La muerte del papa Francisco es un durísimo golpe a un liderazgo global responsable, interesado en la justicia, en la defensa de los derechos humanos y en la defensa de los derechos de los migrantes.

En una época de liderazgos irresponsables, de falta de apego a la sensibilidad y al drama humano, Francisco fue uno de los líderes universales más preocupado por los crímenes de lesa humanidad que se ejecutan en Gaza, por parte del gobierno de Israel, encabezado por Benjamín Netanyahu.

En tiempo en que el gobierno norteamericano ejecuta una política rechazo y odio al migrante, tan cruenta que criminaliza a los deportados, que los envía a cárceles en diversos países, y que incluso llega a deportar a ciudadanos norteamericanos naturalizados, el liderazgo de Francisco fue siempre claro y defensor de los derechos que esas personas tienen: a buscar trabajo, a una vida digna donde la encuentren, porque las fronteras son políticas, y porque somos seres humanos y todos tenemos derecho al trabajo y a vivir con dignidad.

El papa Francisco fue un obispo adherido a la esperanza y a la confianza de los pobres en Dios, y defendió la teología que se ocupa de los más olvidados y perseguidos. Huyó del boato y la riqueza ostentosa. El papa vivió y predicó con su humildad cristiana, conversó con los creyentes de otros credos, tanto con los cristianos protestantes, como con los musulmanes, budistas y de otras prácticas de fe. Incluso se acercó a los incrédulos y les invitó a caminar por senderos en que se encontrara la coincidencia y la búsqueda de la justicia social, el hogar común que se debía defender, promovió la protección del medio ambiente.

Y en tiempo en que la Iglesia Católica se encontraba avergonzada y triste, arrinconada por las denuncias de las víctimas, que identificaban sacerdotes, obispos y cardenales que abusaron sexualmente de ellos, practicaron pedofilia y los superiores ocultaron el daño, se deshicieron de las denuncias de las víctimas, llegó Francisco para continuar el tímido esfuerzo de Benedicto XVI, y sacar de la Iglesia a los responsables de los actos vergonzosos.

El papa Francisco acercó a la Iglesia a muchos de sus hijos alejados, a muchos ex sacerdotes que abandonaron los hábitos y la fe, gente buena que perdió el horizonte por la que la Iglesia oficial mostraba como conducta, nada comparable -ni siquiera cercana- a las prédicas de sus pastores.

Francisco fue un papa bueno, simpático, abierto, de diálogo, que se olvidó del lujo, de las normas y de la tradición para colocar a la Iglesia al mismo nivel de la discusión y el debate terrenal de hoy. Fue un papa que puso en vigencia el aggiornamento proclamado en el Concilio Vaticano II.

Fue, además, el papa que en 500 años sucedió a un pontífice que abandonó el solio episcopal para permanecer varios años vivo, con su sucesor observando las políticas que ponía en ejecución Francisco. Y lo hizo amigablemente, dialogando con Benedicto XVI, respetando sus consejos.

Fue el primer papa de la Iglesia con procedencia en América Latina, la región del mundo que fue víctima del colonialismo europeo, y que fue evangelizada a costa del vasallaje y la espada, aparte de la esclavitud que se impuso y de la mezcla de culturas que ello significó, porque se secuestraban comunidades y personas en África y eran trasplantadas en América, forzosamente, y luego evangelizadas de forma obligatoria, enterrando violentamente a los dioses de sus culturas ancestrales.

Ese papa ha fallecido y hay que recordarlo y reivindicarlo como una muy enriquecedora experiencia del catolicismo y de los defensores de los derechos humanos y de la justicia social.