Durante años había caminado en la jungla del consumo y de la vida “light”. Había sido presa de las plantas parásitas con flores bellísimas, pero con espinas venenosas y hojas cuya mera sombra irritaba la piel y pudría el corazón. Ahora el joven salía a un claro retirado en la tupida selva.

El claro era hermoso y gracioso con yerba verde. Se sentía una brisa suave, consoladora.

El sol, por primera vez en muchos meses, le calentaba las mejillas y brillaba como el llamado recurrente y misterioso que había sentido en su interior mientras se abría paso, machete en mano, por la jungla: ¡ven y sígueme para en todo amar y servir!  ¡Busca el claro en la jungla para ver el sol, orientarte y escoger tu tren!

En el claro, todo cubierto por enredaderas florecidas, yacía un vagón desvencijado, reliquia penosa de lo que había sido un tren. Las líneas para ir y venir estaban intactas y limpias de la maleza invasora. Los colores del vagón eran vistosos: azul y amarillo. En una de sus paredes se adivinaba un escudo con unos lobos de pie que parecían cocinar en un caldero y el rótulo de la empresa ferroviaria. Del nombre empresarial sólo quedaba el “compañía”. El muchacho no podía imaginarse de qué compañía se trataba.

–Te esperaba—la voz lo asustó.

El hombre iba vestido con el traje negro de los empleados de los ferrocarriles, llevaba un sombrero de colores con una banderita; “viaje, así en la pena como en la gloria, con la compañía”, y continúo:

— Has llegado al punto de embarque del tren de la Compañía de Jesús.

— Eso creía yo, le espetó el muchacho con un dejo de desilusión. —Llevo caminando la jungla varios meses, por no decir años, buscando este claro. Yo esperaba ver un tren, con su locomotora humeante, un vagón para el carbón y varios vagones repletos de pasajeros entusiastas.—.

— Ejem, me doy cuenta de tu desilusión, carraspeó el agente de viajes de la compañía, — la locomotora y su carro de carbón sirven a medio tiempo en otra línea, dentro de tres días estarán aquí, ya los verás. No enjuicies el tren de la Compañía por este vagón abandonado. Tiene su historia, te la voy…—

Le dejó con la palabra en la boca. Temía una interminable perorata del agente. El muchacho se dirigió al vagón y preguntó mientras caminaba: — ¿puedo subirme? ¿No se hundirá el piso? —

–¡Nada de eso! Es verdad que hay huecos, pero pronto los van a reparar. Por eso han colocado este vagón en una vía paralela y muerta, así no molesta a los trenes que pasan dos veces al día. Cuando lo reparen y lo enganchen al tren de la mínima compañía, volverá a rodar alegre por las vías. Aquí sirve su propósito.

— ¿Y qué trenes son esos que cruzan dos veces al día?

— Son de otras agencias, ya los verás. Unos van lentos y se oye su música dichosa, otros pasan como flechas, sólo se detienen rara vez, y cuando lo hacen, montan a la fuerza a todo el que esté cerca, sin ni siquiera preguntarles si quieren ir con ellos. ¡Hasta yo me tengo que cuidar! No se saben a dónde van, ni con quién. Esos son trenes veloces de color acero. Llevan los vidrios ahumados. —

— Subió al vagón destartalado. El interior penumbroso no tenía nada de particular. Recogió un cuaderno del suelo. Era un diario de viaje con apenas seis entradas. Leyó con interés:

Día primero: el maquinista vocea que nos vamos, pero el tren sigue en la vía muerta.

Día segundo: avanzamos, pero nadie entabla conversación con el vecino, todos están muy ocupados. Desde el vagón delantero me alcanzan los gritos de una agria discusión entre algunos pasajeros importantes y el maquinista. Pelean acerca de la línea que debe de escoger el tren.

Día tercero: al lado mío va un viejito preocupado. Ya me ha sobresaltado varias veces: — el rumbo de nuestro tren me asusta: me dicen que en esta vía llamada “la peligrosa bienaventuranza”, faltan varios puentes y ¡hasta una empresa que repara superiores y formadores se ha robado varios kilómetros de rieles!”–

Otro viejito le argumentó: –Paolo, es cierto que la vía llamada “la bienaventuranza” es peligrosa, pero no te asustes. Nuestro tren va lento. Si llegamos a un río sin puente, pues nadamos y si hay que echarse la mochila a la espalda y marchar por los caminos, estamos aparejados y resueltos. ¡Nuestro fundador no iba en tren, iba solo y a pie! Como lo declaró el maquinista del expreso “Santa Sede”:  — peregrinar embellece a todos, también a los de la Compañía. —

Ahora comprendo por qué algunos pasajeros se la pasan de pie, con los ojos fijos adelante, en la línea. Mantienen su ventana abierta y su maletica en la mano.

Día cuarto: ¡en mala hora hice una dinámica con el viejito del asiento de al lado para entretenernos! Le pedí que me contara su peor experiencia en el tren y luego la más bella.

La mala: — hace años, estábamos tan mal de carbón, que empezaron a tirar libros a la caldera y luego, una mala noche, hasta la alimentaron con dos o tres pasajeros. Todavía escucho sus representaciones a gritos, “¡este destino ha quemado a muchos”,  y huelo el hedor insoportable.–.

¿Y la buena?  — Un maquinista muy amable que se llamaba Pedro, pero lo quitaron porque algunos pasajeros se quejaban: “¡éste es maquinista y se empeña en ser pasajero! ¡Así no se puede conducir el tren de la compañía!

Una tarde, con la noche casi encima, Pedro ordenó a todos que aceptaran en sus vagones a una turba de familias hambrientas y asustadas que huían de la guerrilla. Llevaban días a la intemperie, sin probar bocado. El tren se transformó, se llenó de llantos de niños y relatos angustiados de padres y madres a quienes por primera vez les brilló en los ojos la chispa de la esperanza. Algunos de la Compañía hasta compartieron unas latas de comida y unos chorizos que llevaban escondidos. Los pasajeros discutidores descubrieron una nueva pregunta: averiguar no sólo a dónde ir, sino cómo y con quién. Uno exclamó: “¡A mis años, venir a encontrar así nuestro modo de proceder!”

Día quinto: — me siento en el deber de decirle a quien lea esto: “no te montes en un vagón que está sólo en la jungla, en una vía muerta, sin ningún otro vagón detrás, sin nada adelante, pregunta por la locomotora y asegúrate de que el carbón sea abundante. Sé honesto contigo mismo, averigua para dónde va el tren de la Compañía, sobre todo, pregúntate para dónde vas sintiendo que quieres ir tú mismo. No le temas a la jungla, ¡témele al tren equivocado, a los agentes manipuladores, y al pasajero sin rumbo o tan angustiado que no quiere pasar adelante!

Día sexto: en la distancia, escucho el silbato dulce del tren de la Compañía. Escribo rápido: valió la pena esperar y no hacer juicios precipitados a partir de este vagón aislado. El agente me informa que la Compañía se lo regaló a los refugiados hace años. Aquí se cobijan los refugiados y candidatos a pasajeros.

Ya alcanzo a ver la locomotora del tren de la Compañía. ¡Viene de último! Primero van pasando, uno tras otros, los vagones, todos con sus nombres: colegios, universidades, obras de inserción, revistas, parroquias, centros de espiritualidad, casas de retiro, misioneros… y finalmente una locomotora vieja, radiante y enérgica, enorme y majestuosa que mueve todos los vagones, suave y eficazmente y parecería poder mover muchos más, sin ningún esfuerzo. La locomotora es lo último que se ve. Un gracioso ha decorado y disfrazado la locomotora como si fuera un torso humano. Los ejes que mueven sus ruedas son dos musculosos brazos. En el frente de la locomotora se lee: ¡Haga ejercicios!

Me voy. A quien quiera que me lea, le aconsejo: ¡encuentra tu propio rumbo y atrévete a esperar!”

El agente obligó al muchacho a montarse, no con los pasajeros, sino en la locomotora, junto al maquinista, pegadito al fuego de la caldera. De entre la maleza, junto a las vías, rescató el cuaderno y lo dejó junto a la puerta del vagón destartalado. Sonreía mirando a la jungla.

Como si le leyera sus pensamientos, la locomotora pitó suavemente en la distancia.

Abril, 2008.

[1] La primera versión es del 2008. Ha cambiado poco.

Manuel Maza Miquel, sj

Sacerdote

Manuel Pablo Maza Miquel, S.J. (La Habana, 1945). Ph.D en Historia de América Latina, Georgetown University (1987). Lic. en Teología Fundamental, Universidad Gregoriana (1975). Lic. en Estudios Clásicos, Fordham University (1967). Conoce RD desde 1967. Sirvió en la parroquia de Los Guandules (1977–1984). Profesor en PUCMM desde 1987 y en el Instituto Superior Pedro Francisco Bonó (1987 –2012). Ha publicado 6 libros sobre Iglesia y Sociedad en Cuba, 2 sobre Historia de la Iglesia Católica y otros 12 sobre espiritualidad, temas juveniles y cuentos navideños. Publica en los periódicos Listín Diario, Hoy y Camino. Con la PUCMM ofrece cursos virtuales de Historia y Teología.

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