A pesar de que guardan cierta relación, los términos clientela y clientelismo no apuntan al mismo significado. Lo primero se refiere a una persona o a gente que “compra en una tienda, o que utiliza los servicios de un profesional o empresa.” Mientras lo segundo se refiere a una persona o gente “que está bajo la protección o tutela de otra” y obra en consecuencia. Lo primero implica libre albedrio, mientras lo segundo sugiere sumisión. En un sistema político democrático, lo primero no representa peligro. Pero lo segundo con frecuencia se transforma en prácticas políticas que denigran y corroen la democracia de cualquier país.
Una mejor conceptualización del clientelismo la ofrece la IA. “En ciencias políticas, el clientelismo se refiere a una práctica en la que un actor político (el "patrón") ofrece favores, bienes o servicios a cambio del apoyo político (generalmente votos) de individuos o grupos (los "clientes"). Es una relación de intercambio desigual donde el poder y los recursos están concentrados en el patrón, quien utiliza estos para asegurarse la lealtad y el apoyo de sus clientes. El clientelismo es una forma de relación política basada en el intercambio de favores por apoyo, que puede generar corrupción, desigualdad y debilitar las instituciones democráticas.”
En el caleidoscopio progresista local el “clientelismo” se concibe como una sarna putrefacta que debe ser exorcizada de las prácticas de la clase política. Pero aquí el termino se aplica exclusivamente a la persuasión interesada dirigida a la conquista de los votantes del pueblo llano con fines electorales. Tal escoria sin duda hace daño y desfigura la autenticidad del ejercicio democrático, por lo que debe combatirse. Lamentable, sin embargo, es que se ignore que el concepto también aplica a las dadivas, favores, privilegios y canonjías que la clase política, especialmente la gobernante, dispensa hacia el empresariado, la elite económica y algunos gremios.
El intercambio correspondiente involucra, por un lado, a partidos, candidatos o funcionarios, y por el otro a electores del pueblo llano o a personajes de la economía o de la sociedad civil. En el primer caso se intercambian dadivas –alimentos, dinero, electrodomésticos, promesas de inclusión en programas sociales—para “zánganos” que se ven como garrapatas de los partidos que tercian en las contiendas electorales. Los beneficiarios retornan los favores comprometiendo su voto por los candidatos que propiciaron esas dadivas. Queda claro que la cruda necesidad económica, en un electorado en que una cuarta parte califica como pobre, se impone para que el voto no sea el resultado de una intelección del votante acerca de las cualidades de los candidatos y sus propuestas. Lincoln diría que eso no es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, aunque parezca serlo. Es más bien una farsa.
Pero en el caso de los beneficios al empresariado, gremios o elite económica no se trata de migajas que mitigan las carencias de subsistencia de los menos favorecidos por la fortuna. Tampoco se trata de exenciones impositivas a través de leyes de incentivos, porque en la mayoría de los casos las exenciones responden a consideraciones atendibles de la política pública. Hay inclusive casos en que se otorgan exenciones impositivas que se justifican a fin de propiciar el desarrollo y la productividad de actividades económicas deseables, tales como la exoneración de los impuestos a los combustibles y el suministro de insumos estatales a la producción de algunos rubros. Se trata de concesiones estatales que no se justifican.
La identificación de los privilegios puede significar la asignación del gasto público de manera tal que beneficie ciertos intereses económicos. O peor aún, de no cobrar servicios públicos que deben ser pagados, hacer caso omiso a las regulaciones vigentes o adjudicar licitaciones sin el debido proceso. Como se ha visto en el ejercicio de nuestra clase política de las últimas décadas, se trata también y sobre todo de otorgar contratos leoninos o concesiones a los cuales no tiene acceso el ciudadano común. La protección de monopolios y oligopolios a cambio de apoyo es otra de las concesiones más bochornosas en una economía de libre mercado. Estas prácticas fomentan la corrupción estructural, reducen la competencia, concentran el poder económico y político y frenan el desarrollo inclusivo.
El peor canal para materializar esos favores comienza con el financiamiento privado en las campañas electorales. “Desde el 1997 cuando se estableció la famosa financiación pública a los partidos políticos, no hay nada que justifique que esa disposición legal es beneficiosa para República Dominicana. Peor aún, su objetivo inicial buscaba evitar que los partidos recibieran fondos del sector privado o de dudosa procedencia, sin embargo, se ha visto como los partidos reciben dinero de todo el mundo, aparte de los fondos púbicos que costeamos los contribuyentes a través de los impuestos. Es una práctica que hay que acabar porque dichos fondos aparte de que no cumplen su función inicial, tampoco han sido manejados con transparencia por dichos partidos, incluso ni siquiera entregan la información ni los reportes sobre el uso que han dado a los fondos públicos.”
El abanico de medidas para combatir los dos tipos de clientelismo aquí reseñados es de conocimiento de nuestros diseñadores de la política pública. Algunas de las disposiciones adoptadas –como el financiamiento público de los partidos– no han producido los efectos bienhechores esperados. Hace falta que la JCE y los partidos mayoritarios se aboquen a revisar todo el tinglado de las disposiciones vigentes para depurarlas y tratar de que lo que se disponga surta los efectos deseados, es decir, que acaben con el clientelismo de toda laya.
¿Cuál clientelismo es el más perverso? Las relaciones de poder sugieren la respuesta. Deberemos cuidarnos de no victimizar a los más débiles de la sociedad aplicándole el mote de clientelista a ellos solos. La peor carroña es la del clientelismo de los poderosos porque precisamente por ser más poderosos que el pueblo llano hacen mas daño a nuestro sistema democrático. Los poderosos pueden cuidarse solos, pero a los pobres “se los llevo quien los trajo”.
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