La relación entre la guerra y el medio ambiente ha sido objeto de estudio creciente en las últimas décadas, en tanto los conflictos armados no solo transforman de manera radical las estructuras sociales, políticas y económicas, sino que también imprimen huellas profundas, a menudo irreversibles, sobre los ecosistemas. Desde la Antigüedad hasta los escenarios contemporáneos, las confrontaciones bélicas han modificado la biodiversidad, los suelos, las fuentes de agua, la atmósfera y el equilibrio ecológico en su conjunto, situando a la naturaleza como víctima silenciosa de la violencia humana.
Los conflictos bélicos suelen estar asociados al uso de agentes químicos, explosivos y metales pesados que permanecen durante décadas en los ecosistemas. Las municiones no detonadas, las minas antipersonales y los residuos tóxicos de la artillería contaminan el suelo y limitan su uso agrícola. Ejemplo paradigmático es la Guerra de Vietnam, donde el uso del Agente Naranja —un defoliante compuesto por dioxinas altamente tóxicas— no solo eliminó la cobertura vegetal de vastas áreas, sino que también afectó de manera persistente la fertilidad de los suelos y la salud de las poblaciones humanas y animales expuestas.
El agua, recurso vital y estratégico, resulta gravemente afectada durante las guerras. La destrucción de represas, acueductos y plantas de tratamiento genera derrames y contaminación que se esparce a través de cuencas fluviales, afectando a múltiples países y comunidades. Las guerras en los Balcanes y en Irak evidenciaron cómo la contaminación de ríos por hidrocarburos, metales pesados y desechos industriales liberados durante los bombardeos alteró cadenas tróficas completas.
Asimismo, las guerras implican desplazamiento de poblaciones humanas, incremento en la tala para refugios improvisados o para sostener economías informales de guerra, lo cual acelera la deforestación. La pérdida de hábitats afecta gravemente a especies ya vulnerables. En África Central, los conflictos armados en la región de los Grandes Lagos y la República Democrática del Congo impactaron parques nacionales de altísimo valor ecológico, como Virunga y Kahuzi-Biega, donde especies en peligro, como el gorila de montaña, fueron objeto de caza furtiva incentivada por la crisis social y la ausencia de control estatal.
Las guerras contemporáneas producen emisiones masivas de gases contaminantes. La quema de combustibles fósiles, los incendios de pozos petroleros, los bombardeos aéreos y el uso de armamento generan partículas en suspensión que alteran la calidad del aire y contribuyen al cambio climático. Estudios posteriores a la Guerra del Golfo mostraron que las columnas de humo liberadas por los pozos incendiados generaron nubes negras que redujeron la radiación solar en la región, afectando la fotosíntesis y el microclima.
Paradójicamente, algunos estudios han evidenciado que en territorios donde la presencia humana se reduce drásticamente a causa de la guerra, ciertas especies encuentran espacios para recuperarse. El caso de la Zona Desmilitarizada (DMZ) entre Corea del Norte y Corea del Sur es ilustrativo: a pesar de estar fuertemente militarizada, la ausencia de actividades agrícolas e industriales permitió la conservación de humedales y la presencia de aves migratorias y especies endémicas.
El Derecho Internacional Humanitario contempla la prohibición de ataques que causen daños graves, extensos y duraderos al medio ambiente natural. Sin embargo, la dificultad para verificar, sancionar y reparar estos daños hace que el impacto ambiental de la guerra siga siendo, en gran medida, un crimen invisible. Las propuestas de reconocer el “ecocidio” como crimen internacional ante la Corte Penal Internacional constituyen un avance en el debate sobre la protección de los ecosistemas en contextos bélicos.
El impacto de los conflictos bélicos sobre los ecosistemas no es un efecto colateral menor, sino un componente estructural de la violencia armada. Su alcance incluye la degradación del suelo, la contaminación de las aguas, la destrucción de la biodiversidad, las emisiones atmosféricas y la alteración de cadenas ecológicas enteras. Estos efectos, en muchos casos irreversibles, nos recuerdan que la guerra no termina cuando cesan las armas, pues la naturaleza continúa soportando sus consecuencias durante generaciones. Frente a ello, se impone una reflexión ética, política y jurídica que sitúe la protección ambiental en el centro de las normas y estrategias de paz, con el propósito de preservar la vida, no solo humana, sino planetaria.
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