Quiero relatar dos acontecimientos en torno a Luis Terror Días, los cuales nunca podré olvidar, pese a que no me unían cercanías de amistad con el fenecido cantautor, maestro de la música, investigador de las raíces dominicanas y poeta.

El primero sucedió al mediodía del 9 de diciembre del año 2009. Mi amiga Tere Puigbó manejaba su yipeta camino a la Plaza de la Salud.    Yo, en el asiento delantero, y José Duluc, amigo, hermano y compañero musical del Veterano, en el asiento trasero. Teníamos la esperanza de que Luis sobreviviera. Su muerte se nos hacía lejana para un hombre de 57 años, ya no tan vital, pero sí lúcido para la creación artística.   Comentábamos en el vehículo el deseo de que el autor de la Suite Folclórica superara sus trastornos de salud, que se retirara al lado de un río en Bonao.  El destino, que cada quien lo construye a su manera, decidió otro lugar para que el que vivía de bufeo en bufeo comenzara su eterna gira galáctica e irreverente.

Recuerdo que superansiosos llegamos a una sección de la Plaza de la Salud. A través de un cristal observamos al Terror en silla de ruedas. La imagen me chocó.   Yo que lo disfruté en las Ruinas de San Francisco bailando y sacudiendo la pelvis, el cuerpo entero, destornillando las tuercas de su intensa revolución musical de ese entonces, en aquellos tiempos cuando en su cabeza explotaba la bomba y los presos de la Victoria se deleitaban lamiendo el ombligo de Vickiana.

Dos enfermeras lo trasladaban a otra área del hospital con el interés de hacer más efectiva su recuperación.

Ya en su cabeza teñida de amarillo oro brotaban hilachas de canas y una antigua sensación de cansancio que lo hacía acomodarse mejor en su nuevo vehículo de hombre enfermo.  Luis, impulsado por las cuatro manos de las sanitarias, desapareció de nuestras vistas.   Jamás supimos de él, hasta el día de su concierto-velatorio frente a su casa, en la calle Beller, y claro, frente a su “oficina”.

Los tres nos dirigimos a una pequeña sala de espera. La foto de una enfermera ordenando silencio con un dedo en su boca no era cumplida por los reunidos.   Allí nos encontramos con el fenecido cantautor y músico Víctor Víctor pegado con aprehensión a una llamada de su celular.    Nervioso, Vitico se paraba y se sentaba de su asiento a cada rato. Hablaba con alguien de manera presurosa.   Supuse que hablaba con alguien del estado de salud de Luis.

Luís Días Portorreal se apagó ese día. Su rebeldía y su genialidad frenaron de golpe. Se nos fue el controversial, transgresor y echavainas a una sociedad que a base de talento nunca lo entendió, hasta el sol de hoy.   Recuerdo que Tony Almont, líder de la banda de rock dominicana Toque Profundo, comentó en una actividad artística que Luis había vivido “como le dio su maldita gana”. Así fue. Los biógrafos del artista tienen que hilar fino a la hora de escribir sobre su vida y obra.

El otro acontecimiento fue un concierto “doméstico” íntimo y cannábico en el apartamento 202 del INVI del kilómetro diez de la carretera Sánchez. Los famosos kilómetros hechos literatura por Aurora Arias y Frank Báez.

A mitad de los 80, no teníamos cámaras ni celulares. Ese narcisismo crónico de ahora nos era desconocido; esos egos eructando en las redes sociales sencillamente no existían.

De lo que pasó con el Terror esa madrugada no existe como testimonio audiovisual.

Luis llegó a las tres de la madrugada al apartamento 202.    Tocó dos veces. Alguien le reclamó quién era; identificado, le abrieron la puerta.

Días en camiseta sin manga ilustrando algún Festival Internacional de la Juventud de un año cualquiera, pantalón negro, guitarra colgando de su espalda y un litro de Brugal blanco en su mano derecha.

Se sentó sin pedir permiso en un sofá rojo revestido de plástico. Nosotros sentados en el suelo no abrimos la boca. A nadie se le ocurrió moverse ni para ir al baño. Luis cantó durante media hora algo así como un lamento monte adentro que solo él y nadie más que él podría entender, descifrar, con códigos rurales ausentes para ese grupo de “tecaticos de ciudad”.

Nosotros, en el suelo frente a Luis, parecíamos devotos de Krishna frente a una especie de iluminación.

El lamento y la tonada salían de sus entrañas, sin retorcimientos; no era el Luis de las Ruinas ni de Casa de Teatro. Más bien un hombre de campo refrescando su rostro acalorado en las aguas de un río.

Su mejor concierto, para quien suscribe esta crónica dieciséis años después.   Se levantó del sofá rojo. Ajustó de nuevo su guitarra en su espalda y cargó con su Brugal blanco bebido a pico de botella por la mitad y, sin despedirse de los dueños del apartamento ni de nadie, abrió la puerta, bajando las escaleras. Todavía hoy me suenan esas tonadas de un hombre que nunca nos dejó indiferentes.

EN ESTA NOTA

José Arias

Periodista y escritor

Periodista y escritor

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