Esta es la primera entrega de una serie dedicada a examinar el empleo en la República Dominicana. Parte de las cifras más recientes de la Encuesta Nacional Continua de Fuerza de Trabajo (ENCFT) y, sin desconocer los avances observados, propone una lectura más amplia: aquella que conecta el desempeño del mercado laboral con la calidad de vida, la distribución de oportunidades y el tipo de crecimiento económico que se ha consolidado en el país.
1. Lo que muestran los indicadores (y lo que no dicen)
El pasado 16 de diciembre, el Banco Central de la República Dominicana publicó los resultados de la ENCFT correspondientes al trimestre julio–septiembre de 2025. El informe confirma una evolución favorable de los principales indicadores laborales y refuerza —a pesar de los pesares— la narrativa de dinamismo económico. Según la entidad monetaria, el total de personas ocupadas alcanzó los 5.15 millones, con un aumento interanual de 119,965 ocupados netos, el nivel más alto registrado en la serie histórica de la encuesta. En términos simples, los datos parecen querer decirnos que vamos bien.
Este aumento del empleo ocurrió con estabilidad en la desocupación. La tasa de desocupación abierta (SU1) se ubicó en 5.3 %, sin variación respecto al mismo trimestre de 2024. Al mismo tiempo, la tasa de subutilización de la fuerza de trabajo (SU3) descendió 0.6 puntos porcentuales, de 9.9 % a 9.3 %, lo que sugiere una mejor absorción de la fuerza laboral disponible.
También se observó un incremento en la tasa global de participación (TGP), que alcanzó 66.6 %, 1.1 puntos porcentuales por encima del nivel registrado un año antes. En paralelo, la tasa de inactividad continuó reduciéndose hasta situarse en 33.4 %, con una caída interanual similar, acompañada además de una disminución absoluta del número de personas inactivas.
En la composición del empleo, el informe indica que la tasa de informalidad se ubicó en 54.6 %, por lo que el empleo formal representó el 45.4 % de los ocupados. Más aún, cerca de tres cuartas partes del incremento neto de ocupados se concentró en el empleo formal, reflejando una señal positiva en términos de estabilidad, acceso a la seguridad social y protección laboral.
Más que celebrar resultados coyunturales, el desafío consiste en examinar los enfoques y prioridades de la política económica que subyacen a esas cifras y condicionan su impacto real sobre la vida de las personas.
No obstante, conviene matizar estas lecturas. El aumento de la participación y la reducción de la inactividad suelen interpretarse como signos de dinamismo económico, pero también pueden reflejar presiones sobre los hogares, que incorporan a más miembros al mercado laboral ante el aumento del costo de la vida. Del mismo modo, los movimientos entre formalidad e informalidad pueden esconder realidades diversas: desde trayectorias de mejora laboral hasta estrategias de supervivencia frente a la escasez de alternativas de calidad.
En conjunto, la ENCFT del tercer trimestre de 2025 describe un mercado laboral con altos niveles de ocupación, baja desocupación, mayor participación y avances graduales en la formalización. Hasta aquí, el balance es favorable y merece ser reconocido. Sin embargo, la discusión no puede agotarse en la constatación de estos resultados agregados.
Ahora bien, la pregunta de fondo es otra: ¿qué tipo de empleo se está generando?, ¿en qué sectores?, ¿con qué niveles de productividad?, ¿bajo qué condiciones laborales y salariales?, ¿y con qué capacidad real de contribuir a una mejora sostenida del bienestar y la calidad de vida de la población? Más aún, cabe preguntarse si el dinamismo observado en la coyuntura responde a un proceso de transformación de la estructura productiva o si, por el contrario, reproduce patrones persistentes de baja calificación, escaso valor agregado e informalidad, que históricamente han limitado el impacto social del crecimiento económico.
Plantear estas preguntas no supone desconocer el rigor técnico de las estadísticas oficiales ni restar valor al informe del Banco Central. Implica, más bien, situar sus resultados dentro de un marco analítico más amplio, que permita ir más allá de una lectura meramente descriptiva de los indicadores y conectar el desempeño del empleo con los fundamentos del modelo de crecimiento.
2. ¿Para qué sirve la política económica cuando mira el empleo?
Dar ese paso implica desplazar la atención desde los resultados observados hacia los marcos de política económica que los hacen posibles. El comportamiento del empleo no es un fenómeno autónomo ni exclusivamente coyuntural, sino el reflejo de decisiones, prioridades y restricciones que han moldeado la estructura productiva y el funcionamiento del mercado laboral a lo largo del tiempo. Comprender su evolución exige, por tanto, interrogar el alcance y las limitaciones de la política económica vigente.
Antes de entrar de lleno en ese análisis, conviene introducir una breve clasecita. No se trata de una digresión académica, sino de un recordatorio útil. La política económica alude al conjunto de decisiones, instrumentos y orientaciones mediante los cuales el Estado busca incidir en el funcionamiento de la economía. Tradicionalmente, sus objetivos han sido el crecimiento, la estabilidad macroeconómica, el equilibrio externo y el empleo. Este último, sin embargo, no puede reducirse a la simple creación de puestos de trabajo en términos cuantitativos.
Desde una perspectiva más sustantiva, el empleo relevante para la política económica es aquel que es productivo, relativamente estable y adecuadamente remunerado, capaz de articularse con la estructura productiva y de traducirse en mejoras sostenidas del bienestar y la calidad de vida de la población. En ese sentido, los objetivos de la política económica no tienen todo el mismo rango.
En un primer nivel se sitúan los objetivos operativos: crecimiento sostenido, alto nivel de empleo, estabilidad de precios, finanzas públicas sostenibles y equilibrio externo. Estos objetivos son condiciones necesarias, pero no fines en sí mismos. El objetivo último —el que da sentido a los demás— es la mejora generalizada del bienestar social.
Evaluar el desempeño del empleo exige, al menos, una triple mirada. Primero, una mirada cuantitativa: cuántos empleos se crean y cuántas personas permanecen excluidas del mercado laboral. Segundo, una mirada cualitativa: qué tan productivos, estables y bien remunerados son esos empleos. Y tercero, una mirada distributiva: quiénes se benefician de la expansión del empleo y quiénes quedan rezagados. Sin esta perspectiva integral, existe el riesgo de celebrar promedios macroeconómicos que no reflejan la experiencia cotidiana de amplios segmentos de la población.
Crecimiento y empleo pueden coexistir con altos niveles de desigualdad. Cuando los frutos del crecimiento se concentran, el empleo pierde fuerza como mecanismo de inclusión social, los ingresos laborales resultan insuficientes y la brecha entre los indicadores agregados y la realidad de los hogares se amplía. Por eso, medir empleo no basta: es imprescindible interrogar su calidad y su capacidad real para elevar el bienestar de manera generalizada.
Los datos recientes confirman, en última instancia, que el crecimiento económico por sí solo no garantiza una transformación profunda del mercado laboral. Aunque las cifras muestran avances, persiste una brecha entre expansión económica, calidad del empleo y bienestar social que remite a problemas de carácter estructural.
Más que celebrar resultados coyunturales, el desafío consiste en examinar los enfoques y prioridades de la política económica que subyacen a esas cifras y condicionan su impacto real sobre la vida de las personas. En ese terreno —el de la política económica y su capacidad para incidir en la calidad del crecimiento y del empleo— se inscribe la reflexión que continuará en la próxima entrega.
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