En un mundo que hoy vuelve a debatirse entre la cooperación y el proteccionismo, vale la pena recordar cómo nació y qué significó el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), piedra angular del orden económico global de la posguerra. Más que un pacto comercial, el GATT representó una apuesta civilizatoria: la convicción de que el comercio debía ser un vehículo de entendimiento y no un instrumento de conflicto.

Tras el colapso financiero de 1929, el mundo no solo cayó en una depresión económica, sino también en una espiral de proteccionismo. La Ley Smoot-Hawley, aprobada en EE.UU. en 1930, elevó los aranceles sobre más de 20,000 productos importados. Como respuesta, decenas de países impusieron represalias. El comercio internacional se redujo en más de un 60% en apenas cinco años.

Este cierre de fronteras comerciales agravó la crisis, alimentó el nacionalismo económico y preparó el terreno para el ascenso de regímenes autoritarios. El comercio, en lugar de ser una vía de cooperación, se convirtió en excusa para conquistar. Así comenzó a incubarse la Segunda Guerra Mundial.

Tras el conflicto, los países vencedores comprendieron que la reconstrucción global no podía basarse en la ley del más fuerte. De esa reflexión surgieron el FMI, el Banco Mundial y, en 1947, el GATT. Aunque nació como un acuerdo provisional, su impacto fue profundo y duradero.

El GATT no se limitó a reducir aranceles. Estableció principios universales que aún hoy sustentan el comercio global:

– La cláusula de la nación más favorecida, que impide discriminación entre socios.

– El trato nacional, que exige igualdad entre productos importados y locales.

– La transparencia y previsibilidad, como condiciones para la inversión.

– Un sistema de solución de controversias, que evitó el caos bilateral.

Estos pilares convirtieron al GATT en la primera constitución comercial global, capaz de ordenar relaciones entre países con profundas asimetrías económicas.

Luego, a través de múltiples rondas de negociación —de Dillon a Uruguay— el GATT amplió su alcance, incorporando sectores como servicios, propiedad intelectual y agricultura. Su evolución culminó con la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1995.

Más allá de los tecnicismos, lo esencial es que el GATT estableció un equilibrio entre apertura comercial y soberanía nacional. Permitió crecer bajo reglas compartidas, con instrumentos de defensa legítimos, evitando guerras comerciales destructivas como las de los años 30.

Hoy, cuando resurgen tensiones geopolíticas, guerras comerciales y estrategias de desacoplamiento tecnológico, la experiencia del GATT ofrece no solo un legado, sino una advertencia. El proteccionismo extremo y el aislamiento económico, en contextos de rivalidad global, pueden allanar el camino hacia el conflicto.

¿Estamos desmantelando el puente que durante décadas unió economías y culturas, sin construir una alternativa viable? Si el comercio deja de ser un espacio de cooperación y vuelve a ser un campo de batalla, corremos el riesgo de repetir una historia que ya conocemos… y que comenzó con tarifas y terminó en trincheras.

El GATT nos recuerda que el comercio, cuando se basa en reglas, apertura y equidad, no solo genera prosperidad. También preserva la paz.

Juan Ramón Mejía Betances

Economista

Analista Político y Financiero, cursó estudios de Economía en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), laboró en la banca por 19 años, en el Chase Manhattan Bank, el Baninter y el Banco Mercantil, alcanzó el cargo de VP de Sucursales. Se especializa en la preparación y evaluación de proyectos, así como a las consultorías financieras y gestiones de ventas para empresas locales e internacionales.

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