¡Qué tarea fascinante y, al mismo tiempo, abrumadora! Enfrentarse a la Eneida de Publio Virgilio Marón no es solo leer un libro; es sumergirse en la fragua de Occidente, asistir al nacimiento poético de una civilización. Si la crítica debe ser una "traducción literaria de experiencias sensitivas e intelectuales", permítame confesar que esta epopeya despierta una admiración que roza lo místico, un asombro por la perfección arquitectónica con que se construyó no solo un poema, sino un destino.

Hay obras que no solo reflejan su tiempo, sino que lo crean. La Eneida es, a mi juicio, el caso supremo. El asombro inicial se dispara al reconocer su audacia genérica. Virgilio se enfrenta a la sombra colosal de Homero, no para evadirla, sino para superarla con una reverencia casi filial. Esta obra pertenece al género de la epopeya, sí, pero es una epopeya con un propósito nuevo y febril: dejar de cantar la gloria individual (kleos) para entonar el canto coral de la nación, el Imperium.

El milagro virgiliano reside en tomar la ceniza humeante de Troya y, con ella, encender la antorcha fundacional de Roma. El poeta no solo narra la historia del troyano Eneas, sino que, de manera sublime, establece el programa ideológico del emperador Augusto. Es, en esencia, una profecía retroactiva. El género épico se convierte aquí en una sofisticada herramienta de la memoria política, justificando la hegemonía romana a través del único poder que es verdaderamente irrefutable: el destino (fatum). El lector no puede evitar maravillarse ante esta proeza: la literatura se convierte en el eslabón mítico que conecta a los dioses del Olimpo con la realidad de la Via Sacra. ¡Qué portentosa fusión de poesía y política!

La dualidad de la trama y la arquitectura del sacrificio

Si examinamos la estructura narrativa, la Eneida se revela como un prodigio de simetría y contención. Virgilio divide su vasto tapiz en doce libros, una cifra que no solo establece un equilibrio formal, sino que espejea, con una elegancia que desarma, las dos grandes épicas griegas. Los primeros seis libros son la "Odisea de Eneas": la narración de la errancia, el viaje azaroso y la forja espiritual. Los últimos seis son su "Ilíada": el conflicto bélico, la conquista y la consolidación territorial en Lacio.

Pero el momento de mayor éxtasis narrativo se encuentra justo en el centro, como un pilar filosófico: la Catábasis en el Libro VI. Cuando Eneas desciende al Inframundo, la trama detiene su impulso aventurero para ceder el paso a la visión pura. Allí, su padre Anquises, con un gesto de revelación que congela el aliento, le muestra la larga, gloriosa y sangrienta procesión de futuros héroes romanos, culminando en la figura de Augusto. Este pasaje es un golpe de genio. No es un mero viaje, es el bautismo del héroe en el destino. Se le revela no solo lo que ha hecho, sino lo que debe hacer y, sobre todo, lo que su linaje hará.

La narrativa se eleva aquí a una reflexión sobre la historia: el héroe se convierte en un simple portador del futuro, una herramienta divina. La emoción de esta escena es indescriptible, pues el destino se presenta a Eneas no como un premio, sino como una carga de oro y plomo.

El conflicto en el crisol de la pasión: Eneas y el Furor de Dido

La tragedia que define a la Eneida es su conflicto central: la lucha irreconciliable entre la pietas y el furor.

Eneas es el héroe de la pietas, término que va mucho más allá de la piedad religiosa; es el sentido absoluto del deber hacia los dioses, la familia y la patria. Es un hombre que llora, que duda, que es arrastrado por la historia contra su propia felicidad. Es un exiliado melancólico que no busca la gloria personal, sino que anhela simplemente detenerse y sanar sus heridas. Esta es la gran invención de Virgilio: un líder que sufre. El asombro que provoca Eneas no es por su fuerza, sino por su estoica capacidad de postergación.

Y luego está ella:  Dido, la fulgurante y desdichada reina de Cartago. Ella es la encarnación perfecta del furor, de la pasión incontrolable que irrumpe en la lógica fría del destino. El Libro IV, el interludio de Cartago, es una joya literaria donde la trama épica se detiene para dar paso a la más conmovedora de las novelas de pasión. El conflicto estalla cuando los dioses, celosos o justicieros, recuerdan a Eneas su deber. La elección del héroe es brutal y despiadada: el futuro de la civilización romana exige el sacrificio del amor.

La muerte de Dido, en un acto de ira y desesperación sublime, es uno de los momentos más emotivos de la literatura universal. Al maldecir a Eneas y a su descendencia, ella sella el destino del odio entre Roma y Cartago. El asombro es doble: por la intensidad de la pasión condenada y por la maestría con que Virgilio entrelaza un drama personal con una justificación histórica que duraría siglos. Dido es la sublime víctima que nos recuerda, con su fuego, el precio incalculable de la fundación.

Tema y desenlace: La melancolía del triunfo

La trama culmina en la guerra de Lacio, un despliegue de habilidad homérica. El antagonista, Turno, es el espejo trágico de Aquiles, un guerrero valiente y visceral que representa la resistencia local ante el imparable tema del Imperium.

El clímax y desenlace final es lo que nos deja la emoción más ambigua. Eneas vence a Turno, asegurando el destino de su linaje y la fundación de Alba Longa. Pero este triunfo no es una celebración. La última imagen del poema es la de un Eneas que, al ver el cinto del joven y amado Palante en el cuerpo de su enemigo, se entrega al furor por un instante y mata a Turno con una furia vengativa, negándole la piedad.

Esta oscura resolución es la clave crítica que sella la grandeza de Virgilio. El poema concluye con un interrogante escalofriante: ¿es posible fundar la civilización sin sucumbir a la barbarie, sin derramar sangre injusta? El triunfo del fatum es, por necesidad, una victoria manchada. La melancolía profunda que impregna la obra es el reconocimiento de que la historia, incluso la más grandiosa, es un tapiz tejido con el hilo dorado del destino y el hilo negro del sacrificio humano.

Así, la Eneida se yergue no solo como una epopeya fundacional, sino como una reflexión filosófica sobre el peso de la elección, el deber y la ineludible tristeza de la grandeza. Es un monumento literario que, aún hoy, nos pide maravillarnos ante el poder del destino y, a la vez, llorar por los que quedaron en el camino.

Gustavo A. Ricart

Cineasta y gestor cultural

Soy cineasta, gestor cultural y crítico en formación. Desarrolló mi carrera entre la creación audiovisual y el pensamiento crítico, combinando la práctica artística con estudios universitarios en Historia y Crítica del Arte. Actualmente cursa una maestría en Gestión Cultural, con el firme propósito de contribuir a la vida pública desde la reflexión estética y el análisis sociocultural. En paralelo, colabora activamente en proyectos que buscan descentralizar el acceso a la cultura y revalorizar nuestro patrimonio.

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