En la República Dominicana, hablar de salud es hablar de vida, de familia y de comunidad. Cada enfermedad que aparece no afecta solo a la persona, sino también a su entorno cercano: los padres que se preocupan, los hijos que acompañan, los vecinos que apoyan. En nuestra cultura, la salud es un bien profundamente compartido. Por eso, merece ser cuidada en todas sus dimensiones: física, emocional, social y también espiritual.
La espiritualidad ignaciana, nacida de la experiencia de san Ignacio de Loyola, ofrece claves muy valiosas para este cuidado integral de la vida. No se trata de añadir simplemente un aspecto religioso al trabajo médico, sino de descubrir cómo el encuentro con Dios ilumina los procesos de prevención, acompañamiento y sanación.
El discernimiento como prevención
Ignacio de Loyola recomendaba ejercitar cada día el examen de conciencia, una revisión breve, pero a la vez profunda de la jornada. Esta práctica, lejos de ser un simple recuento moral, puede convertirse en una herramienta de prevención en el ámbito de la salud. Revisar diariamente nuestros hábitos como la alimentación, el descanso, el uso del tiempo, las emociones que nos mueven, todo esto nos ayuda a identificar a tiempo aquellas conductas que deterioran nuestra salud y a elegir caminos más sanos. Discernir, en este sentido, es también cuidar.
La cura personalis: cuidar a la persona entera
Uno de los aportes más conocidos de la tradición ignaciana es la cura personalis, es decir, el cuidado de la persona en su totalidad. No basta con atender un síntoma físico si el paciente está atravesando soledad, angustia o falta de apoyo. El verdadero cuidado es integral, abarca el cuerpo, la mente, las relaciones y el espíritu. Desde esta perspectiva, la medicina y la espiritualidad no se oponen, sino que se complementan en el acompañamiento de la persona enferma.
La fragilidad como lugar de encuentro
La enfermedad suele revelarnos nuestra vulnerabilidad, y en esa experiencia surge la tentación del desánimo. La espiritualidad ignaciana nos recuerda que también en la fragilidad podemos encontrar a Dios. Ignacio mismo, tras ser herido en Pamplona, descubrió en su larga convalecencia un nuevo sentido para su vida. Hoy, acompañar espiritualmente a un enfermo no significa darle explicaciones fáciles, sino ayudarlo a descubrir que en medio del dolor no está solo, que Dios permanece presente y que la comunidad lo sostiene.
Salud y justicia en clave dominicana
En nuestro país, los desafíos de salud pública como el dengue, la hipertensión, la diabetes y los problemas de salud mental se cruzan con realidades de pobreza y exclusión. La espiritualidad ignaciana nos impulsa a mirar más allá de los casos individuales y a comprometernos con estructuras más justas que garanticen el acceso a la atención sanitaria de los más vulnerables. Cuidar la salud es también luchar por la justicia social, porque la vida plena que Dios quiere para todos sus hijos no se limita a unos pocos.
Conclusión
La salud y la espiritualidad no son mundos separados, sino dimensiones de una misma realidad: la vida humana, que Dios nos confía como don y responsabilidad. La tradición ignaciana nos invita a discernir, a cuidar integralmente, a acompañar en la fragilidad y a comprometernos con el bien común. En una sociedad dominicana que busca cada día mejores caminos de esperanza, el encuentro entre medicina y espiritualidad puede ser una fuerza que transforme tanto a las personas como a las comunidades.
Cuidar la vida en todas sus dimensiones es, en definitiva, colaborar con la misión de Dios, que quiere que todos tengamos vida y vida en abundancia.
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