Desde hace décadas se repite, casi como un dogma incuestionable, que vivimos en democracia. La palabra se pronuncia con solemnidad, se imprime en constituciones, se invoca en discursos oficiales y se legitima mediante cifras: porcentajes de votos, índices de crecimiento, rankings internacionales, encuestas de percepción. Sin embargo, cuanto más se multiplican las estadísticas, más se empobrece la experiencia democrática real. En ese sentido, la democracia contemporánea se ha convertido, en gran medida, en lo que alguien definió con lucidez “como un abuso de las estadísticas”: un sistema que sustituye la participación viva del ciudadano por números que simulan consenso, progreso y estabilidad, mientras la vida material y simbólica de la mayoría se deteriora.
En la República Dominicana, esta paradoja se expresa de manera especialmente aguda. Aquí la democracia ha dejado de ser un proyecto ético y político para convertirse en un espacio de oportunidad, un nuevo socio al que se ingresa no para servir al Estado, sino para exprimirlo. El acceso al poder no es entendido como responsabilidad pública, sino como inversión privada; no como representación, sino como botín. La política se transforma así en una empresa de corto plazo, donde cada ciclo electoral inaugura una nueva repartición de cargos, contratos, exenciones y privilegios.
El problema no es únicamente la corrupción, entendida en su sentido más visible —el robo, el soborno, el tráfico de influencias—, sino algo más profundo: la desnaturalización de la democracia misma. Cuando el acto democrático se reduce al conteo de votos cada cuatro años, y ese conteo se presenta como prueba suficiente de legitimidad, la democracia deja de ser un proceso continuo y se vuelve un ritual vacío. El ciudadano vota, pero no decide; participa, pero no incide; paga impuestos, pero no recibe bienes proporcionales ni servicios dignos. La estadística reemplaza al sujeto.
Mientras la democracia siga siendo concebida como una suma de porcentajes y no como una experiencia compartida; mientras el Estado sea visto como un medio de ascenso económico personal
Las cifras, en este contexto, funcionan como una forma sofisticada de violencia simbólica. Se habla de crecimiento económico mientras se normaliza la precariedad; se exhiben tasas macroeconómicas positivas mientras la desigualdad se profundiza; se celebran índices de gobernabilidad mientras el Estado se debilita desde dentro. La democracia estadística no pregunta quién crece, cómo crece ni a costa de quién. Solo afirma que el número sube, y con eso pretende cerrar el debate.
En la República Dominicana, el Estado ha sido progresivamente capturado por una lógica de apropiación privada. Muchos de quienes acceden a cargos públicos no conciben el Estado como una institución que debe garantizar derechos, sino como una estructura que puede ser utilizada para el enriquecimiento personal y grupal. Llegan al Estado no para fortalecerlo, sino para vaciarlo; no para representarlo, sino para parasitarlo. Esta práctica no es accidental ni marginal: se ha convertido en una cultura política arraigada, transmitida, normalizada, incluso justificada como “astucia” o “habilidad”.
A este panorama de fragilidad democrática se suma un factor decisivo: la función degradada de los partidos políticos. En teoría, los partidos están llamados a ser mediadores entre la sociedad y el Estado, espacios de deliberación, formación cívica y articulación de proyectos colectivos. En la práctica, sin embargo, muchos han devenido simples maquinarias de poder, vaciadas de contenido ideológico y sometidas a lógicas estrictamente clientelares.
El deterioro es aún más profundo cuando estas estructuras partidarias se ven penetradas por el dinero ilícito, particularmente el vinculado al narcotráfico. No se trata solo de un problema moral o legal, sino de una mutación estructural del sistema político: cuando el financiamiento criminal condiciona candidaturas, campañas y decisiones públicas, la democracia deja de responder al interés general y pasa a operar como una fachada institucional al servicio de intereses opacos.
En ese contexto, el partido político ya no organiza la voluntad popular, sino que la suplanta; ya no representa, sino que administra lealtades compradas; ya no gobierna, sino que gestiona impunidad. La corrupción no aparece entonces como una desviación ocasional, sino como un principio operativo que vacía de sentido las reglas democráticas. Así, el voto se trivializa, la alternancia pierde valor y el Estado se convierte en un botín transitorio.
La crisis de la democracia es, en este punto, inseparable de la crisis de los partidos. Sin organizaciones políticas éticamente consistentes, con límites claros frente al poder económico ilegal, la democracia queda reducida a un ritual electoral sin sustancia cívica ni legitimidad histórica.
En este escenario, la democracia deja de representar un pacto social y se transforma en una fachada funcional al oportunismo. Los partidos políticos, lejos de ser espacios de formación cívica y debate ideológico, operan como maquinarias electorales y redes de acceso a recursos. El ciudadano es reducido a votante cautivo, beneficiario ocasional de dádivas, espectador pasivo de decisiones que nunca pasan por su deliberación real. Se le convoca solo cuando hay elecciones; luego se le excluye del ejercicio cotidiano del poder.
Pero una democracia auténtica no puede limitarse al momento electoral. La democracia, en su sentido más profundo, es, como ha dicho Ernest Renan, un plebiscito de todos los días. No un plebiscito formal, sino material, ético y social. Se ejerce cuando el ciudadano puede exigir cuentas, cuando participa en la definición de políticas públicas, cuando tiene acceso real a los bienes comunes que su contribución fiscal hace posibles. La democracia existe cuando hay correspondencia entre lo que el ciudadano aporta y lo que recibe; entre el impuesto pagado y el servicio brindado; entre el deber cumplido y el derecho garantizado.
En la República Dominicana, esa correspondencia está rota. El ciudadano paga, pero no decide; contribuye, pero no participa; sostiene el Estado, pero no se beneficia equitativamente de él. Los bienes públicos —educación, salud, infraestructura, justicia— se distribuyen de manera desigual, muchas veces mediada por clientelismo político y lealtades partidarias. La democracia, entonces, no es un espacio de igualdad, sino de exclusión administrada.
Este vaciamiento del Estado tiene consecuencias graves. Un Estado debilitado no puede garantizar derechos, ni regular el mercado, ni proteger a los más vulnerables. Cuando el Estado se convierte en un botín, pierde autoridad moral y capacidad operativa. Y cuando la democracia sirve para legitimar ese proceso mediante estadísticas y elecciones periódicas, se convierte en cómplice de su propia destrucción.
Cuando el acto democrático se reduce al conteo de votos cada cuatro años, y ese conteo se presenta como prueba suficiente de legitimidad, la democracia deja de ser un proceso continuo y se vuelve un ritual vacío.
La democracia verdadera exige algo más que números: exige conciencia ciudadana, instituciones fuertes y una ética pública que ponga límites al poder. Exige entender que gobernar no es enriquecerse, sino administrar lo común; que representar no es hablar en nombre propio, sino en nombre de una colectividad diversa; que el éxito de un gobierno no se mide solo en cifras macroeconómicas, sino en la dignidad concreta de la vida cotidiana.
Mientras la democracia siga siendo concebida como una suma de porcentajes y no como una experiencia compartida; mientras el Estado sea visto como un medio de ascenso económico personal y no como una estructura de justicia social; mientras el ciudadano sea reducido a número y no reconocido como sujeto, la democracia dominicana seguirá siendo frágil, vulnerable y profundamente desigual.
Recuperar la democracia implica desmontar el fetichismo de las estadísticas y devolverle centralidad al ser humano. Implica transformar la política en un ejercicio de responsabilidad y no de rapiña. Implica, sobre todo, comprender que la democracia no se hereda ni se decreta: se construye todos los días, en la transparencia, en la participación real y en la distribución justa de los bienes que pertenecen a todos.
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