Introducción. El amor y su acción, amar, son realidades características e inherentes al ser humano. Difícil discernir una experiencia que tanto lo regodee, como la que cada uno siente con amor en el acto de consentir al amar. A modo introductorio, dígase que lo interesante del amor es que –trátese solo de una conexión nerviosa cerebral, de un sentimiento de afecto, entrega y conexión hacia otra persona, o de un deseo que nos lleva a sentir afecto y conexión hacia otra(s) persona(s)—es cuestionable si existe una experiencia humana más original, común e inexplicada que la del hecho de amar y ser amado.

Versiones del amor en el mundo Occidental. Por ejemplo, limitándome al prisma conceptual de la filosofía, se la ha visto como deseo de lo eterno, impulso creativo, bien, belleza, impulso, emoción inevitable y camino a la sabiduría.

En efecto, en El banquete, Platón (entre 427 y 347 a.C.) sustenta que “Eros (el amor) es el anhelo de la posesión perpetua del bien”. Se trata de un deseo profundo de bondad, transfigurado por la belleza y la sabiduría. No obstante, amor también es carencia o ausencia de aquello que no se tiene, motivo por el que el amor deviene dinámico y creador. En ese tenor, Eros es hijo de Poros (la abundancia) y de Penia (la pobreza) y, entre ellos, existe y se reproduce anhelando lo que contempla, el Bien y su figuración, la Belleza. 

Años más tarde, en su Ética a Nicómaco, Aristóteles (384-322 a.C.) abandona el discurso ideal de su predecesor y conduce el amor al altar de la virtud y del bien común, valiéndose para ello de la mediación omnipresente de Philia (la amistad) entre los seres humanos. Así, el amor pasa a depender, no ya de la contemplación de los ideales de la Belleza y del Bien, sino del entramado de relaciones interpersonales, justas y equilibradas entre los Zoon politikón (animales políticos).

Con el arribo del estoicismo, Zenón de Citio (334 – 262 a. C.), difunde la idea de un amor universal a todo hombre. Concretamente, en la medida en que “la amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud”, todo contacto e intercambio humano tiene por finalidad concluir en un acto de amor virtuoso. Para ser virtuoso, dicho amor ha de redundar en beneficio mutuo y, justamente, para lograrlo, ha de actualizarse alejado del mero placer sensual y del vano provecho egoísta, individual.

De su lado, Plotino (c. 204/5 – 270 d.C.), de vocación francamente platónica, entiende el amor como un impulso y guía del alma hacia lo divino, un deseo sublime de superación mediante la unificación con lo Uno. Tal y como proclama en su obra Enéadas, “el amor es la aspiración del alma por el Uno, por aquello que la ha engendrado”.

En Europa, durante los siglos XIV-XVI, el Renacimiento toca su lira al amor como una fuerza cósmica, por influencia de las ideas neoplatónicas. Cierto rompimiento surge al siglo siguiente, cuando se entiende que el amor es un fenómeno de la conciencia que se explica desde sus causas psicológicas. En ese tenor, se registra cierta secuencia de galas conceptuales a propósito del amor.

René Descartes (1596-1650), en Las pasiones del alma, fue el primero en considerar el amor como “una emoción del alma causada por el movimiento de los espíritus”. Mientras que, Thomas Hobbes (1588-1679) lo ve como deseo satisfecho, pues amor y deseo son lo mismo a los ojos de su Leviatán; esto es, siempre y cuando hagamos esta salvedad: el deseo busca lo que no se tiene, el amor lo que ya se posee. Y, aunque no solo a la saga de los anteriores, Baruch Spinoza (1632-1677), en su obra Ética, define el amor como “la alegría acompañada por la idea de una causa exterior”, la sola substancia que es “Dios o Naturaleza”.

De su lado, Jean-Jacques Rousseau (1712-1788) da la espalda a los modismos refinados y antinaturales. En Emilio o De la educación, distingue entre un deseo natural (instintivo, corporal) y un amor que la imaginación y la sociedad distorsionan. “El amor nace con la conciencia del sexo; pero si ese amor no está alimentado por la imaginación, sigue siendo natural y puro. Entonces no es el corazón quien ama, sino el sentido quien desea.” Solo ese amor natural es simple, moderado, ligado a la necesidad, libre de orgullo, celos o vanidad; el otro padece de ataduras y deficiencias oriundas del amor social o artificial.

Dando otro corte a ese conjunto de pensadores, Immanuel Kant (1724-1804) aborda el tema y distingue el amor práctico del patológico. “El amor práctico consiste en la máxima de hacer del bien del otro una de nuestras reglas”, advierte en su Metafísica de las costumbres. Si bien el amor moral kantiano se basa en el respeto y en el deber hacia el otro, como fin en sí mismo, el hegeliano rompe con toda la abstracción de los principios y se pierde en sus propias negaciones. Eso así porque Jorge Guillermo Federico Hegel (1770-1831) pierde el amor en la carrera espiritual de su propia superación (“Aufhebung”) . En su Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas de 1830, reconoce que “en el amor, yo no soy más que parte; no soy independiente”; es decir, obstáculo temporal en la desaforada carrera final hacia la Idea absoluta de todos y de todo.

Como quien dicen, padeciendo las inconsecuencias del siglo XIX, y presagiando los absurdos del XX, Friedrich Nietzsche (1844-1900) rompe, tanto con la visión romántica del amor, como con la versión cristiana, mientras las denuncia como signos decadentes de la voluntad de poder y de la trampa del instinto. De ahí que, con y sin delirio, vocifere, en Así habló Zaratustra, “hay siempre algo de locura en el amor. Pero también hay siempre algo de razón en la locura”.

Fue quizás por eso que, Sigmund Freud (1856-1939), en la tesitura de su Introducción al psicoanálisis, trata el amor del amante como manifestación del instinto sexual sublimado. En cuanto tal, el amor es Eros, fuerza vital de unión y vida, “capacidad de vivir en el otro.”

En un mundo repleto de entes que no llegan a ser, Martin Heidegger (1889-1976) califica al amor auténtico como el que se basa en la apertura al ser-del-otro y por eso, en su Ser y Tiempo, confirma que “el amor consiste en dejar ser al ser del otro.” Por efecto de esta especulación, en medio de un lapso histórico eclipsado, tanto por su espectacular superficialidad, como por la revuelta confusión provocada durante el interregno entre la Ia Guerra ‘Mundial’ y la IIa, fue Emmanuel Levinas (1906-1995) el que restableció un asidero a la cuestión del amor en el seno de la tradición occidental. El amor… es una relación asimétrica con el otro, expone en Totalidad e infinito; y,  en la medida en la que la responsabilidad ética incondicional prime en el amor, “amar es servir sin esperar nada” a cambio.

No menos conspicua fue la posición de Michel Foucault (1926-1984), para quien el amor y la sexualidad resultan ser construcciones históricas. “El amor no es natural, es histórico”, escribe en  Historia de la sexualidad. Entendido así, lo decisivo resulta ser cómo las formas de amar se regulan culturalmente, en vez de elucubrar qué es o ha sido.

En un medio ambiente cultural en el que la comunicación deviene objeto de intereses y conocimientos, Jürgen Habermas (1929-) considera, en su obra Teoría de la acción comunicativa, que “el amor permite relaciones simétricas, basadas en el reconocimiento mutuo.” Es así que su concepción elude el fardo conceptual de su herencia hegeliana, más que marxista.

El recorrido trazado hasta aquí pudo haber sido mucho más largo e intrincado que el precedente, dadas las limitaciones en un escrito de difusión como este. A pesar de sus sensibles arbitrariedades, permite ver que el amor puede ser pasión, virtud, impulso natural o cultural. Además, tiene múltiples formas: eros (pasión), philia (amistad), ágape (amor universal), storgé (afecto familiar), origen (arché) de todo y Uno de todo.

No obstante, como bien es sabido, a partir de la historia de amor medieval de Abelardo y Eloísa, aun cuando el flechazo y la pasión amorosa escapan a todo control, el amor puede ser objeto de enseñanza e incluso de fe.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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