En febrero de 1972, Richard Nixon, entonces presidente de los Estados Unidos, visitó la República Popular China con el objetivo de restablecer relaciones comerciales y forjar lazos políticos con esa nación en medio de la Guerra Fría que enfrentaba a Estados Unidos con la antigua Unión Soviética. Luego, en 1979, bajo la presidencia de Jimmy Carter, se iniciaron las relaciones diplomáticas.
Lo que sucedió en las décadas subsiguientes fue un rápido y expansivo programa de inversiones estadounidenses en China para aprovechar la inmensa mano de obra barata y disciplinada que ofrecía ese país, sumido hasta entonces en la pobreza. Esa producción barata fue vital para que Estados Unidos lograra controlar la inflación que arrastraba de la década de 1970.
Durante la presidencia de Ronald Reagan, Estados Unidos comenzó a diseñar formalmente una nueva modalidad de capitalismo: la globalización neoliberal, bajo el argumento de que todas las naciones aprovecharían sus ventajas comparativas para intercambiar en un mundo con menos barreras arancelarias y regulaciones. De ahí devino posteriormente el llamado Consenso de Washington.
El proyecto de globalización neoliberal dio pie a las negociaciones de tratados de libre comercio bajo el auspicio, precisamente, de Estados Unidos. El primero y más significativo fue el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Estados Unidos, Canadá y México, firmado en 1992, al final de la presidencia de George H. W. Bush.
Si bien el capital estadounidense se benefició de la mano de obra barata en otros países (China en particular) y los consumidores de menores precios en una diversidad de productos, la globalización aceleró la desindustrialización en Estados Unidos y, por ende, la pérdida de empleos de la clase obrera, que era fundamentalmente de raza blanca.
La propuesta económica de Trump difiere, sin embargo, de la que promovió su partido por décadas. Culpa a los demócratas de los males de la globalización, aunque fueron los republicanos Nixon y Reagan que la impulsaron
Concomitantemente, otros grupos sociales luchaban por expandir sus derechos, en particular, las mujeres, los negros y latinos. Así comenzaron a sedimentarse los conflictos de clase, raciales y de género que han impactado la política.
La clase obrera blanca comenzó a abandonar el Partido Demócrata y a refugiarse en el Partido Republicano que prometía mano dura contra la delincuencia, enfocada como problema en los grupos minoritarios étnico-raciales. El primer beneficiario del giro político fue Reagan en las elecciones de 1980 y 1984.
Mientras la clase obrera blanca se enfilaba con el Partido Republicano, el Partido Demócrata conformó una base electoral de votantes de las grandes ciudades, con mayor nivel educativo, jóvenes, negros y latinos. Eso eventualmente se conoció como la coalición Obama.
La emergencia de un presidente negro ayudó a solidificar aún más los votantes blancos de la antigua clase obrera que Trump ha movilizado de manera efectiva a su favor desde la campaña del 2016.
La propuesta económica de Trump difiere, sin embargo, de la que promovió su partido por décadas. Culpa a los demócratas de los males de la globalización, aunque fueron los republicanos Nixon y Reagan que la impulsaron, y culpa al mundo de aprovecharse económica y militarmente de Estados Unidos.
Por eso Trump establece aranceles, elimina la ayuda exterior y promete expulsar inmigrantes. Así, según él, Estados Unidos será grande otra vez.
El objetivo es claro, el proceso promete ser turbulento.
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