Las sociedades contemporáneas viven un proceso de decadencia que no se manifiesta como colapso repentino, sino como una lenta erosión de su capacidad de pensar, prever y aprender colectivamente. La falla no es moral ni ideológica; es funcional. Se origina en la alteración del cerebro colectivo, entendido como la red de procesos cognitivos, emocionales y decisionales que emergen de la interacción entre individuos, tecnologías e instituciones.
El cerebro humano, diseñado evolutivamente para anticipar y cooperar, se encuentra hoy en un entorno informacional que sobreestimula sus circuitos de recompensa y debilita los de control y reflexión.
Investigaciones recientes en neurociencia social han mostrado que los hábitos de revisión compulsiva de redes sociales modifican longitudinalmente la sensibilidad neural a recompensas sociales en regiones dopaminérgicas como el cuerpo estriado ventral —involucrado en la motivación y la toma de decisiones— y la amígdala cerebral —que codifica el valor emocional de los estímulos sensoriales—. El estudio longitudinal de Sherman y colaboradores (2023) en JAMA Pediatrics reveló que esta exposición intensiva durante la adolescencia se asocia con mayor reactividad a estímulos breves, predisponiendo a respuestas impulsivas y a una búsqueda reforzada de gratificación inmediata. Aunque estos hallazgos no implican causalidad directa, permiten identificar un mecanismo plausible de adaptación neurocognitiva frente al ruido constante.
A su vez, la neuroendocrinología del estrés aporta evidencia complementaria. Revisiones recientes en Nature Human Behaviour y Molecular Psychiatry (Hermans et al., 2022; Qin et al., 2023) han demostrado que la activación sostenida del eje cortisol–noradrenalina reconfigura la red ejecutiva del cerebro, reduciendo el control prefrontal e incrementando la preferencia por recompensas inmediatas. Este patrón se repite en contextos de inestabilidad política, saturación mediática o ansiedad económica; el estrés colectivo altera la deliberación, acelera la toma de decisiones y sustituye la planificación por la reacción. El paso del nivel individual al institucional no es causal, sino inductivo, porque los sistemas sociales reflejan y amplifican el mismo sesgo temporal que domina la mente sometida a urgencia.
La política se convierte en un espejo neuroquímico de la sociedad
La huella de esta disfunción es observable en múltiples planos. En la República Dominicana, por ejemplo, la mortalidad prematura potencialmente evitable alcanzó 380 muertes por cada 100 000 habitantes en 2019 —un 67.6% por encima del promedio regional, según la OPS (2024)—. De ese total, 219.8 correspondieron a causas prevenibles y 160.2 a tratables. Estas cifras no solo reflejan fallas administrativas, sino una pérdida colectiva de atención hacia lo que podría haberse evitado. El gasto público en salud se mantiene en torno al 4.9% del PIB, por debajo del 6% recomendado por la OPS, y menos del 30% se dirige al primer nivel de atención, pese a los compromisos del Compacto 30-30-30 (OPS, 2022). La sociedad reacciona ante el daño, pero invierte poco en prevenirlo.
Desde la perspectiva neurocognitiva, esta miopía institucional equivale a una desregulación de la homeostasis colectiva, toda vez que el sistema de recompensa social —basado en la inmediatez, la visibilidad y la gratificación emocional— domina sobre los circuitos de control y previsión. Los algoritmos que estructuran la atención pública actúan como catalizadores de esta disfunción, reforzando lo urgente frente a lo importante. En términos funcionales, la mente colectiva pierde capacidad de delay discounting positivo —la habilidad de postergar placer en favor de beneficio duradero—, mecanismo crítico tanto en el aprendizaje individual como en la sostenibilidad institucional.
La ciencia de la salud pública confirma las consecuencias de ese patrón. La desatención preventiva, el gasto reactivo y la escasa inversión en educación y ciencia son los equivalentes institucionales de la impulsividad neuronal. Donde el cerebro social se debilita, aumentan las muertes evitables, la desinformación y la vulnerabilidad a la manipulación emocional. Los datos del Global Burden of Disease 2023 muestran que en América Latina el 48% de la carga de enfermedad está asociada a factores conductuales y psicosociales modificables, reforzando la idea de que la decadencia tiene un correlato cognitivo y social antes que meramente económico.
El conocimiento técnico, por sí solo, no basta para revertir este proceso. Las mismas estructuras cognitivas que generan la crisis obstaculizan su corrección; es que las instituciones y los liderazgos capturados por incentivos dopaminérgicos —popularidad, inmediatez, gratificación electoral— reproducen la lógica de la red social dentro del Estado. La política se convierte en un espejo neuroquímico de la sociedad, y la ciencia, que exige tiempo y duda, queda relegada ante la urgencia emocional del discurso público.
La decadencia, en consecuencia, no es metáfora; es un proceso verificable que atraviesa los niveles biológico, psicológico e institucional. Su signo más visible es la pérdida de capacidad preventiva, medida por la reducción del gasto primario, la elevación de muertes evitables y la fatiga cognitiva colectiva. Donde se rompe la continuidad entre verdad, cuidado y futuro, el cerebro social enferma; y cuando este enferma, los sistemas se degradan, aun cuando los indicadores macroeconómicos aparenten estabilidad. Esa degradación no ocurre en el vacío, más bien responde a un orden de fuerzas que administra la atención, el deseo y la recompensa con una precisión que delata un poder más profundo.
En tal virtud, toda falla estructural tiene una dirección, y rara vez es neutra; así, cuando una sociedad entera reorganiza sus patrones de atención y recompensa hacia lo efímero, no se trata de una disfunción espontánea, sino que suele haber un vector de poder detrás. Las redes neuronales colectivas —las formas en que pensamos, sentimos y reaccionamos como comunidad— pueden ser moldeadas deliberadamente por sistemas de incentivos que buscan docilidad más que lucidez.
La neurociencia y la economía del comportamiento han mostrado que el placer y la anticipación del placer son palancas más eficaces para el control social que el castigo o la coerción. Los mecanismos dopaminérgicos que sostienen la motivación humana se activan ante el reconocimiento, la visibilidad o la pertenencia. Hoy, esas recompensas han sido externalizadas porque ya no dependen del contacto humano, sino del diseño algorítmico. Cada notificación, cada gesto de aprobación digital, cada discurso emocionalmente saturado activa el circuito neural del refuerzo positivo y, con él, una sensación de pertenencia y dominio.
Esta ingeniería del deseo no es conspirativa, sino funcional y, como sugiere la neuroeconomía de la atención (Hackel et al., 2023), los entornos informacionales de alto refuerzo tienden a condicionar la toma de decisiones hacia lo que produce placer inmediato, incluso cuando el resultado es subóptimo o dañino a largo plazo. En política, esta plasticidad se traduce en electorados que votan por alivio emocional más que por proyecto racional; en economía, en mercados que premian la inmediatez sobre la innovación; y en salud, en sistemas que reaccionan al dolor pero descuidan la prevención.
No se trata, entonces, de un mercado libre del pensamiento, sino de una captura cognitiva, donde el poder —político, mediático o corporativo— ha comprendido que controlar el flujo de estímulos es más eficaz que controlar los cuerpos. Ya no se impone silencio; se produce ruido. No se prohíbe la verdad; se la diluye entre mil gratificaciones menores. La represión del siglo XX se ha transformado en la estimulación del siglo XXI —no porque haya desaparecido la coerción, sino porque ha mutado hacia una forma hedónica de control.
La consecuencia es una hegemonía nueva, que se expresa en un poder que no necesita censurar porque logra que nadie tenga tiempo ni deseo de pensar. Se gestiona la atención como se gestiona la moneda: escasa, controlada y convertida en rendimiento político o financiero. Lo prioritario se posterga no por ignorancia, sino por diseño, y lo urgente se sobrerrepresenta para mantener al cerebro colectivo en modo reactivo.
El resultado es un paisaje mental saturado de información y vacío de sentido. La satisfacción menor sustituye al proyecto común, la política se reduce a pulsación emocional y la ciencia a espectáculo. Se administra el presente como si el futuro no existiera, porque un cerebro colectivo distraído es más predecible, más gobernable y, sobre todo, más rentable.
Pero esta forma de control —la más sutil y eficiente que haya conocido la historia— tiene un costo devastador porque degrada el impulso cognitivo que sostiene la evolución moral. Sociedades enteras pueden perder, sin notarlo, su capacidad de juicio, de espera y de esperanza; y la entropía cognitiva se vuelve política.
Comprenderlo exige reconocer que la decadencia que hoy diagnosticamos no es solo consecuencia de fallas biológicas o institucionales, sino el resultado de un proyecto histórico de captura de la mente, sostenido por intereses que trascienden la salud y el mercado. No hay tiranía más perfecta que la que se confunde con el placer.
Restaurar la atención colectiva, entonces, no es solo un imperativo científico o sanitario, sino un acto de emancipación.
Devolverle al pensamiento su tiempo, al deseo su propósito y a la verdad su valor es el mayor desafío de nuestra era neurocognitiva.
Porque, en definitiva, un cerebro colectivo libre no es aquel que consume menos estímulos, sino el que reconoce quién los produce y para qué.
Nota:
El término cerebro colectivo se emplea aquí como modelo metafórico de cognición distribuida —concepto desarrollado por Hutchins (1995) y ampliado por Dennett (2017)—, que describe cómo los procesos mentales individuales se integran en sistemas sociales y tecnológicos complejos. No alude a una entidad biológica literal, sino a una estructura funcional de procesamiento compartido de información, atención y significado.
Referencias
- Hackel, L. M., Finkel, E. J., & Van Bavel, J. J. (2023). The neuroscience of attention and social reinforcement in decision making. Nature Reviews Neuroscience, 24(9), 575–589. https://doi.org/10.1038/s41583-023-00728-3
- Hermans, E. J., et al. (2022). Stress-related noradrenergic activity prompts network reconfiguration and biases social decision-making. Nature Human Behaviour, 6(1), 44–57. https://doi.org/10.1038/s41562-021-01137-8
- Qin, S., et al. (2023). Cortisol, decision-making, and prefrontal control: A meta-analysis. Molecular Psychiatry, 28(2), 321–337. https://doi.org/10.1038/s41380-023-01736-7
- Sherman, L. E., Hernandez, L. M., Greenfield, P. M., & Dapretto, M. (2023). Association of habitual checking behaviors on social media with longitudinal changes in functional brain development. JAMA Pediatrics. https://doi.org/10.1001/jamapediatrics.2022.6183
- Tereshchenko, S. Y. (2023). Neurobiological risk factors for problematic social media use as a specific form of Internet addiction: A narrative review. World Journal of Psychiatry, 13(5), 160–173. https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC10251362/
- OPS. (2024). Perfil de país: República Dominicana. Salud en las Américas+. https://hia.paho.org/es/perfiles-de-pais/republica-dominicana
- OPS. (2022). Compacto 30-30-30: América Latina y el Caribe. Organización Panamericana de la Salud.
- OMS. (2021). Country health profile: Dominican Republic. World Health Organization. http://data.who.int/countries/214
- IHME. (2023). Global Burden of Disease Study 2023 (GBD 2023) Results. Institute for Health Metrics and Evaluation. https://vizhub.healthdata.org/gbd-results
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