“Cuando las leyes callan, todo lo demás grita” —Cicerón.
Nunca habíamos sido testigos de la presentación abierta de un plan elaborado por un grupo de potencias con el declarado propósito de reconfigurar las reglas del sistema financiero internacional. Y, sin embargo, ahí está la Unión Europea avanzando un proyecto de confiscación de activos ajenos con una seguridad más aparente que real, empujada por el espejismo de una amenaza rusa sobredimensionada y por el afán desesperado de sostener la narrativa de su proyecto ucraniano que se desploma en cámara lenta.
Bajo el ropaje de una misión “humanitaria”, Bruselas pretende cubrir con los activos rusos congelados el creciente agujero presupuestario de Kiev, los retrocesos militares que ya nadie logra disimular y los escándalos de corrupción que sacuden el corazón mismo del régimen.
Escándalos que acercan, cada día más, la sombra de la responsabilidad al presidente ilegítimo Zelenski y a su círculo inmediato. En ese marco, la Comisión Europea presenta dos vías de financiamiento. La primera, la emisión de deuda respaldada por el presupuesto común, intentando dar una apariencia de normalidad a un escenario que ya ha perdido toda normalidad. La segunda, mucho más explosiva, plantea utilizar los activos soberanos rusos inmovilizados desde 2022 para otorgar a Kiev un llamado préstamo de reparaciones, un intento de justificar lo injustificable que abre un precedente jurídico y político de consecuencias imprevisibles para un orden internacional ya profundamente agrietado.
Los defensores de este curso temerario lo presentan como una medida excepcional para evitar la quiebra del Estado ucraniano, como si la desesperación fiscal de Kiev y el robo descarado cometido por sus propios funcionarios fueran suficientes para legitimar la ruptura de un principio que sostiene la estabilidad financiera global. Lo que el Kremlin ha señalado repetidas veces, y lo que juristas de distintas escuelas reconocen con creciente inquietud, es que esta operación se parece demasiado a un robo revestido de retórica humanitaria.
Para algunos, esta denuncia parece exagerada o revela supuestas simpatías hacia Moscú. No es así. En la historia contemporánea no existe un solo caso en el que un bloque económico haya confiscado los fondos del banco central de otro país para financiar una guerra que, además, fue y sigue siendo alentada, financiada y estratégicamente dirigida por los mismos que hoy exigen que se les llame benefactores. Ni siquiera en los momentos más devastadores de la Segunda Guerra Mundial se tocó el dinero del Banco Central de Alemania, a pesar del carácter criminal y total de aquella contienda iniciada por los genocidas alemanes. Ese límite fue respetado porque todos entendían que vulnerarlo equivalía a dinamitar la confianza en el sistema financiero mundial.
Aun así, la Comisión Europea contempla adoptar su plan mediante mayoría cualificada, como si una votación interna bastara para convertir un acto de apropiación en un gesto legítimo. Pretenden que el procedimiento sustituya al principio y que la forma maquille la fractura del fondo. Ninguna sutileza jurídica puede cambiar la naturaleza de una operación que mina la arquitectura ética y legal de la convivencia internacional.
La magnitud del esquema explica su audacia. Bruselas aspira a movilizar hasta 210 mil millones de euros, equivalentes a las reservas rusas congeladas en la UE, con una disponibilidad inicial cercana a 90 mil millones antes de 2027. Instituciones como Euroclear, en Bélgica, tendrían la obligación de invertir esos activos en instrumentos de deuda europea cuyas ganancias serían transferidas a Ucrania. A esto se sumaría un monto adicional de 115 mil millones destinado a reforzar la industria militar ucraniana. Nada en este diseño sugiere una salida negociada ni auténticas reparaciones. Todo apunta a la criminal apuesta de prolongar el conflicto bajo el declarado objetivo de infligir una derrota estratégica a Rusia.
Los preparativos del asalto financiero incluyen un blindaje jurídico interno para impedir que tribunales europeos den cabida a un reclamo ruso. Bruselas insiste en que se trata de una medida excepcional y que las garantías bastarán para evitar demandas futuras. Pero el principal custodio de esos fondos, el propio gobierno belga, rechaza las conclusiones de la Comisión, al mismo tiempo que el primer ministro Bart De Wever fue aún más directo al calificar de increíble e inaceptable la presión en torno a la confiscación. Advirtió, además, que Moscú no olvidaría jamás un acto de tal naturaleza.
Desde una postura que no puede calificarse de otra manera que objetiva en el contexto de las mentalidades neocoloniales, De Wever estableció tres condiciones sin las cuales Bélgica no participará. Primero, exige garantías jurídicas plenas que protejan al país frente a un reclamo ruso. Segundo, reclama que los riesgos legales sean compartidos por todos los socios de la UE. Y tercero, demanda que todos los Estados que poseen activos rusos contribuyan de forma equitativa, evitando que Bélgica cargue sola con el costo político y judicial. Ursula von der Leyen asegura estar dispuesta a acoger esas demandas. Pero, ¿qué claridad existe sobre la viabilidad legal del proyecto o sobre el impacto que tendría en la confianza mundial hacia la eurozona?
Incluso el Fondo Monetario Internacional, tradicional instrumento de la hegemonía financiera occidental, ha expresado una cautela. Recuerda que cualquier decisión debe respetar el derecho internacional y no poner en riesgo la estabilidad del sistema monetario mundial. No es una advertencia menor. Recordemos una vez más que la fortaleza del sistema financiero europeo descansa en la percepción de que respeta la legalidad, los contratos y los principios básicos de la propiedad estatal. Se trataría, pues, de una señal devastadora a los países que hoy depositan sus reservas en instituciones europeas.
Lo cierto es que parece imposible que la comunidad internacional permanezca en silencio frente a un precedente tan perturbador, sobre todo cuando dentro de la propia UE se admite que no existe un fundamento legal claro para proceder.
Esta es una de las más brutales contradicciones del llamado orden basado en normas. Desde Bruselas se proclama su defensa con fervor casi bélico al mismo tiempo que se evalúa quebrarlo con una medida que podría desencadenar un daño irreversible a la estabilidad jurídica que sostiene a la Unión.
Compartir esta nota