En un país donde la democracia muchas veces se reduce al acto de votar, y donde la participación ciudadana sigue siendo frágil, la educación cívica aparece como una asignatura pendiente. Por eso ha sido una señal alentadora que, recientemente, el Ministerio de Educación haya dispuesto la reincorporación formal de la asignatura Moral, Cívica y Ética Ciudadana al currículo escolar, a partir del año lectivo 2025–2026. El propio ministro Luis Miguel De Camps ha expresado con claridad que esta materia no es un lujo, sino una necesidad urgente para la formación integral de las futuras generaciones.
Coincido plenamente. Pero no basta con volver a enseñar civismo como se hacía antes. Lo que necesitamos en pleno siglo XXI es una educación cívica renovada, que forme personas capaces de pensar críticamente, actuar éticamente y participar activamente en los desafíos locales y globales de nuestro tiempo.
La educación cívica que necesitamos no puede limitarse a la memorización de artículos constitucionales o nombres de próceres. Debe enseñar a vivir en comunidad, a deliberar con respeto, a defender derechos, a ejercer responsabilidades, a resistir la desinformación, a resolver conflictos, a construir el bien común. En otras palabras, debe prepararnos no solo para ser ciudadanos dominicanos, sino ciudadanos del mundo.
¿Por qué es urgente?
Porque las señales de debilitamiento democrático están a la vista. La apatía política, la desconfianza en las instituciones, la polarización y la intolerancia no surgen de la nada. Son síntomas de una ciudadanía incompleta, fragmentada, desvinculada. Y si no fortalecemos desde temprano la conciencia cívica, no podremos sostener una democracia vibrante ni afrontar colectivamente los grandes desafíos que nos atraviesan: el cambio climático, la desigualdad, la migración forzada, la violencia digital, la corrupción.
Una sociedad que no educa para la participación termina criando consumidores, no ciudadanos. Y esa brecha entre el individuo y lo colectivo se paga caro: con desafección, con autoritarismo, con exclusión.
Lo personal también es político
Hace algunos años, fui profesor de Moral y Cívica en un colegio de Moca. Esa decisión surgió después de haber cursado materias como Política de la Unión Europea y Política del Reino Unido mientras estudiaba en Inglaterra. Allí comprendí una verdad simple, pero profunda: no se puede amar lo que no se conoce. Y entendí también que enseñar civismo no es adoctrinar, sino invitar a entender el rol que cada persona puede jugar en la construcción de lo público.
En mis clases no solo hablábamos de derechos y deberes. También explicábamos cómo funciona el Estado: quién es un legislador, qué hace un regidor, cómo debe actuar un ministro, cuál es el papel de un alcalde. Insistí siempre en que los servidores públicos deberían ser eso: servidores. Aunque sea en horarios visibles, decía con ironía.
Hoy, una de mis mayores alegrías es ver cómo varios de esos exalumnos se han convertido en actores comprometidos con la vida pública: desde la política partidaria hasta el servicio exterior, pasando por el gobierno local y movimientos de defensa de derechos o del medio ambiente. Verlos ejercer ciudadanía activa, con conciencia y propósito, es una prueba viva de lo que la educación cívica puede sembrar.
¿Por qué debe ser global?
Porque los problemas que enfrentamos ya no se detienen en las fronteras. La pandemia, el cambio climático, la inteligencia artificial, la trata de personas, los movimientos migratorios, la crisis de confianza en los medios… todos exigen una ciudadanía que comprenda las interdependencias del mundo.
La educación para la ciudadanía global, promovida por organismos como UNESCO y practicada por redes como AFS, nos invita a mirar más allá de la bandera sin dejar de amar la patria. Forma a jóvenes que entienden su identidad local, pero que actúan con conciencia planetaria. Que reconocen que sus decisiones afectan a otros, incluso en lugares lejanos. Que saben que vivir en democracia es un compromiso que trasciende elecciones y discursos.
En República Dominicana, hemos dado algunos pasos, pero siguen siendo tímidos. El currículo vigente menciona la ciudadanía global, pero no la desarrolla con profundidad ni continuidad. Algunos centros educativos innovan, pero sin apoyo sistémico. Las iniciativas extracurriculares existen, pero no alcanzan escala ni permanencia.
¿Por qué debe ser participativa?
Porque no se aprende a ser ciudadano leyendo un libro, sino ejerciendo la ciudadanía. La educación cívica del siglo XXI no debe ser solo una materia, sino una experiencia viva: con debates estudiantiles, proyectos comunitarios, simulaciones parlamentarias, presupuestos participativos escolares, organizaciones estudiantiles con voz real, interacción con gobiernos locales, aprendizajes basados en problemas.
La participación no se enseña, se practica. Y esa práctica debe estar en el corazón de la escuela y en el pulso de la comunidad.
Una educación cívica participativa no es un lujo. Es una respuesta necesaria a una sociedad que necesita aprender a convivir, a colaborar y a decidir colectivamente su destino. Y esa práctica se debe extender también al profesorado, a las familias, a los municipios.
Lo que está en juego
En un país como el nuestro, con alta población joven y profundas desigualdades, no podemos permitirnos que la educación siga formando sujetos pasivos, obedientes o resignados. Necesitamos formar agentes de cambio, personas con pensamiento crítico, ética pública y sentido de propósito. Personas que entiendan que ser ciudadano no es una identidad legal, sino una práctica cotidiana.
La educación cívica para el siglo XXI debe ser urgente, global y participativa. Urgente, como bien ha recordado el ministro de Educación. Global, porque el futuro no se construye en soledad. Participativa, porque nadie aprende a transformar el mundo desde un pupitre inmóvil.
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