Solo de pensar en proponer una solución al problema del tránsito en la República Dominicana, y especialmente en la ciudad de Santo Domingo, se produce una especie de cortocircuito mental. La dimensión del desorden, la multiplicidad de causas, la cultura del irrespeto, la falta de planificación, la ausencia de autoridad real, todo se entrecruza como una madeja imposible de desenredar. Y precisamente esa imagen —un ovillo sin un hilo claro por dónde comenzar a desenredar— es la que mejor describe el desconcierto que embarga a cualquier ciudadano medianamente consciente frente a este y otros grandes males nacionales.
Durante años se ha intentado enfrentar el caos del tránsito con medidas normativas, campañas de concientización, formación de agentes de la Digesett, instalación de semáforos inteligentes y rediseños viales. Nada ha funcionado de manera sostenida. Los cambios son cosméticos, pasajeros, y muchas veces contraproducentes. Porque el problema no está, en el fondo, en la señalización, ni en la falta de leyes. El problema está en la falta de una cultura de convivencia. Está en el ser humano. Y mientras no entendamos eso, seguiremos dando vueltas en el mismo círculo vicioso.
No se puede resolver el caos de las calles si quienes las transitan no tienen sentido de respeto ni de responsabilidad. Basta con observar el fenómeno de los deliverys, mensajeros y motoconchos para entender el nivel de irracionalidad al que hemos llegado. Esa forma de transporte, surgida de la precariedad y del “sálvese quien pueda”, se ha convertido en uno de los símbolos más crudos del desorden nacional. Miles de motociclistas circulan sin casco, sin licencia, sin noción alguna de las reglas mínimas de tránsito. Conducen en contravía, invaden las aceras, cruzan semáforos en rojo y se desplazan entre vehículos como si jugaran a esquivar la muerte. Y lo más grave: cargan con ellos a hombres, mujeres y niños, como si no existiera el peligro.
Lo del motoconcho es más que una anécdota urbana: es una tragedia social. La República Dominicana es el segundo país del mundo con más muertes por accidentes de tránsito en proporción a su población, y una proporción abrumadora de esas víctimas está relacionada con motocicletas. Es decir, lo que vemos en las calles no es solo desorden; es una amenaza cotidiana a la vida humana. Y esa amenaza es producto directo de una falta de formación cívica, de una educación que ha fallado desde la base, y de un Estado que ha normalizado la informalidad como forma de sobrevivencia.
Un niño que ve a su padre pagar una multa con un billete escondido en la licencia está recibiendo una lección más poderosa que cualquier charla escolar. Un estudiante que nunca escucha hablar de ciudadanía, de normas de convivencia, de respeto por lo colectivo, difícilmente será mañana un conductor consciente. Si no enseñamos desde temprano a vivir en sociedad, no podemos exigir que se respete la sociedad en la calle.
Pero cuando uno mira hacia el sistema educativo, el panorama es desolador. La formación de nuestros maestros es, en muchos casos, precaria. Las escuelas de pedagogía no cuentan con estándares rigurosos ni con una visión clara de país. La educación en valores ha sido desplazada por una retórica hueca. Y para colmo, el sindicato magisterial, lejos de ser aliado del cambio, muchas veces actúa como cómplice del estancamiento. La defensa de derechos legítimos no puede justificar la indiferencia ante el fracaso educativo.
La raíz del problema no está solo en las aulas, claro está. Está también en un sistema político clientelista, que se alimenta de la ignorancia y prefiere un pueblo obediente que un pueblo crítico. Mientras el acceso al poder esté diseñado para reproducir privilegios, y no para servir al bien común, las reformas estructurales seguirán siendo una promesa vacía. Y sin voluntad política real, no hay cambio posible en educación, ni en tránsito, ni en nada.
Por eso, si queremos atacar de verdad el problema del tránsito, debemos dejar de pensar en soluciones aisladas y diseñar un gran plan nacional de transformación humana. Necesitamos una educación con propósito, centrada en formar ciudadanos, no solo técnicos. Una educación que enseñe a convivir, a respetar, a pensar en el otro. Que empiece en el hogar, se refuerce en la escuela, y se refleje en la vida pública. Un país no cambia por decreto, cambia cuando sus ciudadanos cambian.
Claro, eso suena ambicioso. Pero no hay otra salida. No se trata de importar soluciones, sino de transformar la base misma de nuestra convivencia. Y eso solo se logra con visión, con liderazgo, y con el compromiso colectivo de entender que el tránsito es solo la punta del iceberg. Si no construimos mejores seres humanos, no habrá semáforo que nos salve del desorden.
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