La semana pasada trajo un golpe contundente para la sociedad dominicana. Nos empujó con un manotazo a mirar nuestra fragilidad.  Un dolor colectivo, un asombro oscuro llenó las calles. No sirven de nada las teorías ni las ideologías, lo cierto es que duele, y duele porque nos necesitamos unos a otros, porque somos interdependientes sin importar las imposturas y posturas que en apariencia nos separan. Pertenecemos a la red de amigos, familiares, nacionales, en fin a la condición humana.

Estamos constituidos por vínculos. No es posible concebir la vida separados de los otros que constituyen el nosotros. Tendríamos que ser dioses o demonios para existir en una soledad constitutiva. Podemos filosofar sobre el solipsismo, la necesidad mística de estar cierto tiempo con nosotros mismos.  Empero, luego de esas incursiones por las conductas del lobo de las estepas, debemos regresar a la necesidad visceral de pertenencia. Es por ello que la separación nos duele hondo.

El apego como tendencia evolutiva a formar vínculos, es connatural y parte constitutiva de un proceso más o menos prolongado de aceptación y adaptación ante lo irrecuperable: el duelo. Con su ruta ya estudiada por los psicólogos –negación, rabia, culpa, depresión –el duelo es un proceso normal hacia la sanación, si no se implica con otras condiciones mórbidas del doliente.

Vivimos el dolor como cambios cognitivos, conductuales, emocionales y síntomas orgánicos.  Comprender nuestra finitud y limitaciones, aceptar que traemos fechas establecidas y aprender a soltar, constituye un lento proceso de repaso a los mensajes que nuestra fragilidad nos envía a diario, pero que ignoramos como si  la muerte perteneciera al otro. Sin embargo, ella se acerca demasiado y se lleva en su viaje a personas a las que estamos vinculados, llevándose así un poco de nuestra propia constitución.

En estas circunstancias, amar es dejar ir, el apego sano se expresa en recordar los momentos mejores de nuestras relaciones con los que ya no están, es honrarlos y reconocerlos en nuestras acciones y acompañamiento a los otros con los que compartimos la pérdida irreparable e insustituible, pero con secuela de hermosos recuerdos y herencias afectivas para el resto de la familia o grupo que tiene que afrontar el duelo.

 Es perentorio, ante el sentimiento de desarraigo, trabajar el duelo con el corazón abierto a nuestro circuito afectivo, como una respuesta normal a la privación de un ser significativo en nuestras vidas.

Siempre vivimos la muerte como asombro, puesto que la negación de la finitud constituye el motor de nuestras vidas. A pesar de ello, y sin estar preparados, todos hemos sido despojados sin aviso de un ser esencial en nuestro universo relacional.  Todos hemos hecho el viaje de acompañamiento a la casa final de un ser amado, y asimismo  nos tocara ser el acompañado al no-retorno. Pero mientras ocurre debemos seguir aquí, cumpliendo nuestros roles con la mente limpia de pensamientos inútiles.

Estos eventos nos obligan a reflexionar sobre la vida con los otros.  En los momentos de vulnerabilidad afectiva es cuando nos llegan a la memoria nombres y encuentros donde fuimos alguien para otros, y nos sentimos en capacidad de dar y recibir. Nada, excepto nuestros propios prejuicios, nos separa del amor y la solidaridad. La pérdida significativa hace pedazos la presunción, el ego falso y la ilusoria idea de ser diferente o superior.

Es perentorio, ante el sentimiento de desarraigo, trabajar el duelo con el corazón abierto a nuestro circuito afectivo, como una respuesta normal a la privación de un ser significativo en nuestras vidas. El acompañamiento, la expresión honesta del dolor, la externalización de las ideas y el retomar paulatinamente nuestras actividades cotidianas es importante en el proceso, y dispuestos a conversar con un terapeuta cuando dichos estados parecen no ceder.

Nos hacemos más solidarios, más humano cuando la muerte visita nuestro entorno y nos muestra la fragilidad como divisa de la condición humana. No deberíamos esperar el duelo y la pérdida para sacar lo mejor de nosotros y ofrecerlo como alivio y consuelo a otros que también sufren. Pero así somos: nuestra humanidad solo aflora en el dolor.

Aunque no deberíamos esperar que la muerte nos respire en la nuca para reconocer nuestra finitud y naturaleza gregaria, nunca como ahora extender la mano restañe heridas.  Aún sea por la búsqueda de refugio, el apoyo recíproco y la red de afectos es la mejor respuesta ante el dolor. Como en los roles de padre, hijo o hermano nunca tuvimos un manual, así tendremos que aprender el afrontamiento.

Ya doblaron las campanas, y lo han hecho por todos.

czapata58@gmail.com

César Augusto Zapata

Psicólogo, poeta y educador

Piscólogo, escritor, poeta. Premio Internacional de Poesía Casa de Teatro 1994. Director de la Cátedra de la Edgar Morin, de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.

Ver más