“El azúcar se ha convertido en uno de los principales problemas alimentarios del mundo moderno y, potencialmente, causa más muertes que la violencia armada, el terrorismo y los conflictos juntos”. Yuval Noah Harari, Homo Deus: Breve historia del mañana.

La Navidad es la época del año en que lo dulce ocupa un lugar central en la mesa y en la celebración. Los postres, bebidas y golosinas se multiplican como símbolos de abundancia, afecto y permiso para el exceso, reactivando una relación ancestral entre el azúcar, la celebración y la promesa de bienestar que atraviesa la historia humana.

En ese escenario de consumo intensificado, la reflexión de Yuval Noah Harari adquiere un peso particular. Cuando sostiene que “el azúcar es hoy el problema alimentario más importante del mundo” y que podría causar más muertes que las armas, las bombas y los cuchillos juntos, no apela a la exageración, sino a una constatación incómoda de nuestro tiempo. Un producto asociado al placer y a la celebración se ha convertido en uno de los factores más determinantes de las enfermedades crónicas que marcan la vida contemporánea.

Según un análisis publicado en el sitio de Superdrug Online Doctor, que recopila datos sobre hábitos de consumo, en promedio las personas en el Reino Unido reportaron consumir más de 80 g adicionales de azúcar por día durante la temporada de Navidad, lo que equivale a casi tres veces la cantidad máxima diaria recomendada por el NHS (Servicio Nacional de Salud británico). Esta estimación surge de una encuesta que evaluó cambios en el consumo de azúcar durante diferentes festividades a lo largo del año, incluido el periodo navideño.

Aquello que durante siglos simbolizó bienestar y promesa de abundancia se ha convertido, en el mundo contemporáneo, en uno de los rostros más visibles de los excesos que acompañan nuestras celebraciones, especialmente en Navidad.

Datos sobre el consumo total de azúcar y edulcorantes en la República Dominicana, recopilados por Faostat y analizados por Helgi Library: el consumo total de azúcar alcanzó aproximadamente 474 kilotoneladas en 2020, situando al país en el puesto 64 entre 165 países por consumo de azúcar.

La atracción humana por el azúcar no nació en la modernidad ni en la mesa del desayuno. Es un impulso que se remonta a la prehistoria, cuando lo dulce representaba una fuente rara y valiosa de energía. Nuestros ancestros aprendieron a reconocerlo como señal de seguridad alimentaria y esa preferencia terminó integrada en nuestra memoria genética, una predisposición heredada que se expresa desde la infancia, incluso antes de cualquier aprendizaje cultural. Los bebés ya muestran inclinación por lo dulce. Es una huella de supervivencia inscrita en nuestros cuerpos.

Esa herencia aparece reflejada todavía hoy en comunidades cazadoras recolectoras como los Hadza de Tanzania o los Mbuti del Congo, para quienes la miel es un tesoro estacional que exige cooperación, destreza y ritual. La dulzura conserva para ellos una dimensión social que permite imaginar cómo la naturaleza humana se formó en torno a la escasez de sabores intensamente energéticos.

Con el tiempo, la historia del azúcar abandonó la escala local y se convirtió en una fuerza que reconfiguró el planeta. Europa descubrió que el azúcar de caña podía satisfacer un deseo antiguo y profundamente arraigado.

La demanda creció con tal velocidad que las potencias europeas buscaron desesperadamente tierras donde el clima permitiera cultivarlas en abundancia. Esa necesidad constituyó uno de los impulsores de la colonización de amplias regiones del Caribe y Brasil y consolidó un sistema económico sostenido mediante el trabajo esclavizado de millones de personas africanas. La dulzura se volvió motor de imperios. Las plantaciones reorganizaron paisajes enteros, moldearon sociedades y desplazaron culturas, mientras las metrópolis construían riqueza sobre tierras y cuerpos ajenos.

En ese contexto histórico resulta revelador que las escrituras bíblicas describieran la miel como símbolo de abundancia y promesa. El célebre pasaje donde se habla de una tierra que “mana leche y miel” ofrecía la imagen de un futuro próspero y deseado. Ese imaginario conectaba con un anhelo profundo, casi universal, por la dulzura como señal de vida plena.

Lo que para los pueblos antiguos era un ideal espiritual se volvió, con el tiempo, una realidad económica que transformó continentes. La tradición judeocristiana percibió el dulce como metáfora de bienestar mucho antes de que el azúcar se globalizara, y ese simbolismo sobrevivió en la sensibilidad de las sociedades que luego lo convirtieron en mercancía.

A lo largo de los siglos, el azúcar pasó de ser un lujo reservado a unas pocas familias europeas a un ingrediente cotidiano de la clase trabajadora, acompañando el té, el café y el cacao durante la industrialización. Lo que durante milenios había sido una excepción se transformó en una presencia diaria. Paralelamente, las poblaciones de los territorios colonizados seguían soportando las consecuencias de un sistema que había convertido sus tierras en máquinas de producción para satisfacer un deseo ajeno.

En la modernidad, el azúcar se convirtió en un vínculo emocional. Empezó a representar celebración, infancia, afecto y consuelo. La industria alimentaria del siglo XX aprendió a activar los mecanismos que nuestra memoria genética guarda desde la prehistoria. Los productos procesados fueron diseñados para estimular el cerebro.

Datos sobre el consumo total de azúcar y edulcorantes en la República Dominicana, recopilados por Faostat y analizados por Helgi Library: el consumo total de azúcar alcanzó aproximadamente 474 kilotoneladas en 2020, situando al país en el puesto 64 entre 165 países por consumo de azúcar.

La publicidad mantuvo vivo el viejo mito de la dulzura asociada al bienestar. Así, un impulso adaptativo se transformó en una vulnerabilidad ante un mundo donde el azúcar dejó de ser escaso y se volvió omnipresente.

Comprender esta historia permite ver nuestra relación con el azúcar desde una mirada más amplia. No se trata únicamente de un gusto personal. Es un impulso ancestral amplificado por siglos de colonización, comercio y simbolismos que se remontan incluso a las tradiciones religiosas que imaginaron la dulzura como señal de plenitud.

Hoy cada cucharada de azúcar contiene un eco de todo ese pasado. La dulzura que tanto buscamos no es solo un sabor, es también la memoria de un proceso histórico que marcó culturas, economías y creencias desde los tiempos más remotos hasta la actualidad. Aquello que durante siglos simbolizó bienestar y promesa de abundancia se ha convertido, en el mundo contemporáneo, en uno de los rostros más visibles de los excesos que acompañan nuestras celebraciones, especialmente en Navidad.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

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