La primera vez que me cogió la noche en el Mirador contaba con la mejor excusa para neutralizar el reproche de mami (pues mi papá no se metía en eso): estaba celebrando el cumpleaños de Sammy Sosa. Primero como parte de un contingente de curiosos que se formó en un tramo de la av. Anacaona muy próximo al número 5, y luego, probando que querer es poder, a pocos pasos de la entrada principal de la casa marcada con el número 21, pero que en el orden secuencial de esa calle debía ser la número 16; cosas que se les permiten a los dominicanos cuando tienen algo de poder.
Apuesto lo que no tengo a que ese 12 de noviembre nadie que no contara con invitación formal al cumpleaños llegó a estar más cerca de la mesa de cócteles -si es que había una-. Nosotros, los dueños del Mirador.
Todavía hoy no dejo de ver a Oliver -mi entonces Sancho sin panza- toda la noche repitiéndome “ya vámonos, es tarde”, pero yo siempre lo convencía de que permaneciéramos un ratito más como esperando lo inesperado (como que Sammy Sosa nos viera y se acercara a conversar con nosotros, o qué se yo). Al final, nada más trascedente que nosotros ahí sucedió. Por eso, al otro día mi orgullo -absurdo como casi todos los orgullos- se disparó cuando me enteré leyendo los periódicos de los personajes de la farándula mundial que quizás vimos sin saber identificar, pero que estuvieron a pocos metros de nosotros, o nosotros de ellos, celebrando todos la primera y última gran fiesta de cumpleaños del Sammy en la Anacaona.
Pero esa no fue la primera noche de fiesta que tuve en el Mirador. De hecho, lo que tengo de fiestero y pachanguero lo empecé a cultivar también en este parque, específicamente en la Guaraca Taína, de mi adolescencia mi discoteca favorita.
Entre los capitaleños que conocieron el lugar sobre la Guacara no debe haber discusión. Ha sido el mejor y más extraordinario club nocturno que ha tenido este país. Una cueva natural en medio de un parque ecológico en plena ciudad! Donde nunca se denunciaron problemas de seguridad -salvo que una que otra de esas cositas que siempre pasa a los que quieren andar en la calle de madrugada-. Agreguemos que a diferencia de cualquier otro club nocturno del mundo, en este los parqueos sobraban. Y su mayor atractivo es que contaba con el más popular y famoso disc jockey dominicano que representara la música pop hasta la recta final de los 90s: Dj Canita, el productor de Canita Mix! [Ojo, no el mejor, pues el mejor siempre fue Dj Lombardo, pero si el que mejor supo venderse, lo que contando con la Guacara Taína como casa supongo que le facilitó el trabajo].
Aunque entonces nunca disfruté del posible placer que causa consumir alcohol, en la Guácara pronto descubrí la importancia de tener un vaso en la mano para potenciar la interacción social, pues vanidad de vanidad, ahí también todo era vanidad.
Como me cautivaba el “flaming shot” muy demandado en esa barra por algunos de los fijos del club, supuse que ese mismo efecto causaría en otras personas primerizas en el lugar y respecto de mí cuando lo vieran en mi mano. Entonces hice parte de mi ritual el proceso de pedir, pagar y consumir una de esas copas flameantes que casi siempre pedía que me volvieran a encender para prolongar su efecto carnada, porque el anzuelo era yo, un polluelo de 13 años pensando que nadie lo había notado.
Los niños normales de mi generación solían iniciarse en el mundo de las discotecas cuando llegaban a cuarto bachillerato; ese no fue mi caso, que hacía coro con niños mayores que también eran mis amigos del barrio. Así, en séptimo conocí el Jet Set, y desde entonces siempre estuve atento a las fiestas de promoción de cualquier colegio. Con esa trayectoria terminé por hacerme frecuente en los principales clubs nocturnos juveniles: Omni del Sheraton, Jubilee y por supuesto La Guácara. Pero esta última era la mía, donde me sentía en familia. Por ejemplo, aprendí a tener acceso a la cabina del DJ: les llevaba 100 pesos y un cassette y me grababan sus sets, especialmente de house y techno, que era la música más cool del momento.
Debo aclarar, en los 90s nunca pretendí ser un jevito, no solo porque los jevitos me parecían “wack”, sino porque ser “jevito de verdad” tenía un costo muy caro, lujo que dada mi limitada capacidad económica nunca estuvo a mi alcance. Eso y mil circunstancias más habrían hecho de mi un rapero, un “yoú” diría gran parte del resto de los mortales sin etiquetas de esa generación. No obstante, difícilmente alguien gozara más que yo de las rondas o círculos de baile, que me consideraba un tremendo bailarín, pues en mi repertorio contaba con varios pasos de house, y aunque ninguno original, todos me salían bien pues posiblemente los practicaba diariamente. Algunos aprendidos imitando a Elvis “El loco”, uno de mis amigos mayores que en las fiestas de quince años en el barrio solía robarse el show. Pero más que eso, mi calidad de bailador empedernido resultaba hereditaria, pues siendo hijo de mis padres siempre tuve que bailar de todo y mucho.
La última vez que “me llevaron” a la Guacara no pude entrar, no porque los controles me identificaran como un menor de edad, pues dada mi contentura física y el hecho de que el más joven -pero mayor que yo- de los coros en que me pegaba solía tener más de 16, nunca resultaba difícil escabullirme a puros trucos. Además de que con semejante pandilla de muchachones ya me las sabía todas, y entre estas que para evitar complicaciones, con 50 pesos en manos del jefe de seguridad resolvíamos todos, todo. Pero ese día no entré y fue una decisión voluntaria, pues en la fila me encontré con Roberto Alomar Jr., entonces una mega estrella del baseball de Grandes Ligas, situación que me forzó a elegir entre dejarlo ir sin un autógrafo o entregarle mi único soporte físico a disposición para su firma: mi boleto de entrada de una promoción colegial; y claro, me decidí por esto último. Para esta tremenda decisión razoné que realmente no tenía garantías de que sería una noche fenomenal, pues no tocaba DJ Canita y de todas formas quizás más tarde lograba colarme por otra vía, pero volver a encontrarme con el mejor segunda base del mundo me parecía improbable.
Al final, se hizo tarde sin entrar y al otro día debía retornar al colegio, por lo que aproveché una bola y retorné a casa -donde mi mamá siempre me esperaba despierta y con una amenaza que nunca se consumaba-. Mandé a enmarcar el autógrafo de Alomar y lo puse en un pedestal en mi estante. Ahí estuvo hasta que empecé a enterarme de las intimidades siniestras del ex-pelotero y que en lo personal le costaron un repudio internacional empezando por la MLB.
Al poco tiempo de esos días el adoctrinamiento cristiano de una iglesia pentecostal y mi disciplina como atleta me sacaron de esas andanzas nocturnas, pero provisionalmente. Luego la vida universitaria se encargó de descarriarme y ponerme al día, pero para entonces la Guacara ya no era la misma.
Reconozco que en la Guacara nunca ligué -quizás por mi edad, o mi ingenuidad-, pero bailé y bailé siempre hasta más no poder.
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