El poder del entendimiento es la capacidad de crear ficciones. Slavoj Sisek
Tomo prestado el título de uno de los capítulos del libro: Preludios a la modernidad, ensayos filosóficos, del filósofo dominicano Luis O. Brea Franco, para referirme al cotidiano asombro de la singularidad que significa el imaginario fragmentado que exhibimos casi con lascivia los dominicanos, expresado en diferencias actitudinales relativas a cosas a veces triviales como la pelota, y otras tan graves como la anulación de la historia y los símbolos identitarios.
Nos hace asombrosamente desemejantes el afán de la descalificación de lo propio; lo que ha sido tema de analistas, desde los pensadores decimonónicos hasta algunos contemporáneos que todavía acometen la práctica, escarnecida hoy día, de pensar críticamente buscando respuestas a preguntas y averiguando más allá de la mera opinión. Nuestra tendencia a marchar en contra de lo propio no parece evidenciarse en ninguna otra comunidad humana, salvo en situaciones de guerras intestinas. Parece difícil ponernos de acuerdo aun en las obviedades, y no hace falta la piedra del vecino contra nuestro techo, nosotros mismos la lanzamos.
Una hipótesis que podría ser válida para estudiar esta psicología colectiva de la autoanulación sería la desidentificación, la ajenidad con que asumimos nuestra historia y cotidianidad. Severos cuestionadores de aquello que podría ayudarnos a conformar un imaginario colectivo que rompiera con una parte del pesimismo decimonónico, caminamos buscando asimilarnos a lo ajeno, más allá de la quintilla del Padre Vásquez, asumiéndonos el otro que no quiere ser nosotros. Nuestros vecinos, en su anarquía de Estado, se saben.
He leído artículos (algunos solo de manera parcial) de varios intelectuales y bisoños, que se han vertido en periódicos nacionales sobre la cuestión del insular binacionalismo, y lo primero que desconcierta es el sesgo de anclaje que se refiere a la confianza de las personas hacia la información que les llega sin ningún esfuerzo de constatación. Esto es más grave cuando los escribidores se presumen sabedores y terminan en mera caja de resonancias.
El segundo asombro me llega por el sesgo estadístico de la pobreza y desigualdad. Cualquiera que lea esos “ensayos” de solidaridad y justicia hacia una población de personas con estatus irregular en territorio foráneo (proscrita la palabra migrante), terminaría creyendo que en nuestra pradera sus residentes legales viven una especie de “todo incluido”, con índice de pobreza cero, con servicios hospitalarios, escuelas, distribución equitativa de las riquezas, cuando en realidad vivimos la más cruda inequidad social.
Este es un país donde regateamos un cuatro por ciento del PIB para la educación, mientras casi un cincuenta por ciento se vierte en el barril sin fondo de la deuda. En el 2020, la tasa de mortalidad neonatal aumentó en 35%, mientras, en el 2023 la muerte puerperal en un 16 %, según un artículo publicado por Doris Pantaleón. La inequidad en la educación media y básica se evidencia en el rendimiento desigual en el nivel superior. El índice de “analfabetismo funcional” genera profesionales deficitarios y reduce el impacto socioeconómico. Ese panorama impone un límite a nuestra solidaridad.
Tercer asombro: desconocer que los bordes fronterizos no son una mera marca territorial sino una compleja entidad constituida por factores sociales, políticos, militar y económicos que cambian históricamente y contribuye a los imaginarios identitarios y distintivos de los grupos que conviven en sus bordes. Esto último mueve conductas que van de la relación dialógica ideal, a conflictos y tensiones. Es ingenua ignorancia reducir lo fronterizo a un pelado en el cerro y proponer su borradura como solución.
Ser antinacionalista es una moda, y como tal no tiene escenario para el debate y la reflexión. Los detractores han logrado instalar un relato de reducción absurda que convierte el sentimiento nacional en sinónimo de fascismo, disparidad que genera disparate. El nacionalismo es de Garibaldi no de Mussolini. Más cerca a nuestra historia tenemos el nacionalismo panamericanista de Bolívar y Martí, el nacionalismo indígena de Juárez. ¿Y Duarte, dónde queda? Demonizar los nacionalismos es una borradura fatal de la historia. No entiendo la ficción a-nacional.
Las tensiones fronterizas ocurren dondequiera que hay naciones y situaciones tales como: historia y desarrollo económico desiguales. Es más fácil la convivencia en abundancia. Empero, que un tema binacional se convierta en una guerra fratricida me parece inédito. Solo el dominicano en su vieja “lucha” de auto descalificación es su propio ogro. La descalificación no genera diálogo y, peor aún, supone la negación de mi derecho a hablar. Solo podría hablar con el otro desde mi mismidad. Solo un loco hablaría con el espejo.
En fin, siempre habrá humanos distales (aquellos con los que me identifico como otro) y proximales (aquellos con los que me identifico en la mismidad). Los bordes no son solo geográficos, se integran en el psiquismo y se expresan en las conductas. Las fronteras no son modelos de segregación sino de interacción entre identidades distintas. La hibridación ocurre como devenir, no una caricatura impuesta como pretenden algunos antropólogos (sic) dominicanos.
Entre nosotros el retorno de lo reprimido no es horror y salvajismo sino el miedo al vacío de identidad, el desconcierto de no saber quiénes somos, a quinientos años de distancia.
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