En el turbulento panorama cultural de la primera mitad del siglo XX, donde las vanguardias clamaban por demoler el pasado, la voz de Víctor Garrido se alzó no como un eco, sino como un contrapunto deliberado y valiente. Su Poesía Completa (Ciudad Trujillo, 1950) es mucho más que una colección de versos; es un manifiesto existencial, un testimonio de coherencia extrema en un mundo poético que se fragmentaba. Frente al caos y la experimentación, Garrido eligió la claridad; frente a la abstracción, lo humano. Su obra no es un relicario antiguo, sino un argumento vigente sobre el poder de la belleza, la memoria y la tierra.
La poesía como memoria viva: Un rechazo con fundamentos
Para Garrido, la poesía era el saldo final de una vida vivida con intensidad. Su famosa declaración —“se nos hace cuesta arriba renunciar, sin ingratitud, a aquellas cosas que en determinado instante fueron esenciales en nuestra integración espiritual”— revela su núcleo creativo: el poema como acto de fidelidad hacia uno mismo. Cada verso es una huella, un modo de rescatar del olvido los instantes que forjaron su espíritu.
Este principio explica su aparente “conservadurismo”. Su rechazo a las vanguardias no fue pereza mental, sino una defensa apasionada de la armonía. Él mismo lo sentenció con ironía mordaz: “No creo en esa poesía que anda por ahí arrastrando el ala azul del canto en el terreno resbaladizo de un desequilibrio mental y espiritual que está pidiendo a voces quien le ponga brida”. Garrido no se oponía a lo nuevo por viejo, sino que desconfiaba de lo vacuo disfrazado de modernidad. Su tradición era la de lo universal, lo perdurable, lo profundamente humano.
El amor como fundamento estético: la mujer como musa y misterio
El eje central que articula toda su obra es un amor concebido como la experiencia humana más elevada. En su prólogo, lo deja claro: “Amo a la belleza y amo a la mujer que es su más excelsa expresión. Mis versos se han inclinado naturalmente a cantar el amor”. Su lírica amorosa bebe de un romanticismo tardío y un modernismo domesticado, donde la mujer es a la vez musa, misterio y territorio de lo sagrado.
En Garrido, lo erótico y lo espiritual no se contradicen; se funden. El amor es el motor de la sensibilidad y el fundamento estético capaz de sostener un universo poético completo. La amada no es un simple objeto de deseo, sino la encarnación misma de la belleza que da sentido al acto de crear.
La patria como legado afectivo: más que un concepto, una reliquia
Junto al amor, la patria es el otro pilar de su cosmos literario. Pero su nacionalismo no es abstracto ni retórico; es íntimo y heredado. La define con una metáfora poderosa: “La patria me la colgaron del alma mis mayores como una reliquia santificada”. La patria es el paisaje de la amada, la memoria de los héroes, el hogar de la infancia. Es un legado que se siente en el alma, no una idea política. Su poesía cívica logra así una rara fusión: lo personal se hace colectivo y lo colectivo se vive con la intensidad de lo personal.
La autoconciencia del “Viejo Can”: orgullo en la fidelidad
Garrido era plenamente consciente de su posición excéntrica en el panorama literario. Con una mezcla de orgullo y sorna, se anticipa a las críticas: “Que los jóvenes lebreles, en idioma de vanguardia, se abalancen sobre la malhadada figura de este viejo can andariego…”. Esta autodefinición no es de derrota, sino de reafirmación. Él no aspiraba a la novedad por moda, sino a la autenticidad por convicción. Su legado sería la coherencia, un valor que, ante las cambiantes mareas estéticas, termina siendo el más transgresor de todos.
Evolución: Del paisaje exterior al interior
Una lectura diacrónica de su obra revela una evolución sutil pero significativa. Su trayectoria migra de la exaltación romántica y la contemplación del paisaje dominicano (1940-1945) hacia una reflexión más profunda sobre el linaje y la memoria (1946-1947), para culminar en una poesía de introspección, duelo y trascendencia (1948-1951). El tono pasional cede paso a la meditación serena.
Paralelamente, sus imágenes mutan de lo sensorial (flores, ríos, luz) a lo simbólico y metafísico (raíces, nidos, medianoche), explorando la continuidad de la vida más allá de lo tangible. Formalmente, aunque nunca abandonó la musicalidad y la rima, introdujo una libertad estructural mayor, permitiendo que su lenguaje se hiciera más complejo y profundo sin traicionar su principio de claridad.
Conclusión: La permanencia de lo esencial
La poética de Víctor Garrido se revela, al final del recorrido, como un acto de rebelión serena. En una era obsesionada con la ruptura, su fidelidad a la belleza, el amor y la patria fue su gesto más radical. Su obra demuestra que universalizar no significa abstraer, sino ahondar con tanta honradez en lo propio —lo amado, lo recordado, la tierra— que se resuenan las cuerdas más profundas de lo humano.
Garrido nos legó la idea de que la poesía puede ser, simultáneamente, un testimonio vital, un canto amoroso y un deber patriótico, sin que una dimensión anule a la otra. He ahí su triunfo y la razón de su permanencia en el canon de la literatura dominicana: la conquista de lo eterno a través de lo auténticamente sentido.
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