con tener esta experiencia sublime. No obstante, para cristalizarla, debieron acontecer eventos tan insólitos que merecen la pena contarlos. Pude viajar fuera del país, ya adulto. Antes de eso, nunca tuve ese privilegio.
En el invierno del año 2000, viajé junto a mi esposa con nuestros dos hijos a Estados Unidos. Recuerdo que para uno de ellos era su primer viaje al exterior con apenas tres o cuatro años de edad. No teníamos ni diez minutos de haber despegado del aeropuerto Gregorio Luperón de Puerto Plata, cuando este nos preguntó a todo pulmón y retumbó en el avión: ¡Llegamos a Nueva York! Hasta el piloto se explotó de la risa. Llegamos a nuestro destino. Los pronósticos meteorológicos anunciaban que en nuestro tercer día en la Gran Manzana iba a nevar.
La noche antes no dormí, ante este inminente evento friolento. Sin embargo, las horas transcurrieron, cual suero de miel de abeja, y nunca nevó. Solo un frío peludo y algunos granizos se precipitaron en Nueva Jersey, donde estábamos hospedados. La frustración se prolongó hasta nuestro retorno a casa cinco días después.
Casi de inmediato, el cielo parió jarinas de nubes blanquecinas heladas. Una estampa surrealista se desencadenó. El milagro se hizo realidad. De pronto, recordé a Benedetti, cuando dijo: “La nieve es una lluvia que se ha quedado dormida en el aire y baja despacio para no despertar a nadie”.
El segundo encuentro fue épico. En el año 2002, cursaba un curso de posgrado de invierno en Toledo, España. Un fin de semana volé a París. El objetivo era conocer la Ciudad de la Luz, pero también ser testigo de excepción del pronóstico de nevada que anunciaba la aplicación del tiempo para ese fin de semana. Por eso, me preparé y hasta una bota especial compré para enfrentar sus embates. De pronto, me la puse y salí a descubrir la cuna de la ilustración. No había pasado ni quince minutos cuando tuve que abruptamente retornar al hotel. No por algún problema estomacal, sino por las ampollas que me había provocado este pesado botín en mis pies. Después volví a salir, pero en tenis, y tampoco la lluvia vestida de novia cayó. La depresión volvió de nuevo a invadirme sobre el cielo plomizo de París.
La tercera fue la vencida. Corría el mes de septiembre de 2011, el invierno de los países del cono sur. Nos habíamos embarcado en un tour organizado por los inefables Amadito y Soraya con el grupo de amigos viajeros: Los Fascinantes. Nos desplazamos desde Santo Domingo hacia Santiago de Chile. Luego, estuvimos en Valparaíso y allí visitamos la mágica residencia: La Sebastiana, de Neruda. Algunos días después nos desplazamos por todo el deslumbrante trayecto del Cruce de Lagos Andinos. Los impresionantes lugares que conectan Chile con Argentina.
Transitamos en autobús por sus escarpadas carreteras de montañas. Por su vegetación salvaje y hermosa. Luego, tomamos navíos que navegaron por lagos paradisíacos y fríos. Donde reinaba una paz que silbaba. Casi inesperadamente, desembarcamos y un letrero de madera rústica anunciaba que llegábamos a Argentina. Especialmente, a la encantadora Bariloche. Súbitamente, nos sorprendió la nieve blanquita y juguetona. Espontáneamente nos hicimos niños los adultos contemporáneos que allí estábamos. Lo primero que hice fue tocarle. Sentir su textura. Palpar su frío y fragilidad.
Más tarde, nos enfrentamos en una interminable guerra con sus trozos, de la que nadie se salvó. El primero que sufrió sus consecuencias fue el menos joven del grupo: el gran Abelito. Casi de inmediato, el cielo parió jarinas de nubes blanquecinas heladas. Una estampa surrealista se desencadenó. El milagro se hizo realidad. De pronto, recordé a Benedetti, cuando dijo: “La nieve es una lluvia que se ha quedado dormida en el aire y baja despacio para no despertar a nadie”.
Ya podía regresar al país. El viaje estaba completamente pagado. Jamás olvidaré los instantes de éxtasis bien vividos en Bariloche. Aún, al escribir estas líneas, siento el frío de aquella bendición helada que copó este alucinante día.
¡Feliz 2026!
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