En política internacional, pocas palabras generan más ruido y menos precisión que “soberanía”. En el debate local suele invocarse como si fuera un cristal frágil, susceptible de romperse ante cualquier contacto exterior. Pero para el realismo, la escuela que mejor ha explicado el comportamiento de los Estados, la soberanía no es aislamiento, es capacidad. Capacidad para influir, resistir, proyectar y sobrevivir en un sistema competitivo.
Hans Morgenthau, padre del realismo clásico, definió el poder como la capacidad de “controlar la mente y las acciones de otros hombres”, y sostuvo que el interés nacional solo puede entenderse en términos de poder. E. H. Carr descompuso ese poder en tres dimensiones: militar, económica y capacidad de moldear la opinión. Kenneth Waltz llevó la discusión al plano estructural; lo que importa son las capacidades relativas. Y John Mearsheimer la llevó al punto lógico final; lo decisivo es la capacidad material de proyectar fuerza.
Si se acepta ese marco, el único teóricamente coherente para analizar decisiones estatales, la pregunta no es si República Dominicana “cede” soberanía al permitir el uso temporal de áreas restringidas de San Isidro y Las Américas por fuerzas estadounidenses en el marco de la Operación Southern Spear. La pregunta correcta es si esa decisión aumenta o disminuye nuestra capacidad efectiva dentro del sistema caribeño.
Este artículo sostiene lo primero.
La geografía no cambia, pero la percepción geopolítica sí. Y Southern Spear revela un hecho que durante décadas hemos subestimado: República Dominicana es, de facto, el centro operativo más estable y funcional del Gran Caribe.
La Operación Southern Spear (o Lanza del Sur) es la campaña de mayor alcance de Estados Unidos en el Caribe en décadas, diseñada para presionar a redes transnacionales de narcotráfico que operan desde el arco venezolano-colombiano hacia Centroamérica, México y Estados Unidos. Incluye despliegues de portaaviones, bombarderos estratégicos, drones de vigilancia, sistemas de reconocimiento marítimo y unidades de respuesta rápida.
En ese contexto, Estados Unidos solicitó, y República Dominicana autorizó, el uso temporal y acotado de áreas restringidas de la Base Aérea de San Isidro y del Aeropuerto Internacional de Las Américas para operaciones logísticas de vigilancia y soporte. La autorización es estrictamente delimitada, no crea presencia permanente, no transfiere mando y no altera la titularidad del territorio. República Dominicana mantiene control político, jurisdicción plena y soberanía intacta sobre sus instalaciones.
Quienes argumentan que este acuerdo representa una “cesión de soberanía” parten de una noción romántica e irreal del sistema internacional. Ningún Estado contemporáneo protege su territorio sin alianzas, cooperación militar o mecanismos de interoperabilidad. Y, más importante aún, ninguna gran potencia lo hace sola.
Los ejemplos son contundentes. Japón aloja más de 50,000 tropas estadounidenses y sigue siendo una de las democracias más influyentes del planeta. Alemania mantiene unos 36,000 soldados de EE. UU. bajo el SOFA de la OTAN, sin que ello afecte su peso estratégico en Europa. Reino Unido alberga miles de efectivos y bases aéreas operadas conjuntamente. Italia, con instalaciones críticas como Aviano y Sigonella, conserva autonomía estratégica plena. Polonia, en plena modernización militar, pidió y obtuvo una guarnición permanente estadounidense para reforzar su disuasión frente a Rusia.
Si estas potencias conservan soberanía plena con presencia militar extranjera estable, ¿por qué un uso temporal, logístico y específico en territorio dominicano sería una anomalía o un acto de subordinación?
No lo es.
La cooperación militar no anula soberanía; la refuerza cuando incrementa las capacidades del Estado. Esto no significa ignorar los riesgos. Toda cooperación militar debe estar acompañada de controles claros, límites operativos precisos y mecanismos de supervisión nacional que garanticen transparencia en las acciones realizadas desde territorio dominicano. La clave es simple, cooperar sin renunciar a la capacidad de decidir. Eso es soberanía efectiva.
La geografía no cambia, pero la percepción geopolítica sí. Y Southern Spear revela un hecho que durante décadas hemos subestimado: República Dominicana es, de facto, el centro operativo más estable y funcional del Gran Caribe. Nuestra posición permite vigilar el tránsito marítimo del Caribe central, las rutas que conectan Venezuela con el Caribe noroccidental y los corredores hacia Puerto Rico, Bahamas y el Atlántico norte.
Al seleccionar territorio dominicano para una operación de alto nivel, Estados Unidos reconoce tres elementos: nuestra confiabilidad institucional, la calidad de nuestra infraestructura militar y aeroportuaria, y la utilidad estratégica de nuestro territorio en un entorno regional volátil.
No es un gesto simbólico, es un reconocimiento explícito de que RD importa en el tablero regional. En términos realistas, es un aumento de nuestro valor estratégico.
El debate público se ha centrado en los riesgos, no en las oportunidades. Pero un Estado pequeño solo aumenta su poder cuando aprovecha momentos como este para aprender, exigir y crecer. Quienes rechazan este acuerdo en nombre de la soberanía confunden interdependencia con vulnerabilidad. En el mundo realista, los Estados pequeños sobreviven y prosperan cuando tejen alianzas que amplifican su capacidad, no cuando se repliegan sobre sí mismos.
La Operación Southern Spear (o Lanza del Sur) es la campaña de mayor alcance de Estados Unidos en el Caribe en décadas, diseñada para presionar a redes transnacionales de narcotráfico que operan desde el arco venezolano-colombiano hacia Centroamérica, México y Estados Unidos.
El uso temporal de instalaciones dominicanas por parte de fuerzas estadounidenses no es una claudicación. Es una oportunidad para fortalecer nuestras capacidades militares, logísticas e institucionales y reposicionar al país dentro de la arquitectura de seguridad del Gran Caribe.
La verdadera pregunta no es si aceptar o no esta cooperación, sino cómo transformarla en un punto de inflexión para aumentar nuestro poder real en la región.
Porque la soberanía, en el siglo XXI, no se mide por la pureza del aislamiento, sino por la capacidad del Estado para proteger a su población, defender sus intereses y posicionarse estratégicamente en un entorno competitivo.
Y en ese sentido, este acuerdo no nos debilita. Nos eleva.
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