La ética del discurso, una corriente filosófica que ha enriquecido profundamente nuestra comprensión de la moralidad y la justicia en sociedades complejas, nos ofrece una brújula indispensable para los debates públicos. Su gran aporte radica en señalar las condiciones de posibilidad para que un diálogo social no sea una mera formalidad, sino un proceso genuino y efectivo que colabore en la construcción de una sociedad más justa, equitativa y racionalmente organizada.
Para sus promotores, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas, la validez de una norma moral o de una política pública se asienta en la capacidad de todos los posibles afectados para estar de acuerdo con ella en un discurso racional y libre de coerción. Este es el corazón de lo que ellos llaman el “Principio (D) de la Discusión”.
En este contexto, la reciente convocatoria a diálogo por parte del presidente Luis Abinader en torno a las políticas migratorias y las relaciones con Haití, aun cuando en principio es un gesto loable, se ve ensombrecida por la paradoja de desarrollarse en un clima de alta tensión y acciones coercitivas.
La orden de expulsar semanalmente a diez mil personas en situación migratoria irregular, claramente dirigida contra la población haitiana, plantea una pregunta fundamental: ¿Es posible un diálogo auténtico cuando una de las partes fundamentales está siendo activamente marginada y coaccionada?
Desde la perspectiva de la ética del discurso, un diálogo genuino exige, como condiciones previas, la inteligibilidad, la veracidad en las afirmaciones sobre la realidad, la rectitud normativa (que las acciones se enmarquen en normas legítimas) y la sinceridad de los participantes. La masividad y la naturaleza de las deportaciones masivas actuales, a menudo acompañadas de reportes de abusos y vulneración del debido proceso, ponen en entredicho varias de estas condiciones.
¿Puede haber veracidad plena si la realidad de la población migrante es ignorada? ¿Puede haber rectitud si se obvian los derechos humanos y los protocolos internacionales? Una condición previa para que el diálogo sea válido es parar las actuales prácticas de expulsión y persecución para cumplir con lo que salga del diálogo.
Más aún, las condiciones durante el diálogo son el verdadero test de su autenticidad. El Principio (D) es categórico: solo son válidas aquellas normas con las que todos los posibles afectados podrían estar de acuerdo como participantes en un discurso racional. Esto implica igualdad de participación, ausencia de coerción y la inclusión de todas las voces pertinentes.
Es un secreto a voces que la política de regularización del Estado dominicano, lejos de ser un camino hacia la inclusión, ha sido en la práctica un diseño para el fracaso, dejando a miles de personas en un limbo jurídico y abocadas a la irregularidad. Este contexto de precarización activa y exclusión socava cualquier pretensión de igualdad en la mesa de diálogo.
Si el diálogo convocado por el presidente Abinader pretende ser más que una mera legitimación ex post facto de una política ya en marcha, es fundamental que se pongan las condiciones de posibilidad que la ética del discurso nos exige. Esto significa, ante todo, que se habría de incluir a los principales afectados y víctimas de esta política: los mismos migrantes haitianos y dominicanos de ascendencia haitiana.
Su presencia no es negociable; es una exigencia ética para la validez de cualquier acuerdo. Sin ellos, el diálogo se convierte en una conversación entre ausentes, donde sus intereses y su dignidad son hablados, pero no defendidos por sus propias voces.
Entendemos la reticencia que esta inclusión podría generar en algunos sectores ultranacionalistas, históricamente privilegiados en el debate público y conocidos por sus posturas excluyentes. Sin embargo, este vacío puede y debe ser llenado por aquellas organizaciones y figuras dominicanas que han demostrado un compromiso inquebrantable con la defensa de los derechos humanos y la búsqueda de soluciones justas e integrales.
Instituciones y colectivos como Reconoci.do, MUDHA, MOSCHTA, el Centro Montalvo y el Colectivo de Migración y Derechos Humanos deben ser convocados y escuchados en el diálogo del CES. Su experiencia, su conocimiento de las realidades en el terreno y su defensa incansable de los derechos de los migrantes los convierten en interlocutores indispensables.
Ciertamente, el diálogo es una herramienta poderosa para el progreso social. Pero su poder reside en su autenticidad. De no cumplirse con las condiciones de posibilidad que la ética del discurso nos enseña –especialmente la inclusión de todos los afectados y la prevalencia de la fuerza del mejor argumento sobre cualquier tipo de coerción o prejuicio–, este diálogo solo cumplirá con una función de legitimación de políticas ya en curso, vaciándolo de su verdadero potencial transformador. Es hora de escuchar y construir juntos una política migratoria integral, humana y sostenible para la República Dominicana.
Compartir esta nota